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Robert Silverberg

El reino del terror

—El emperador —dijo Quinto Cestio—, la noche pasada cenó pescado y setas espolvoreados con polvo de perlas, lentejas con ónix y nabos con ámbar. Tiene el estómago de un buey y la cabeza de un chiflado.

—¿Así pues crees que está chiflado? —preguntó Sulpicio Silano con un malicioso brillo en los ojos—.Yo no. Creo que simplemente es muy juguetón.

—¿Juguetón? —preguntó Cestio con gravedad—. Sí. Alimenta sus perros con hígado de oca, duerme en una cama de plata maciza sobre un colchón relleno de piel de conejo o plumas de perdiz, cubre sus muebles con telas de oro. Sí, la verdad es que es muy juguetón.

—Hace que viertan cubos de azafrán en la piscina del palacio antes de meter un solo dedo en ella —dijo Silano.

—Ollas de cocina hechas de plata.

—Vino aromatizado con zumo de amapolas.

—Un día hace que tinten toda su comida de azul y al día siguiente de verde, al otro de rojo.

—Llevó una cuadriga tirada por cuatro elefantes hasta la explanada de enfrente del Palacio Vaticano.

—Y otra tirada por cuatro camellos la semana pasada. La próxima semana será por perros, supongo, y después de eso les llegará el turno a los leones.

—Está chiflado —dijo Cestio.

—Es simplemente muy juguetón —dijo Silano, y los dos se rieron, aunque sabían demasiado bien que la extravagancia en materia de vehículos del emperador Demetrio II no era algo para tomar a risa, puesto que Cestio era el Prefecto del Erario Imperial, el monedero privado del emperador, y Silano, su contrapartida en la otra cara del tesoro romano, era el Prefecto del Erario Público, donde se cargaban todos los gastos gubernamentales. En algunos reinados, aquellos dos grandes contenedores de dinero se habían mantenido rígidamente separados. En otros, los emperadores no se habían mostrado mal dispuestos a hacer uso de sus arcas privadas para pagar cosas del pueblo, tales como la reconstrucción de acueductos y puentes, la financiación de los juegos de gladiadores y la construcción de grandes edificios públicos nuevos. Pero el emperador Demetrio nunca pareció hacer distinción alguna entre el Erario Imperial y el Erario Público. Gastaba según se le antojaba y dejaba que Silano y Cestio se las compusieran para sacar el dinero de un departamento del tesoro u otro.Y durante los últimos años, el problema había empeorado a ritmo constante.

Era el primer día del nuevo mes, cuando los dos tesoreros acostumbraban almorzar juntos en el comedor reservado a los altos funcionarios del gobierno en el edificio de despachos del Senado, que se hallaba justo detrás de la Cámara. Formaban una curiosa pareja. El perpetuamente melancólico Quinto Cestio estaba orondo como una barrica, era un individuo grande de carnosas mejillas y robusta complexión, y el siempre exuberante Sulpicio Silano era menudo, enjuto hasta el punto que bien podría esconderse taimadamente entre algún que otro pliegue de la enorme toga de Cestio. Los menús elegidos eran invariables: un plato de verduras crudas y manzanas para Cestio y una sucesión de sopas, gachas, carnes guisadas y quesos aromáticos empapados en miel para el pequeño Silano. Cestio era gordo de nacimiento y nunca había sentido una especial inclinación hacia la comida; a menudo se preguntaba dónde diantre se metía Silano todo lo que era capaz de engullir de una sola sentada.

Mientras daba buena cuenta de una pierna de marrana, Silano dijo, sin levantar la vista:

—He recibido una carta de mi hermano en Hispania. Me cuenta que el conde Valeriano Apolinar ha finalizado allí la reconquista, y pronto estará de regreso en la capital.

—Maravilloso —dijo enigmáticamente Cestio—. Una gran fiesta triunfal será lo indicado. Un millón y medio de sestercios de un plumazo. Sesos de flamenco, salmonetes al horno sobre lecho de jacintos traídos expresamente de Sicilia, carne de ciervo gigante de las tierras del norte, vinos centenarios y todo lo demás. Todo ese dispendio por Apolinar, que desaprobará el gasto y se sentará allí, rígido como uno de esos dioses de piedra de AEgyptus, limitándose a picar de este plato o de aquel otro. Pero yo tendré que sacar el dinero, de una forma u otra. Y si no, lo harás tú, supongo.

—Mi hermano dice —continuó Silano, como si Cestio no hubiera abierto la boca—, que el ahorrativo conde Valeriano Apolinar está profundamente molesto por el recorte de los fondos militares, lo que hizo mucho más complicadas de lo necesario sus operaciones de reconquista, y que pretende hablar seriamente con su majestad en relación con un ajuste de los presupuestos interiores.

—Sería aconsejable que alguien le dijera al conde que ni lo intente.

—¿Se atrevería alguien, incluido el emperador, a poner un dedo sobre el conde Valeriano Apolinar, el héroe de la guerra de Reunificación?

—No estoy diciendo que esté en peligro —dijo Cestio—. Tan sólo que el emperador no le hará caso. Justo el otro día, el igualmente morigerado Larcio Torcuato le sacó el mismo tema al emperador en palacio. Yo no estuve presente, pero me ha llegado información. En todo caso Torcuato, ahora que forma parte del gobierno, se ha radicalizado hasta la ferocidad sobre los despilfarras del emperador, mucho más de lo que nunca lo hizo Apolinar. Así que allí estaban los dos, el cónsul y el emperador, el cónsul despotricando y gritando, el emperador riendo y riendo.

—Y de la misma manera se reiría de nosotros. Tú y yo somos los únicos dos funcionarios que nos preocupamos algo de su nivel de gastos. Aparte de Apolinar yTorcuato, por supuesto.

—Sí, todos los demás o son unos payasos o unos peleles, o sencillamente, están tan chiflados como el mismo emperador.

—Y tú y yo somos los únicos que hemos de hallar los fondos para pagar las facturas como sea. Somos los únicos que soportan la carga de la locura del emperador —dijo Silano.

—Tú lo has dicho.

—¿Y ha despedido el emperador a Torcuato por gritarle?

—Oh, no, en absoluto. Como siempre, la cosa parecía no ir con el emperador. Según me han dicho, después de que Torcuato abandonase el palacio, Demetrio le envió un regalito en señal de reconciliación: la preciosa ramera Eumenia, totalmente desnuda y cubierta toda ella de polvo de oro, sentada en un carruaje enjoyado tirado por unos corceles negros de Arabia que costaron cien mil sestercios cada uno. Dicen que a Torcuato casi le da un síncope al verlo llegar.

—Bien, pues entonces —dijo Silano—, sería mejor que reservaras algo de dinero para el regalo de Apolinar.

El conde Valeriano Apolinar, justo en aquel momento, se encontraba a cientos de kilómetros en Tarraco, la gran ciudad de Hispania, la parada final de su arrollador recorrido militar por las provincias occidentales rebeldes del Imperio. Una a una, las había ido sometiendo con un mínimo gasto de fuerza y derramamiento de sangre. Primero, en Sicilia, donde se iniciaron las revueltas en el año 2563, luego Bélgica y la Galia y, finalmente, Hispania. Su técnica había sido la misma en cada lugar. Llegaba con un pequeño ejército escogido de bravos y temibles legionarios que exigían de los gobernantes locales una renovación inmediata del juramento de lealtad al emperador. A continuación se producía la rápida detención y ejecución pública de los ocho o diez cabecillas sediciosos como ejemplo para los demás. La idea era recordar a las provincias que Roma aún era Roma, que el ejército imperial era tan firme y eficaz como lo había sido en los tiempos deTrajano, Adriano y Marco Aurelio, diecisiete siglos atrás, y que él, el conde Valeriano Apolinar, era la personificación viva de todas las antiguas virtudes romanas que habían hecho del Imperio la inmortal entidad mundial que era.

Y había funcionado. Con una serie de golpes rápidos y sangrientos, Apolinar había puesto fin (él esperaba que para siempre), al proceso lento y continuo de desmembramiento que había aquejado al Imperio durante casi un siglo, en aquella era de estupidez y disipación que empezaba a ser conocida como Segunda Decadencia.