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– ¿Qué edad tiene Aaron? -preguntó de pronto Trevor.

– Acaba de cumplir quince meses.

– Es bastante fortachón, ¿no? No sé mucho de niños.

– Sí, es corpulento -dijo Kyla riendo y cambiando al niño de brazo-. Su padre era muy musculoso.

– ¿«Era»?

¿Por qué había abierto aquella puerta?, se preguntó ella. No tenía intención de hacerlo.

– Murió -respondió sin preámbulos.

– Lo siento.

Y parecía sentirlo de verdad.

Trevor llevaba meses esperando ese día. Después de salir del hospital, se había dado un tiempo en espera del momento oportuno. Estaba impaciente por empezar a trabajar, pero incluso con los descarados enchufes de su padre, había tenido que resolver un millón de aburridos trámites y detalles. Había pasado horas y horas encerrado en oficinas, horas que le parecían interminables a un hombre que quería recuperar cuanto antes los meses que había estado recluido. También había tenido que dedicar sus buenos ratos al trabajo al aire libre, descamisado, y de ese modo había perdido la palidez del hospital.

Durante todo ese tiempo, se había imaginado cientos de veces cómo sería su primer encuentro con Kyla. Se preguntaba dónde tendría lugar, qué aspecto tendría ella, qué le diría él.

No tenía previsto encontrarse con ella ese día, ¡pero así habían sucedido las cosas! Ya estaba viviendo aquello con lo que había fantaseado en tantas ocasiones, y después de haber hablado con Kyla, ya no podía afirmar con sinceridad si lamentaba haberse acostado en la litera de Richard Stroud aquella noche aciaga. Por puro egoísmo, en ese instante se alegraba infinitamente de estar vivo.

– Me temo que todavía nos queda un rato -se disculpó Kyla mientras él le sujetaba la puerta para que pasara.

– No importa.

El aparcamiento era un buen indicador de la cantidad de gente que abarrotaba el centro comercial. Los motoristas que llegaban tenían que pelearse para ocupar las plazas que iban quedando libres.

– ¿Es de por aquí, señor Rule? -preguntó Kyla para darle conversación.

– Llámame Trevor, por favor. No, acabo de mudarme hace un mes.

– ¿Y qué te ha traído a Chandler?

– La codicia.

Sobresaltada por su respuesta, ella lo miró.

– ¿Qué?

Encima de sus labios revoloteaba un mechón. Él pensó en cómo sería retirarle aquel mechón rubio y besar esos labios, y casi se le para el corazón. Tenía la boca más deseable que había visto en su vida.

– Soy constructor -dijo un poco demasiado alto después de aclararse la garganta-. Quiero tomar parte en el crecimiento económico que se está produciendo en esta zona.

Debería haber pasado algunas noches con una mujer antes de acercarse a Kyla. Quizá debería haber tenido relaciones esporádicas basadas únicamente en el sexo. Tal vez no debería haber sido tan casto.

– Ah, ya entiendo. Bueno, ése es mi coche -señaló con el dedo un coche de color azul claro.

– ¿«Traficantes de pétalos»? -preguntó él leyendo el logo estarcido sobre la chapa de la puerta del conductor.

– Tengo una floristería con una amiga.

«Ballard Parkway cincuenta y dos». Él sabía exactamente dónde, sabía de qué color eran los toldos que cubrían las ventanas y cuál era el horario de apertura.

– ¿Una floristería, eh? Suena interesante.

Esperó mientras ella ataba a Aaron en la silla para bebés del coche y la ayudó a plegar el carrito y a guardarlo en el asiento trasero.

– No sé cómo darle las gracias, señor… eh, Trevor. Has sido tremendamente amable.

– No me des las gracias. Ha sido un placer, salvo cuando vi que Aaron se caía en la fuente, claro.

Kyla se estremeció.

– Prefiero no pensarlo -se quedó mirándolo unos instantes. No encontraba la manera de despedirse. ¿Cómo se decía adiós y gracias a un desconocido que le había salvado la vida a tu hijo?

– Bueno, pues adiós -se sentía muy rara y no sabía qué hacer con las manos.

– Adiós.

Kyla se sentó tras el volante y cerró la puerta. Él retrocedió un paso, hizo un gesto de despedida con la mano y se alejó. Ella giró la llave de contacto. El coche hizo un ruido, como un chirrido, pero el motor no se puso en marcha. Sacó el aire y volvió a intentarlo. Brrrr, brrrr, brrrr. Así una y otra vez, pero el motor no arrancaba. Murmuró una frase que habría espantado a su madre. O, más probablemente, que ésta ni siquiera habría entendido.

– ¿Algún problema? -allí estaba otra vez Trevor Rule, junto a la ventanilla. Estaba inclinado hacia delante, con las manos apoyadas en las rodillas un poco flexionadas.

Ella bajó el cristal.

– Parece que no quiere arrancar.

– Suena como si se hubiera quedado sin batería.

Ella lo intentó de nuevo varias veces, con empecinamiento. Finalmente, acabó por admitir su derrota. Soltó la llave y se dejó caer sobre el respaldo del asiento. Aaron berreaba en su sillita y sacudía brazos y piernas con el propósito de librarse de las correas que lo sujetaban. Ese sábado se estaba convirtiendo en una pesadilla.

– ¿Puedo hacer algo? -preguntó Trevor tras un momento.

– Voy a entrar de nuevo en el centro comercial. Voy a llamar a mi padre para que venga a buscarme y mande a alguien a echarle un vistazo al coche.

– Tengo una idea mejor. Yo puedo llevaros a casa.

Ella se quedó mirándolo en silencio y luego apartó la vista. Un hormigueo de miedo le recorrió la espalda. No conocía a ese hombre, podría ser cualquiera. ¿Cómo saber que no había manipulado el motor para que no arrancara, que se había hecho el encontradizo en el centro comercial y…?

Alto ahí, Kyla. Era una locura. No podía haber hecho que Aaron se cayera en la fuente. Sin embargo, era demasiado sensata como para montarse en el coche de un completo desconocido.

– No, gracias, señor Rule. Ya me las arreglaré.

La negativa le salió con más brusquedad de la que pretendía, pero no debía mostrarse comprensiva ante un posible secuestrador. Invirtió el agotador proceso que acababa de realizar minutos antes: desató a Aaron, lo sacó del coche, agarró el bolso, subió el cristal de la ventanilla y cerró la puerta. Se encaminó de nuevo hacia la puerta del centro comercial por la que habían salido.

– No quiero entretenerlo, señor Rule -dijo cuando él la siguió y se puso a su altura.

– No es ninguna molestia llevaros donde tú me digas.

– No, gracias.

– ¿Estás segura? Sería mucho…

– ¡No, gracias!

– ¿Es por esto? -se señaló el parche que le cubría el ojo izquierdo-. Ya sé que me da un aspecto sospechoso, pero te juro que no hay razón para que tengas miedo.

Kyla se detuvo bruscamente y se giró para mirarlo.

«Ay, Dios mío». Ahora seguramente pensaría que tenía prejuicios contra los tuertos.

– No me da miedo.

La tensión del rostro de Trevor se vio gradualmente reemplazada por una sonrisa llena de simpatía.

– Pues debería. En esta época, uno no puede fiarse de los desconocidos.

Ambos se rieron al unísono. Fue una risa tranquila. No se habían dado cuenta de que, al quedarse parados en medio del aparcamiento, estaban bloqueando la circulación. Él dio un paso hacia ella y la miró con seriedad.

– Sólo trato de ayudarte llevándote a casa.

Kyla se sintió idiota. Un hombre dispuesto a estropear sus botas de cuatrocientos dólares por pescar a un niño en una fuente no parecía inclinado a secuestrar, matar o mutilar a nadie.

– De acuerdo -aceptó ella sin aspavientos.

– Bien.

La paciencia del conductor que esperaba para salir de su plaza de aparcamiento se agotó finalmente e hizo sonar el claxon. Ellos se movieron.