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Pero me vi en la necesidad de filmar algo distinto, cuando todavía caminábamos hacia el sitio del accidente de Martin. Allí no había dos aviones, sino uno, el canario plateado de Martin, su veterano polar de alas en forma de delta. Pero a su lado se encontraba la colina color frambuesa que yo ya conocía y que lanzaba espumas. Esta humeaba, cambiaba sus tonos y pulsaba, como si respirara. Llamaradas blancas corrían por su superficie como las chispas de los trabajos de soldadura.

– ¡No se acerquen! -les advertí a Zernov y Martin cuando ellos trataron de aventajarme.

El cáliz invertido ya había extendido su barrera de protección invisible. Martin, quien se había lanzado hacia adelante, se encontró con ella y empezó a aminorar el paso; Zernov, simplemente, hizo una genuflexión de rodillas. Pese a ello, ambos esforzábanse por moverse hacia adelante y vencer la fuerza que los aplastaba contra el suelo.

– ¡Demonios! ¡La sobrecarga es por lo menos de diez "g"! -exclamó Martin, dándose la vuelta hacia mí y sentándose en el suelo.

Zernov retrocedió, secándose el sudor de la frente.

Sin detener el rodaje de la película, contorneé la colina y tropecé con el cuerpo muerto, o quizás herido, del doble de Martin. El llevada puesta, igual que Martin, la misma cazadora de nylon de piel sintética y estaba cubierto por una fina capa de nieve, a unos tres o cuatro metros del avión adonde lo había llevado Martin asustado.

– ¡Vengan acá! ¡está aquí! -les grité. Martin y Zernov se acercaban corriendo en mi dirección, o más bien resbalaban por el patinadero, balanceando los brazos como el que por primera vez camina sobre el hielo sin patines. Aquí también, la nieve granulosa y blanda cubría someramente la capa lisa de hielo.

En ese instante ocurrió algo completamente nuevo para mi visor y para mí. Un pétalo morado se separó de la flor vibrante, se elevó, se ensombreció, transformándose en un cartucho purpúreo, se extendió, y una serpiente viva de cuatro metros de longitud con la boca abierta tapó el cuerpo rígido que yacía ante nosotros. Por un minuto o dos el tentáculo, a guisa de serpiente, chisporroteó y burbujeó, luego se separó de la tierra sin que se pudiera ver nada dentro de su bocaza de casi dos metros de longitud: solamente un vacío color violeta. Parecía una campana sumamente alargada que cambiaba de forma ante nuestros ojos: ahora era un cartucho, a poco un pétalo que vibraba por los embates del viento, y que se pegó finalmente al cáliz. Lo único que quedó sobre la nieve fue la huella, la silueta deforme del hombre que yacía allí.

Yo continuaba filmándolo todo, esforzándome por captar la transformación final. Ya ésta empezaba. La flor se separó de la tierra y comenzó a elevarse, invirtiéndose hacia arriba. Esta campana, inflándose en el aire, estaba vacía.

Pudimos notar claramente que dentro de ella no había nada. Vimos sus entrañas color rosa y sus delgados bordes que se expandían con delicadeza. Ahora se transformará en una nube rosada y desaparecerá tras las nubes verdaderas, y en la tierra quedará tan sólo un avión y un piloto. Eso fue exactamente lo que sucedió.

Zernov y Martin estaban de pie rígidos, taciturnos y conmovidos, justamente como yo cuando aquella mañana lo viví por primera vez. A mi parecer, Zernov se estaba acercando ya a la resolución del enigma. Yo, por el contrario, tenía ante mis ojos sólo una pequeña lucecita de posibilidad para comprender. Esta lucecita no alumbraba, sino que me insinuaba los contornos fantásticos, pero lógicos, de un cuadro admisible. Martin estaba simplemente oprimido por el terror, terror infundido, no tanto por lo que había visto, como por el pensamiento de que lo visto había sido fruto de su imaginación desordenada. Posiblemente anhelaba preguntar algo: su mirada espantada se detenía en mí y en Zernov; finalmente Zernov sonrió como invitándole a preguntar. Y Martin preguntó:

– ¿A quién maté?

– Admitiremos que no mató a nadie -respondió Zernov sonriendo.

– Pero, éste era un hombre, un hombre vivo -repitió Martin.

– ¿Está usted seguro? -inquirió Zernov. Martin estaba confuso:

– No lo sé.

– Vaya, vaya. Yo diría que él es un ser de vida temporal. La misma fuerza que lo creó, lo destruyó.

– Pero, ¿por qué? -pregunté cauteloso.

El respondió con una exasperación que no le era habituaclass="underline"

– ¿Cree que yo sé más de lo que sabe usted? Revele usted la película y veremos lo que ésta nos dice.

– ¿Y cree usted que de ese modo podremos comprenderlo? -quise saber, sin ocultar la ironía.

– Es posible -respondió pensativo. Y echó a andar sin invitarnos a seguirle.

Nos miramos mutuamente y echamos a andar tras él.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó Martin con familiaridad, tomándome por el brazo. Debió de haber notado que éramos de la misma edad.

– Yuri.

– Yuri, Yuri -repitió el-. Se recuerda fácilmente. Mi nombre es Don. Yuri, ¿piensas que aquello era un ser vivo?

– Sí.

– ¿Es un ser de esta región?

– No lo creo. Ninguna expedición ha visto cosa igual.

– Entonces, un forastero. ¿De dónde vino?

– Pregúntale a alguien más inteligente que yo.

Ya me cansaba su palabrería. Sin embargo, él no se ofendió.

– ¿Qué crees que era aquello, un gas o una jalea?

– Deberías saberlo mejor que yo, porque ¿quién fue el primero en tratar de coger la muestra?

Se rió.

– No le aconsejaría a nadie hacer tal cosa. A veces pienso por qué aquella nube no me tragó. Ella sólo me retuvo en su boca y luego me escupió.

– Creo que la nube no te encontró muy sabroso.

– Sin embargo se tragó al otro.

– No lo sé -repuse.

– Tú lo viste, pues.

– Yo sólo vi que lo cubrió, pero no vi que se lo tragara. Diría más bien que lo disolvió… o lo volatilizó.

– ¿Qué grado de temperatura se necesita para eso?

– ¿La mediste tú?

Como fulminado por una idea que cruzó por su mente, Martin se detuvo.

– ¿Para derretir un avión como ése? ¿En tres minutos? A propósito, éste fue construido de duraluminio superresistente.

– ¿Estás completamente seguro de que aquel aparato fue construido de duraluminio y no del vacío?

Martin no me comprendió. Le dejé en la incertidumbre. Marchamos en silencio hasta la tienda de campaña. Al llegar a ella notamos que allí también había sucedido algo extraño. Quedé sorprendido por la postura extraña de Anatoli: encogido sobre el cajón de briquetas y castañeteando ruidosamente los dientes de terror o de frío. El horno se había apagado ya; sin embargo, dentro de la tienda todavía se sentía el calor que despidió.

– ¿Qué le sucede, Diachuk? -preguntó Zernov-. Encienda el horno si es que tiene frío.

Anatoli no respondió; se sentó en cuclillas ante el horno como hipnotizado.

– Estamos jugando a los locos -dijo Vanó desde su refugio de piel, quien parecía bastante vivaz y alegre.

– Nosotros también hemos tenido visita -agregó e hizo un gesto en dirección a Anatoli.

– ¡No he tenido a nadie! ¡Mejor sería que hablaras de ti mismo! -chilló Anatoli, y se volvió hacia nosotros. Su rostro estaba crispado, distorsionado, como si quisiera llorar.

Vanó se puso un dedo en la sien y le dio un giro, insinuando que Anatoli había enloquecido.

– Los sentidos de este individuo están estropeados -afirmó, y dirigiéndose a Anatoli agregó-: No arrugues el rostro; me callo. Cuenta tú mismo la historia si quieres -y se dio la vuelta hacia nosotros-: Yuri, a mí se me desordenaron también los sentidos cuando te vi duplicado. Fue demasiado terrible para mí y corrí de regreso. ¡Pero qué terrible! A poco bebí alcohol, me acosté y abrigué con la cazadora. Quería dormir, pero no podía. Dormitaba y no dormitaba; sin embargo, veía un sueño, un sueño largo, cómico y terrible. Tenía la impresión de que bebía jalea, una jalea obscurísima, no roja, sino violeta. Tanta era la cantidad de jalea, que me llenaba hasta la cabeza y casi me ahogaba. No acierto a precisar el tiempo que duró todo eso. Pero tan pronto como abrí mis ojos, noté que todo estaba en orden, solitario, frío y sin ustedes. Entonces, de repente, entró él. Mi propia fisonomía, como si me viera ante un espejo, aunque sin cazadora y sin botas.