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Kate Hoffmann

El sabor del pecado

El sabor del pecado (2007)

Historia corta incluida en la antología “Dulce pecado”

Título Originaclass="underline" Simply scrumptious (2006)

Capítulo Uno

Darcy Scott tocó el bajo delicadamente cosido de la sábana de algodón francés. La tela parecía seda y cerró los ojos e imaginó esas mismas sábanas en su piel desnuda.

De pronto en la visión apareció un hombre atractivo, un rostro familiar que había hechizado sus sueños durante años. El cuerpo desnudo estaba acurrucado contra el suyo, la pierna larga encima de sus caderas.

La observaba con somnolientos ojos azules, el pelo veteado por el sol revuelto y una sonrisa satisfecha insinuándose en las comisuras de la boca. Y cuando la aproximó, tenía los labios entreabiertos, dispuestos a cubrir los suyos.

Respiró hondo y luego maldijo para sus adentros, sacándose del ensimismamiento. En una ocasión había sido real, pero no durante mucho tiempo. Miró por encima de la mesa del restaurante y vio a su ayudante, Amanda Taylor, mirarla con sonrisa divertida.

– Son sólo sábanas -dijo Amanda.

Darcy carraspeó, tratando de desterrar la imagen de su cabeza.

– Según tú, son las mejores sábanas del mundo. ¿Cuánto cuestan?

– Ah, madame -bromeó Amanda con marcado acento francés-. ¿Quién puede ponerle precio al confort de sus huéspedes? Imagínese entre estas sábanas. ¿Querría que alguna otra cosa tocara su cuerpo desnudo? -suspiró-. Quiero decir, además de un hombre con manos sensibles, profundos ojos azules, pelo maravilloso y un realmente grande…

– ¿Cuánto? -repitió Darcy. ¡No quería más fantasías! Empezaban a interferir con los negocios y ya había tomado la decisión de anteponer su profesión a cualquier otra cosa en su vida. Simplificaba mucho las cosas.

No siempre había sido propensa a tener pensamientos de naturaleza sexual. Pero desde que había roto su compromiso un año atrás, no había disfrutado de los placeres del cuerpo de un hombre. La verdad era que llevaba exactamente cuatrocientos treinta y cinco días sin gozar de los placeres de un hombre. Jamás había querido llevar una cuenta precisa, pero la semana anterior había sentido curiosidad y había decidido calcularlo. A partir de entonces, con cada día que pasaba se sentía impulsada a añadirlo a la cuenta, incapaz de quitarse de la cabeza ese número cada vez mayor.

– Tu padre te ha dado carta blanca -dijo Amanda-, lo que significa que puedes gastar un montón de dinero.

– No quiero cometer ningún error. Mi padre puede quitarme este trabajo con la misma facilidad con que me lo dio, en especial si no controlo el presupuesto.

Darcy llevaba siendo directora del Delaford desde hacía más de dos años, la persona más joven en tener un puesto directivo en la cadena de hoteles de Sam Scott… y la única mujer. Al principio, el trabajo había sido temporal, un modo para ganar más experiencia mientras su padre buscaba a la persona adecuada que lo ocupara. Pero Darcy lo había hecho bien y su padre había retrasado encontrar un sustituto.

El Delaford era pequeño y exclusivo. Situado en un terreno asombroso, a sólo ciento cincuenta kilómetros de San Francisco, era un destino popular para las celebridades de la Costa Oeste. Exhibía un hotel lujoso, una pista de golf profesional, pistas de tenis, establos y un spa y club de salud con servicio completo. Situado en las costas de Crystal Lake, el hotel disponía de ciento ochenta habitaciones con un noventa y cinco por ciento de ocupación anual. En los últimos tres años, el restaurante de lujo había ganado la categoría de cinco tenedores y recibía a comensales de la ciudad de forma asidua.

– Puedo conseguirlas por quinientos dólares el juego siempre y cuando las vendamos en nuestra tienda de regalos -dijo Amanda-. Están por debajo de su precio mayorista. Y aguantan mucho mejor que las sábanas que usamos ahora. Cuanto más las laves, mejor sensación ofrecen. He pedido que pusieran un juego en tu cama. Duerme en ellas unas noches y llegarás a la conclusión de que son una ganga.

– Gracias -murmuró-. Las probaré.

Amanda llamó a la camarera y pidió el carrito de los postres.

– Como no estamos comiendo en el Delaford, quiero ver qué cosas sirven aquí. ¿Te unes a mí?

– Se me ocurre una idea mejor -indicó Darcy-. Vamos a hacer una promoción de San Valentín con la nueva tienda de chocolates de la ciudad. A los ganadores les ofreceremos una cena en el Winery. A cambio, la tienda hará un nuevo monograma de chocolate para nuestras almohadas.

– Buen intercambio -comentó Amanda.

Darcy asintió.

– Ellie Fairbanks debería tener algunas muestras preparadas -dejó dinero en efectivo sobre la bandeja con la cuenta y se levantó-. Mientras estamos allí, compraré un cuarto de kilo de trufas y nos daremos el capricho de comerlas.

Salieron a la brillante luz de la tarde. El día era cálido para ser primeros de febrero, con una ligera brisa fresca. Caminaron por la bonita Main Street de Austell y giraron por Larchmont Street hacia Dulce Pecado. Unas letras doradas recién pintadas adornaban el escaparate y sonó una campanilla cuando cruzaron la puerta.

El interior del local estaba en silencio y suavemente iluminado. Unos expositores brillantes de cristal mostraban una seductora variedad de chocolates. Ellie atendía a un caballero, pero saludó con la mano a Darcy.

Amanda estudió los dulces mientras Darcy pasó el tiempo estudiando los hombros anchos y la cintura estrecha del cliente que tenía delante. No podía descubrir su edad, pero llevaba con elegancia unos pantalones oscuros y un jersey ceñido, ropa que potenciaba sus extremidades largas y esbeltas.

Los dedos le hormiguearon al imaginar que los pasaba por su pelo tupido. Contuvo un gemido bajo. ¿Es que deseaba a un desconocido total? ¿qué le pasaba?

– ¿Y busca amor? -preguntó Ellie.

Darcy se asomó con cautela y vio que Ellie depositaba una cesta enorme de chocolates delante del hombre.

– La cesta es para mi hermana -explicó él con voz profunda y rica-. Es adicta a los chocolates. Tiene gemelos y creo que se automedica con dulces.

Ellie metió la cesta en una bolsa bonita con el logo de la tienda.

– Bueno, ahí hay algo especial -señaló las mitades de corazones envueltas en celofán azul-. Hay un mensaje dentro. Si encuentra su pareja antes de San Valentín, tanto usted como la dama afortunada con la otra mitad ganarán un premio romántico.

Darcy respiró hondo y la colonia con fragancia a cítricos del hombre le hizo cosquillas en la nariz. Tenía que estar soltero. Los hombres casados no olían tan bien.

– Bueno, Ellie -dijo el hombre-. Agradezco el detalle, pero no busco ningún romance.

– Bueno, ¿quién sabe? Quizá el romance lo busque a usted -repuso Ellie. Le dedicó una sonrisa a Darcy y luego eligió una mitad de corazón y la metió en la bolsa del cliente.

Él rio entre dientes y recogió la compra. Pero Darcy no se había dado cuenta de lo cerca que estaban. Al volverse él, quedó directamente en su camino. Con celeridad se apartó hacia la izquierda al tiempo que él lo hacía hacia su derecha. La pequeña danza continuó durante unos pocos pasos más silenciosos, hasta que Darcy se arriesgó a mirarlo.

Se le cortó el aliento cuando sus ojos se encontraron… ojos que había visto en una fantasía hacía apenas diez minutos. Poco había cambiado en diez minutos… o en cinco años. Kel Martin seguía teniendo el tipo de atractivo que le aflojaba las rodillas a una mujer. El pelo, por lo general corto durante la temporada de béisbol, en ese momento le caía con descuido sobre la frente. Y los ojos azules eran aún más azules, si eso era posible.

– Ahora que hemos dominado los dos pasos, ¿te gustaría probar un tango? -bromeó con sonrisa juvenil.

La sonrisa la hizo temblar por dentro.