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Åsa Schwarz

Ángel caído

Viendo Yahvé que la maldad del hombre cundía en la tierra y que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de continuo…

Génesis 6, 5

Estocolmo, época actual

Habían vigilado el piso durante tres semanas.

Era el momento.

No se había visto entrar o salir a nadie en toda la noche. Eran las 23.30 y todas las ventanas estaban a oscuras. El piso de cuatro dormitorios de la calle Drottning, en el centro de Estocolmo, permanecía vacío. Y así debía continuar, esperaba Nova, que desde donde estaba tenía buena vista de la fachada. Las otras noches todo había seguido una rutina definida y si el dueño del piso se hallaba ausente ahora, era porque estaría fuera toda la noche. Supuso que dormirían en su lujosa casa de campo en el archipiélago interior. «Si ha ganado ciento cincuenta y cinco millones en once años, se podrá permitir ese lujo», pensó irritada. Ciento cincuenta y cinco millones por el vómito de dióxido de carbono de cuatro de las centrales carboeléctricas más sucias de Alemania. Las cuatro figuraban entre las treinta centrales energéticas más contaminantes de Europa y eran propiedad de Aguas de Suecia. Todas estaban en la lista Dirty Thirty del Fondo Mundial para la Naturaleza.

Nova necesitaba animarse para sacarse de encima la creciente intranquilidad que sentía por lo que iba a ocurrir. Dirty Thirty, murmuraba para sí misma como un mantra. Le iba bien. La adrenalina empezaba a circular. Le dio un buen trago al café en vaso de papel que tenía delante e hizo una mueca de desagrado. Estaba frío como el hielo. No es que caliente fuera bueno, pero así era peor. Amargo y aguado.

Se oyó un pitido del móvil. Nova sabía lo que contenía el mensaje. Con un gesto brusco dejó el vaso en la mesa junto a la ventana del Seven-Eleven y se levantó. Para quitarse el mal sabor del café se metió en la boca el último chicle. El dependiente con acné parecía distraído y continuó leyendo el último número de la revista Rocky. Un descuidado mechón de pelo le cayó sobre un ojo y él se lo colocó detrás de la oreja con un gesto mecánico. Nova tuvo mucho cuidado de no encontrarse con su mirada pero, sin embargo, pudo constatar que eran más o menos de la misma edad. El martes ella cumpliría diecinueve años.

Nova no sentía una especial preocupación por que la pudiera identificar posteriormente. El mono de trabajo que llevaba puesto provenía de un contenedor. Era de color naranja sucio, con el gran logo de la compañía telefónica Televerket impreso en la espalda. Llevaba las rastas anudadas debajo de la gorra, que también había conseguido en un contenedor, con la visera bien bajada. Se había quitado la anilla de la nariz y el maquillaje era imperceptible. «Ni tu propia madre te reconocería», había dicho alguien cuando abandonó el local. No protestó pero pensó: «Vosotros no conocisteis a mi madre.» En la puerta del Seven-Eleven comprobó el contenido de su mochila negra por quinta vez en una hora. Había tres cosas: un spray de color rojo sangre, una linterna para ponerse en la frente y un juego de ganzúas que Nova compró a través de internet y que le enviaron desde Estados Unidos. La tienda se llamaba Selfdefense Products y el juego estaba empaquetado en una discreta caja de color marrón. Primero se rió de la idea de utilizar ganzúas para la autodefensa, después se dio cuenta de que ella misma terminaría por hacerlo.

Si la tierra sucumbía, ella también moriría.

Por tanto, su plan era totalmente de autodefensa. Esa conclusión la llenaba de confianza y fue lo que le hizo aceptar llevar a cabo la acción de aquella noche.

El paquete que encargó incluía un manual de instrucciones para abrir cerraduras. Nova había comprado dos cerraduras de la misma marca que la que iba a abrir aquella noche y estuvo practicando una y otra vez. Sin embargo, se sentía insegura. Siempre se ponía nerviosa cuando tenía que hacer algo por primera vez. Y no cada día cometía un delito de allanamiento de morada. Dirty Thirty, se repetía a sí misma para sentirse fuerte. Dirty Thirty.

La calle Drottning estaba vacía a excepción de unos cuantos transeúntes que desaparecieron hacia el metro. Como estaban de espaldas, no se percataron de la joven del mono naranja que cruzó la calle mientras, angustiada, miraba hacia todas partes. El portal estaba iluminado por las muchas luces que había en la calle. El código se lo sabía de memoria. Dos semanas antes había ayudado a entrar a una señora mayor que iba con andador y memorizó las cifras. Al cabo de cinco segundos, Nova estaba dentro del portal.

En el aire flotaba un olor a aceite de ascensor, a viejo y a polvo. El suelo de mármol, el panel de madera en la pared y el ángel dorado en un pedestal, demostraban el alto nivel económico y el gusto de los vecinos. Nova no subió en ascensor a pesar de que el piso al que iba era el último del edificio. De un ascensor no podría huir y aunque hasta el momento no había hecho nada ilegal, se sentía culpable.

Una vez arriba, respiró profundamente para recuperarse del esfuerzo mientras estudiaba el rellano. Sólo había dos puertas, ambas altas y forradas de paneles de madera. Por debajo de una de ellas se veía una débil luz y al fondo se oía el sonido de la televisión. Nova miró intranquila a través de la mirilla que había en la puerta.

El vecino estaba despierto.

Eso no estaba previsto en el plan.

Se quedó paralizada durante unos segundos. Sus manos temblaban por el miedo a ser descubierta. Después encontró la solución. Masticó una última vez el chicle que llevaba en la boca, se lo sacó y le dio la forma de una moneda. Andando con sus flexibles zapatos de gimnasia, Nova fue hasta la mirilla y pegó el chicle encima. Ahora por lo menos se daría cuenta de si la iban a descubrir porque tendrían que abrir la puerta antes. El vecino seguramente no llamaría a la policía sin controlar primero lo que ocurría en el rellano de la escalera.

Nova volvió a la puerta que era su objetivo. Estaba arañada, gastada y era pesada, pero hacía poco que la habían renovado. Tenía puesta una placa en la que leyó: «Josef F. Larsson.» Las letras estaban grabadas al ácido sobre un metal dorado. A pesar de que todo estaba previsto, quería asegurarse de que era el lugar correcto, aunque el riesgo de que se hubiera equivocado de planta fuera mínimo.

Nova volvió a respirar hondo, abrió la mochila y sacó las ganzúas. Dirty Thirty, repetía una y otra vez en su cabeza. La cerradura de arriba se abrió igual de fácil que cuando había entrenado en casa, pero en ese momento oyó un ruido detrás de la puerta del vecino: el traqueteo de unas uñas sobre el suelo de parquet.

Luego pasaron a arañar la puerta y Nova se puso a respirar más de prisa. La sangre le latía en los oídos. Pensó en huir, pero en lugar de eso se puso a manipular, temblando, la segunda cerradura. Le faltaba concentración y tuvo que empezar desde el principio. Dentro del piso de enfrente se oía una voz gruñona llamando al perro, pero éste, en lugar de obedecer a su ama, dio un último ladrido para llamar su atención. La mujer, que arrastraba los pies, se acercó a la puerta.

Nova volvió a errar, se pasó con la ganzúa y se le rompió una de las uñas pintadas de negro dentro del guante. El ama y el perro iniciaron un incomprensible diálogo al otro lado de la puerta y por una expresión de descontento, Nova entendió que el bloqueo del chicle había sido descubierto.

Entonces oyó la cadena de seguridad de la vecina de enfrente.

En ese momento la cerradura que Nova intentaba manipular hizo clic y la puerta se abrió. Agarró la mochila, se deslizó dentro y, sin ruido, cerró la puerta tras de sí. La oscuridad del piso envolvió a Nova y en ese mismo momento se abrió la puerta vecina. Se esforzó para no hacer ruido al respirar, pero aun así le parecía que los latidos de su corazón sonaban como una tormenta.