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BERLIN, CAPITAL DE EUROPA

I Las tribus de Berlín

FUI a uno de los cinemas de la Kurfürstendamm, y, al salir, me metí a comer un sandwich al primer café que encontré abierto. Segundos después, un muchacho desconocido, en las manos una bandeja con una hamburguesa y una Coca Cola, vino a sentarse a mi lado. Un compatriota. Llevaba ya tres años en Berlín y, con una franqueza que, al principio, me divirtió pero terminó por alarmarme, me contó su vida. Cuando le pregunté qué hacía, me repuso, sin la menor vacilación: — Hasta hace poco, robar carros. — Como atenuante, precisó-: Todos los patas de la banda eran sudamericanos, doctor.

Era un ilegal. Había venido a Alemania como turista, cuando los peruanos no requerían visa, y se quedó. Gracias a la fraternidad latinoamericana («Usted no se imagina la cantidad de peruanos, colombianos, nicaragüenses, ecuatorianos, bolivianos, que viven aquí. Nos llevamos como hermanos») encontró ese negocio automovilístico que le había permitido vivir y mandar mensualidades a su mujer, allá en Ayacucho. ¿Por qué lo había dejado si le iba tan bien? — Porque los patas decidieron pasar a cosas mayores y a mí me olió mal. Así que me abrí. Pero, tuve mucha suerte. Encontré trabajo en una pizzería, por Prenzlauer Berg. El dueño es un padre para nosotros, le juro. ¿Cuántos eran «ellos»? Seis, dos legales y cuatro ilegales, todos sudamericanos. El paternal propietario no sólo les daba empleo, pese a su falta de papeles; también, un techo bajo el cual dormir, en camas camarote, en el desván de su propio domicilio. Mi compatriota estaba encantado en Berlín, una ciudad, me aseguró al despedirnos, «que es una mina para quien no le hace ascos al chambeo (trabajo)». Una opinión muy optimista, por cierto, si se tiene en cuenta que el número oficial de parados en Alemania raspa los cuatro millones de habitantes. No sé cuántos latinoamericanos hay en Berlín, pero deben ser muchos cientos, acaso millares, y estoy seguro de que serán cada día más, porque la futura capital de Alemania se ha convertido en un imán para gente de medio mundo. He vivido dos temporadas en ella, cada una de ocho meses, la primera en 1992 y la segunda en 1998, y en esos seis años la ciudad se ha vuelto una gigantesca urbe en proceso de radical transformación social, urbanística y arquitectónica. Acaso el cambio más notable sea la nueva Torre de Babel en que está mudando, con múltiples comunidades coexistiendo en ella, independientes una de la otra, que han encontrado aquí cobijo y pasado a ser parte del nuevo paisaje berlinés. Pocos saben, por ejemplo, que la comunidad judía de la ciudad – había unos ciento setenta mil en 1933, de los cuales fueron exterminados o expulsados por los nazis más de cincuenta milha ido creciendo de manera paulatina en los últimos años, hasta alcanzar en la actualidad la cifra de unos doce mil. La prostitución, por ejemplo, es ahora, o poco menos, monopolio de rusas y ucranianas, que, abaratando las tarifas, han mandado al paro a muchas profesionales nativas.

La más antigua, numerosa y arraigada de estas comunidades es la turca, desde luego, y para hacerse una idea de la fuerza de su presencia, basta darse una vuelta, los sábados por la mañana, por el dédalo multicolor y abigarrado, lleno de aromas exóticos, del mercado de Kreuzberg. Este barrio fue famoso, en los años sesenta, por sus artistas, sus revolucionarios y sus comunas de vida alternativa. Su cercanía al muro de la vergüenza hizo que los precios de la propiedad fueran allí muy bajos, por lo que se llenó de estudiantes menesterosos, de ácratas, bohemios y turcos. Todavía en 1992 Kreuzberg conservaba esta aureola de Corte de los Milagros berlinesa, y no había sitio mejor, para ir a cine – clubs a ver películas en versión original, exposiciones o teatros de vanguardia, mítines políticos radicales (sus muros lucían carteles de propaganda de ETA, Sendero Luminoso y Mao Zedong), o degustar dolma, humus, kebab y otros turkish delights, de este barrio. Pero, la caída del muro y la reunificación de la ciudad, lo han recolocado, trasladándolo de la periferia al centro de la futura capital de Alemania. El valor de las casas subió en espiral. Ya los yuppies comienzan a sentar sus reales en Kreuzberg y probablemente en unos cuantos años será un próspero y anodino barrio burgués, sin rastros de su pasado inconformista, multirracial y multicultural. Hablar de los turcos de Berlín es una generalización que desnaturaliza la realidad. Hay turcos recién inmigrados y turcos que son berlineses de segunda o tercera generación y que (aunque se les niegue el derecho a la nacionalidad alemana) no conocen otra lengua, ni otra sociedad ni otra vida que las de Alemania. Entre toda la diversidad turca de Berlín, una minoría de la minoría nítidamente diferenciada es la de los kurdos, concentrados en los alrededores de una calle de Kreuzberg famosa por sus ropavejeros: Bergmannstrasse. Allí vivió su pesadillesca historia la cubana María, mi compañera de penurias con la gramática alemana.

Muy jovencita, tuvo la suerte, en su Cuba natal, de ganarse una beca para estudiar cine en Moscú. Aprendió el ruso, aprobó todos los cursos en el instituto moscovita de cinematografía y estaba haciendo ya sus prácticas de fin de carrera, cuando conoció a un muchacho kurdo de Berlín, becado también en Rusia. Los tempestuosos amores de la pareja produjeron primero un niño y, luego, un matrimonio, que revolucionaría la vida de María. El kurdo se la trajo a Berlín y la sepultó (no es metáfora) en un departamentito de dos cuartos, en un edificio ruinoso de Kreuzberg, que ella me mostró, donde sólo vivían familias kurdas. Hasta llegar a Berlín, su marido le había parecido occidentalizado y moderno. En Berlín, María descubrió que ése era un disfraz, bajo el cual se agazapaba un déspota primitivo y medieval. Quedó prohibida de salir a la calle y de tener amigas o buscar trabajo. Debió vestirse velada de pies a cabeza, como musulmana integrista, y dedicar toda su energía a cuidar a su hijo y servir a su amo y señor. Éste, que, cuando salía, la dejaba encerrada bajo llave, le solía dar unas soberbias palizas, una de las cuales, por suerte para ella, la mandó al hospital.

Allí conoció a otra paciente, una sirvienta polaca, que también hablaba ruso (María, entonces, no sabía una palabra de alemán). Le contó su historia y le pidió consejo. La polaca fue su ángel de la guarda. La ayudó a planear una fuga — que tuvo contornos cinematográficos – a una Frauen Haus, especializada en casos como el suyo, y, luego, a llevar a los tribunales al cónyuge brutal. Éste pasó por el calabozo y debió, luego, además de conceder el divorcio a María, pasarle una pensión a su hijo. «Nadie se imaginaría, dice, señalando los lóbregos edificios de la Bergmannstrasse, que, ahí dentro, en el corazón de una ciudad tan moderna, vivan centenares de mujeres en condiciones tan horrendas como en Arabia Saudita o Sudán».

Ahora, mi amiga María es vecina de Kreuzberg, trabaja activamente con las mujeres kurdas del barrio, animándolas a resistir la violencia de que son víctimas, y se ha convertido en una berlinesa integral. Conoce la ciudad como la palma de su mano y no hay mejor cicerone que ella para visitar sus museos y sus antros, sus curiosidades y extravagancias, conocer sus secretos o simplemente pasear por sus parques y sus barrios, tomándole el pulso a este organismo en plena metástasis urbanística que es Berlín.

Al forastero que llega a la ciudad, lo reciben con una afirmación que oirá mil veces, por doquier: «Aunque en 1989 fue derribado y han quedado de él sólo unos pocos metros, para que lo fotografíen los turistas, el Muro sigue existiendo, más sólido y hostil que antes, en la mente y el corazón de todos los berlineses, los Ossies y los Wessies». Se trata de una convicción tan arraigada que pasarán muchos años antes de que se desvanezca, y es probable que sobreviva, como mito o estereotipo, mucho después de desaparecida la realidad que la generó. Ésta es muy simple: la pacífica rebelión de los alemanes orientales de 1989, que echó abajo el Muro y desencadenó con fuerza irreversible la democratización de la estalinizada República Democrática y su reunificación con Alemania Occidental, despertó expectativas de prosperidad y fraternidad que no se han cumplido. La desilusión ha venido acompañada de un sordo rencor por parte de los orientales, cuyos niveles de vida están por debajo de los de los occidentales – en Alemania Oriental el desempleo es mayor y los salarios son más bajos – y de irritación por parte de los occidentales, que deben pagar mayores impuestos debido a los altísimos costos que ha significado la reunificación, esfuerzo que no reconocen aquellos hermanos malagradecidos.