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– No… -volvió a respirar hondo- no soy feliz.

– ¿Y eso cuando te ha supuesto una diferencia? Trabajas sin descanso, nunca te tomas unas vacaciones, planeas cada minuto de tu vida… Es normal que no seas feliz. ¿Quién podría serlo en tu lugar? Pero así es como a ti te gusta Caley.

– Ya no -dijo ella-. Esa vida ha dejado de gustarme -de repente la invadió el pánico. ¿Estaría haciendo lo correcto? ¿De vendad estaba lista para abandonar? Los oídos empezaron a zumbarle y por un momento pensó que iba a perder el conocimiento-. Tengo… tengo que colgar. Te llamaré cuando vuelva y discutiremos los detalles. Adiós, Brian.

Aparcó rápidamente en el arcén y bajó la ventanilla para llenarse los pulmones de aire. Durante el último mes había estado luchando contra esos ataques de pánico, que se habían convertido en algo cotidiano. Al principio los había atribuido al estrés de pertenecer a la empresa, a la vida en Nueva York, a sus dudas con Brian. Pero en el fondo sabía que nada de eso era la causa.

El sonido de una sirena la sobresaltó. Miró por el espejo retrovisor y vio un coche patrulla deteniéndose tras ella. Ni siquiera se había acercado al límite de velocidad. Pero quizá había derrapado con demasiada brusquedad en la nieve, al girar hacia el arcén. Por el espejo lateral vio cómo el policía se bajaba del coche y se acercaba a su vehículo. Un estremecimiento la recorrió al recordar las noticias de asesinos en serie que se hacían pasar por policías, pero se obligó a apartar ese pensamiento. Estaba en North Lake. Aquellas cosas pasaban en Nueva York, no en Wisconsin.

El agente llegó junto a ella y golpeó la ventanilla con su linterna. Caley presionó el botón y el cristal descendió un centímetro.

– Enséñeme su placa -le exigió.

Él se la mostró y Caley se la arrebató. Parecía real. Bajó un poco más la ventanilla y se la devolvió.

– Su carné de conducir y los papeles del vehículo, por favor.

– No… no sé si tengo los papeles -balbuceó ella-. Es un coche alquilado -sacó el carné de la cartera y abrió la guantera-. Lo alquilé en Seepy Rental, en O'Hare. Aquí tengo el contrato de alquiler -le entregó los papeles y lo miró-. No iba tan deprisa.

– Estaba hablando por un teléfono móvil -replicó él-. Va contra las leyes que tenemos en North Lake. ¿Ha estado bebiendo, señorita?

– No -respondió ella, sorprendida por la pregunta-. Me salí de la carretera porque estaba cansada. Necesitaba respirar aire fresco.

El agente examinó atentamente su carné.

– Caroline Lenore Lambert -murmuró-. ¿Es usted Caley Lambert? -dirigió la linterna hacia su cara y Caley entornó los ojos.

– Sí.

– ¿De los Burtbert?

– Sí.

El agente apagó la linterna y se inclinó con una sonrisa amistosa.

– Vaya, ¿no me recuerdas? -se señaló el nombre en la chaqueta-. Soy Jeff Winslow. Salimos unas cuantas veces el verano de… bueno, no importa. Te llevé a pasear en barca. Encallamos cerca de Raspberry Island y tú me llamaste idiota y me tiraste una lata de refresco a la cabeza.

Caley lo recordaba muy bien. Había sido como quedarse sin gasolina en una carretera desierta. También recordaba que Jeff Winslow había intentado besarla y luego la había reprendido por comportarse como una mojigata. Casi todos los chicos con los que Caley había salido aquel verano le habían servido para un único propósito… darle celos a Jake Burton.

– Pues claro -dijo-. Jeff Winslow. Cielos… ¿ahora eres policía? Qué irónico resulta, después de todos los problemas que causabas.

– Sí… Una juventud malgastada. Pero me reformé a tiempo y conseguí un título en Criminología. Estuve trabajando para el Departamento de Policía de Chicago, hasta que me enteré de que estaban buscando un jefe de policía aquí y pensé «qué demonios». Ya me habían disparado cuatro veces en Chicago -se echó a reír-. Parece que vas a tener suerte…

– ¿Suerte?

Él cerró su libreta y se la guardó en el bolsillo trasero.

– Voy a dejar que te vayas con una simple advertencia -le devolvió el carné de conducir-. Siempre que me prometas que no hablarás por el móvil mientras estés conduciendo. Va contra las leyes del estado y puede ser una falta muy grave.

– Gracias -dijo Caley.

– Bueno, ¿y qué ha sido de tu vida? La última vez que te vi en North Lake acababas de terminar el instituto.

– Trabajo en Nueva York. No he vuelto mucho por aquí.

– Lástima -repuso Jeff-. Es genial vivir en la ciudad, pero nunca llegué a apreciar realmente este lugar hasta que me marché. Hay algo especial en North Lake… se respira paz -se encogió de hombros y tocó la ventanilla con el dedo-. Conduce con cuidado, Caley. Las carreteras están muy resbaladizas. Y si te vuelvo a pillar hablando por el móvil, tendré que ponerte una multa.

– Entendido -dijo Caley.

– Buenas noches.

Por un momento Caley pensó que iba a decirle algo más, pero él se dio la vuelta y volvió a su coche patrulla. Unos segundos después, las luces dejaron de girar y Caley volvió a la carretera. No tardó en ver la indicación de West Shore Road y tomó el desvío, seguida a cierta distancia por Jeff.

Las casas que se alineaban junto a la orilla estaban a oscuras, casi todas ellas deshabitadas durante los meses de invierno, y Caley escudriñó los buzones a través de la nieve. Pasó junto al camino de entrada de los Burton, vecinos de sus padres, y subió por la pequeña pendiente entre los árboles sin hojas, conteniendo la respiración hasta que detuvo finalmente el coche. Una luz brillaba débilmente al final del camino. El agente Jeff siguió por la carretera, aparentemente satisfecho de que Caley hubiera llegado a su destino.

Apagó el motor y contempló la casa a través del cristal helado del coche. En invierno ofrecía una imagen aún más pintoresca. El tejado cubierto de nieve, los carámbanos colgando de los canalones sobre la blanca fachada de madera… Mirándola, Caley supo que sería imposible trabajar mientras estuviera allí con su familia. Y aunque necesitaba un respiro laboral, sabía que no podía permitírselo. De modo que había reservado una habitación para la noche siguiente en el hotel del pueblo. Entre los tres niños de Evan y el escándalo de su ruidosa familia, Caley estaba convencida de que necesitaría un lugar donde refugiarse.

Salió del coche y agarró las bolsas del asiento trasero. No pudo evitar una mirada por encima del hombro hacia la casa de los Burton. Había una luz encendida en la cocina, pero el resto estaba a oscuras. Sin duda Ellis y Fran Burton estarían en la fiesta de aniversario, pero aunque no había ningún motivo para invitar también a sus hijos, Caley se preguntó si habría alguna posibilidad de ver a Jake… y qué ocurriría si así fuera. ¿Se acordaría Jake de aquella noche en la playa, o se comportaría como si nada hubiera sucedido?

Habían pasado once años, pensó Caley. Era hora de dejarlo atrás. Se había enamorado siendo una cría, y no había vuelto a ver a Jake desde la noche antes de marcharse a la Universidad de Nueva York. Hasta ahora, el recuerdo de aquella noche siempre la había sumido en el remordimiento y la humillación. Pero ahora eran adultos, y si él quería revivir aquella indiscreción adolescente, ella tendría que negarse. Jake había cometido muchos errores en su juventud y no querría sacarlos a la luz delante de su familia. Caley intentó recordar algunos de ellos por si acaso necesitaba algo con lo que atacar.

Se habían metido en toda clase de problemas. Incluso ahora, Caley seguía sorprendiéndose de no haber acabado siendo una delincuente juvenil. Pero Jake y ella habían formado una pareja y ella había sido la única de los Burtbert que había aceptado sus desafíos.

Sonrió. Una vez habían atrapado una ardilla y la habían soltado en el coche del jefe de policía. En otra ocasión le habían robado una bicicleta al abusón del pueblo. A la mañana siguiente, el chico encontró la bici balanceándose en el agua, junto a la playa pública. Aquella proeza les hizo ganarse la admiración de muchos, aunque nunca admitieron ser los responsables. Y otras muchas veces se refugiaban en su «fortaleza», una cabaña abandonada en la orilla oriental del lago.