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Ella le acarició la cabeza.

– Debo admitir que eso es lo único que no me gusta. Pero es un honor, no a todos los marines los seleccionan para proteger embajadas. Te han elegido porque eres el mejor. Estoy muy orgullosa.

– No tengo obligación de ir. Podría alegar que…

– Es una oportunidad única, Richard. ¿Tú crees que yo me sentiría bien conmigo misma si renunciaras a este destino por mí?

– Tú y el niño sois lo más importante.

– Y estaremos esperándote -lo abrazó-. Éste es tu último destino, y es una oportunidad fantástica, de ésas que no vuelven a presentarse. Vas a ir, y no hay más que hablar.

– No puedo dejarte aquí sola.

– Me iré a casa de mamá y papá mientras estés fuera. Es su primer nieto, y si no voy a su casa, los tendré todo el día llamándome para preguntarme si estoy bien.

Él tomó la cara de su mujer entre las manos.

– Eres maravillosa, ¿lo sabías?

– ¿Significa eso que no debe preocuparme que puedas perder la cabeza por una de esas misteriosas egipcias con siete velos?

Él hizo como si reflexionara sobre el asunto.

– ¿Tú sabes bailar la danza del vientre?

Ella le dio un puñetazo amistoso en el estómago.

– Sería digno de verse, con la barriga que voy a tener dentro de poco.

– Kyla -la voz de Richard era tierna y le pasó la mano por el pelo-. ¿Estás segura de que quieres que acepte?

– Segura.

Esa conversación, que había tenido lugar siete meses atrás, volvió a la mente de Kyla mientras ésta miraba fijamente el ataúd, envuelto en la bandera. De una solitaria trompeta brotaban las notas conmovedoras del toque de silencio, que un desapacible viento invernal esparcía por el cementerio. Los portadores del féretro, todos marines con uniforme de gala, permanecían en posición de firmes.

Richard estaba siendo enterrado junto a sus padres, los cuales habían muerto en un intervalo de menos de un año antes de que Kyla y él se conocieran.

– Antes de conocerte, estaba solo en el mundo -le había dicho en una ocasión.

– Yo también.

– Tú tienes a tus padres -le había recordado él, perplejo.

– Pero nunca me había sentido tan cerca de nadie como me siento de ti.

Y él había entendido a qué se refería. Se amaban profundamente.

El cuerpo de Richard había sido repatriado en un ataúd cerrado que le habían aconsejado no abrir. No necesitaba preguntar por qué. Todo lo que había quedado del edificio de la embajada en El Cairo se reducía a una polvorienta masa de hierros y escombro retorcidos. Como la bomba había explotado al amanecer, la mayoría de los diplomáticos y personal administrativo todavía no había llegado al trabajo. Las víctimas habían sido quienes, al igual que Richard y otros funcionarios militares, tenían sus apartamentos en el edificio anejo.

Un amigo de Clif Powers se había ofrecido a llevar en avioneta a la familia hasta Kansas para el funeral. Kyla apenas podía ausentarse unas horas, ya que tenía que amamantar a Aaron.

Kyla vaciló cuando le entregaron la bandera estadounidense, que habían retirado del féretro y doblado de manera ceremonial. El ataúd parecía desnudo sin ella. Irracionalmente, se preguntó si Richard tendría frío.

«¡Dios mío!», gritó su mente en silencio, «tengo que dejarlo aquí». ¿Sería capaz de hacerlo? ¿Cómo iba dar media vuelta y alejarse de esa tumba, que era como una herida abierta en la tierra? ¿Cómo iba a montarse en la avioneta y regresar a Texas? Sería como abandonar a Richard en aquel paisaje desnudo, yermo, que, de repente, le pareció odioso.

El viento silbaba.

Tendría que hacerlo, no le quedaba más remedio. Esa parte de Richard había muerto, pero había otra parte que seguía viva y la estaba esperando en casa. Aaron.

Cuando el sacerdote pronunció la oración final, Kyla entonó para sus adentros una de su propia cosecha: «Haré que sigas viviendo, Richard. Te lo juro. Siempre estarás vivo en mi corazón. Te quiero. Para Aaron y para mí siempre estarás vivo, te mantendremos vivo en nuestra memoria».

* * *

Era como si estuviera dentro de una nube de algodón. De vez en cuando el estrépito del mundo se abría paso hasta su lecho. Eran interrupciones no deseadas. Los ruidos eran fuertes, el menor movimiento era sentido como un terremoto por su dolorido organismo. La luz le hacía daño. No quería saber nada, sólo deseaba sumergirse en la paz de la inconsciencia.

Pero las intrusiones eran cada vez más frecuentes. Empujado por una fuerza que no comprendía, asiéndose a los sonidos y las sensaciones, aferrándose precariamente a todas las sensaciones que le indicaban que seguía con vida, lentamente fue emergiendo, saliendo de la nebulosa blanca y protectora que lo envolvía para enfrentarse a lo desconocido.

Estaba tumbado boca arriba, respiraba, su corazón latía. Eso era lo único que sabía.

– ¿Puede oírme?

Intentó girar la cabeza en dirección a la voz, pero los pinchazos de dolor le atravesaron el cráneo, igual que balas que rebotaran en el interior de su cabeza.

– ¿Está despierto? ¿Puede contestar? ¿Tiene dolores?

Le costó, pero consiguió asomar la lengua entre los labios. Intentó humedecérselos, pero tenía la boca seca y áspera como la lana. Notaba la cara rara y no creía que pudiera mover la cabeza ni aunque no le doliera tanto.

– No, no se mueva. Tiene un brazo en cabestrillo.

Luchó con valor y por fin consiguió entreabrir un poco los ojos. Las pestañas, que se interponían en su campo de visión, parecían gigantes. Casi podía contarlas una a una. Luego se levantaron un poco más. Una imagen se movía delante de él como un ángel que flotara en el aire. Un uniforme blanco. Una mujer.

¿Una enfermera?

– Hola. ¿Cómo se encuentra?

Una pregunta idiota, señora mía.

– ¿Dónde…? -no reconocía aquel gruñido ronco. ¿Era su voz?

– Está en un hospital militar, en Alemania.

¿Alemania? ¿Alemania? Debía haberse emborrachado más de la cuenta la noche anterior. Aquello era un pesadilla.

– Estábamos preocupados. Ha estado tres semanas en coma.

¿En coma? ¿Tres semanas? Imposible. Pero si anoche había salido con la hija del coronel y habían recorrido todos los locales de diversión nocturna de El Cairo… ¿Por qué ese ángel le estaba contando que llevaba tres semanas en coma en… ¿dónde?, ¿Alemania?

Intentó fijarse más en lo que lo rodeaba. La habitación parecía rara. Tenía la vista nublada. Seguramente…

– No se preocupe si se le nubla la vista. Tiene el ojo izquierdo vendado -le informó la enfermera con amabilidad-. Quédese tranquilo, sin moverse, mientras voy en busca del médico. Querrá saber enseguida que ha recuperado la consciencia.

Él no la oyó marcharse. De pronto, el ángel se había desvanecido. Quizá lo hubiera imaginado, los sueños podían parecer muy reales.

Las paredes parecían oscilar de modo enfermizo. El techo se abombaba y luego se desinflaba. No había quietud. La luz de la única lámpara le hacía daño en los ojos… en el ojo.

La voz le había dicho que tenía vendado el ojo izquierdo. ¿Por qué? Sin hacer caso de las recomendaciones que le había hecho, levantó la mano derecha de nuevo. Era un esfuerzo hercúleo. El esparadrapo que sujetaba las agujas del suero le tiraba de los pelos del brazo. Era como si su mano tardara una eternidad en llegar hasta la cabeza y, cuando por fin llegó, sintió que lo invadía el pánico.

«Tengo toda la cabeza vendada». Levantó la cabeza de la almohada lo más que pudo, no más de dos o tres centímetros, y se miró el cuerpo.

Al cabo de unos segundos, un grito que resonó en todo el pasillo, y que parecía proceder directamente de las entrañas del infierno, hizo que la enfermera y el médico cubrieran a la carrera los metros que los separaban de la habitación y se precipitaran hacia la cama.

– Yo lo sujeto. Usted póngale un calmante -rugió el médico-. Va a estropear todo lo que hemos hecho hasta ahora si sigue moviéndose así.