Выбрать главу

Robert Silverberg

A la espera del fin

El más fiero de los dos guardias pretorianos, de cara plana y basta, cabello rojizo y muy corto y con prominentes pómulos eslavos, dijo:

—El emperador quiere verte. Dice que tiene trabajo para ti.

—Traducir —dijo el guardia más apuesto, un rubio galo de pelo rizado—. La última nota de amor de nuestros amigos griegos, supongo. O quizá quiere que le escribas una a ellos. —Y le hizo un exagerado guiño, seductor y socarrón.

Todos los pretorianos pensaban que Antípatro era de esa clase, probablemente porque observaba las costumbres levantinas, se acicalaba y usaba ungüentos o quizá, simplemente, porque hablaba griego con soltura. Sin embargo, se equivocaban. Era un individuo de cabello oscuro, tez morena, estrecho de caderas, de andar un tanto felino y una innegable apariencia oriental, sí, pero eso no era más que un simple rasgo de su linaje, la herencia de sus remotos ancestros sirios. El conocimiento del griego era una exigencia de su trabajo, no una indicación de sus gustos sexuales. Él era como mínimo tan romano como cualquiera de ellos.Y en cuanto a su preferencia por las caricias femeninas, sólo tenían que preguntar a Justina Botaniates, por citar sólo una.

—¿Dónde se encuentra ahora su majestad? —preguntó fríamente Antípatro.

—En el Despacho Esmeralda —contestó el eslavo—. «Misivas griegas», ha dicho el emperador, «traedme al maestro de griego». —Miró a su compañero y su amplia cara se retorció en una sonrisa burlona—. Todos nosotros seremos pronto maestros de griego, ¿verdad, Mario?

—Aquellos de nosotros que podamos leer y escribir, en todo caso —dijo el galo—. ¡Eh, eh! ¡Venga, márchate ya, Antípatro! ¡No hagas esperar al emperador!

No sentían ningún respeto por él. Eran individuos ordinarios. Antípatro era un alto funcionario de palacio de alto rango y ellos meros soldados. No les correspondía darle órdenes. Él les fulminó con la mirada, les dio la espalda, recogió sus tablillas y sus estilos y atravesó las salas débilmente iluminadas del palacio anejas al túnel que conducía al edificio principal y, desde allí, hasta la hilera de pequeños despachos privados (Esmeralda, Rojo, índigo, Ámbar) agrupados a lo largo del ala oriental de la Gran Sala de Audiencias. El Despacho Esmeralda, el más alejado de todos, era el favorito del emperador Maximiliano. Era una sala alargada y estrecha, sin ventanas, con tapices de tejidos indios de color verde oscuro, en los que había representadas escenas de hombres con lanzas cazando elefantes, tigres y otras extraordinarias criaturas.

—Lucio Helio Antípatro —le dijo al guardia de turno, un muchacho de expresión ausente de unos dieciocho años más o menos, y al que nunca había visto antes—, maestro de lengua griega del cesar. —El muchacho le hizo un gesto para que pasara sin ni siquiera someterlo al cacheo rutinario en busca de posibles armas ocultas.

Antípatro se preguntó cuál sería la tarea de ese día. Una carta para enviar, supuso. En aquellos días sombríos, salían tres o cuatro por cada una que llegaba. Pero ¿sobre qué había que escribir, con el ejército griego a punto de penetrar por las fronteras mal defendidas del Imperio Occidental? Seguramente no se trataría de otro severo ultimátum dirigido al más grande enemigo de Roma, el basileo Andrónico, ordenándole cesar y desistir inmediatamente de más invasiones militares en el dominio imperial.Ya habían enviado el último de una larga serie de ultimátums semejantes hacía apenas una semana. Lo más probable es que el mensajero no hubiera llegado aún más allá de Macedonia, quedándole todavía un largo camino por recorrer para que el mensaje le fuera entregado al basileo en Constantinopla…, donde acabaría siendo lanzado a un rincón con desdén y burla, como todos los anteriores.

No, pensó Antípatro. Esta vez tenía que tratarse de algo más inusual. Una carta del cesar a algún escurridizo noblezuelo bizantino en la costa africana del Gran Mar (por ejemplo, del virreinato de Alejandría, quizá, o del de Cartago), conminándolo, con la promesa de inmensos sobornos, a pasarse al lado romano y lanzar algún ataque sorpresa desde la retaguardia. Algún ataque que distrajera a Andrónico lo suficiente como para que Roma se recuperara y movilizara la contraofensiva que hacía mucho que debía haberse lanzado contra los invasores.

Lo cierto es que sería una alocada estratagema. Sólo a él se le había podido ocurrir. «Tu problema, Lucio Helio —solía decirle Justina—, es que tienes demasiada imaginación.»

Quizá fuera eso. Pero allí estaba él, que cumpliría los treinta y dos ese mismo año (el año 1951 desde la fundación de la ciudad) y desde hacía dos, era ya miembro del alto palatinado, el círculo más cercano al emperador. César lo había nombrado caballero y, seguramente, el paso inmediato sería un escaño en el Senado. No estaba mal para un pobre muchacho de provincias. Una pena que hubiera logrado su espectacular ascenso justo cuando el Imperio mismo, debilitado por su propia insensata imprudencia, parecía estar al borde del derrumbe.

—¿César? —dijo, escudriñando el Despacho Esmeralda.

Al principio, Antípatro no vio a nadie. Después, por la humeante luz de dos tenues velas que ardían en una esquina apartada de la sala, advirtió que el emperador estaba allí tras su escritorio; el venerable escritorio imperial de madera exótica que había sido ocupado en el pasado por Emilio Magno, Mételo Domicio y Publio Clemente, y hasta puede que por Augusto, Adriano y Diocleciano también. Todos ellos grandes cesares. Sin embargo, la enorme mesa curvilínea parecía tragarse a su actual propietario: un hombrecillo enjuto y pálido, con un destello de preocupación totalmente justificada en sus ojos verde mar, intensamente brillantes y muy juntos. Iba vestido con un sencillo jubón gris y unas polainas rojas de campesino. Sólo el discreto cordón de perlas que llevaba en un hombro, flanqueado por un par de tiras púrpura, indicaba que su rango escapaba de lo ordinario.

Tenía un gran nombre: Maximiliano. Había sido Maximiliano III, Maximiliano el Grande, quien en su corto pero brillante reinado había aplastado a los conflictivos bárbaros del norte de una vez por todas; a los hunos, los godos, los vándalos y a todo el resto de aquella ralea rebelde de cabellos enmarañados. Pero eso había ocurrido hacía setecientos años y este Maximiliano, Maximiliano VI, no poseía ni un ápice del proverbial arrojo de su tocayo. Una vez más, el Imperio se hallaba en peligro, verdaderamente tambaleándose al borde del precipicio, como lo había estado en la remota época del otro Maximiliano. Sin embargo, no parecía muy probable que el actual Maximiliano fuera a ser ahora su salvador.

—¿Me has mandado llamar, César?

—Ah…, Antípatro. Sí. Mira esto. —Y el emperador le extendió un pergamino amarillo en papel vitela. Así que lo que necesitaba ser traducido era un documento de alguna clase que acababa de llegar. Antípatro advirtió que la mano del emperador estaba temblando.

De hecho, éste parecía haberse convertido de la noche a la mañana en un anciano anquilosado. Sufría tics y temblores por todo el cuerpo.Y eso que tan sólo tenía cincuenta años. Pero ya hacía veinte extenuantes años que ocupaba el trono, y su reinado había sido difícil desde el mismísimo primer momento, cuando la noticia de la muerte de su padre le había llegado prácticamente al mismo tiempo que la ofensiva griega hacia Occidente en la región proconsular de África. La invasión africana fue la primera escalada importante de lo que hasta entonces había sido sólo una disputa fronteriza limitada a la provincia de Dalmacia paulatinamente creciente; una disputa que, mediante posteriores incursiones griegas a lo largo de la frontera que separaba los dos Imperios, había provocado una guerra total entre el este y el oeste que ahora parecía estar entrando en su última y funesta etapa.

Antípatro desenrolló el pergamino y le echó una rápida ojeada.