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Mis compañeros habían elegido para su campamento un sitio muy apropiado, distante a un cuarto de hora en esquíes con viento favorable. La tienda de campaña estaba instalada en una gruta que la defendía del viento por tres lados. Pero la gruta de por sí producía una extraña impresión: era un cubo con paredes de hielo cuidadosamente cortadas, como si hubiesen sido pulidas con un cepillo, sin carámbanos ni salientes. Zernov, en silencio, golpeó el corte geométricamente correcto del hielo con el agudo bastón de esquiar, como si insinuara que la naturaleza no es capaz de realizar tales trabajos.

Vanó no se encontraba en la tienda de campaña y todo estaba en desorden. El horno y la caja con briquetas rodaban por el suelo, los esquíes estaban dispersos y la cazadora de conductor tirada en la entrada. Esto nos desconcertó y nos puso en guardia. Sin quitarnos los esquíes, corrimos en busca de Vanó, a quien encontramos cerca de la pared de hielo. Este estaba tendido sobre la nieve, abrigado sólo con un suéter. Su rostro sin afeitar y la cabellera negra cubierta por una fina capa de nieve. En su mano, separada del cuerpo, apretaba un cuchillo manchado de sangre congelada. En la nieve, cerca de su hombro, notábase una mancha de sangre. La nieve a su alrededor había sido pisoteada y todas las huellas que en ésta se veían eran de Vanó. Lo notamos por el tamaño gigantesco de sus zapatos. Él estaba vivo. Cuando lo levantamos del suelo empezó a gemir, aunque no abrió los ojos. Por cuanto yo era el más fuerte, me lo subí a los hombros y eché a andar, en tanto que Anatoli lo sostenía por detrás de mí. Cuando llegamos a la tienda de campaña le despojamos del suéter: la herida era superficial y había perdido poca sangre. La sangre del cuchillo pertenecía posiblemente a su contrarío. Nosotros no temíamos tanto por la pérdida de sangre como por el sobreenfriamiento, porque desconocíamos el tiempo que había permanecido sobre la nieve. Pero, por suerte, el frío no era muy intenso y él poseía una contextura física bastante desarrollada. Frotamos su cuerpo con alcohol y, separando sus apretados dientes, le obligamos a beber un vaso lleno de éste. Vanó tosió, abrió los ojos y farfulló unas palabras en su idioma georgiano.

– ¡No te muevas! -le gritamos, en tanto que lo introducíamos en la bolsa de dormir, dejándolo como una momia.

– ¿Dónde está él? -preguntó de repente en ruso al volver en sí.

– ¿Quién? ¿De quién hablas?

No pudo responder, las fuerzas le abandonaron y comenzó a delirar. Era imposible comprender algo en el caos de palabras rusas y georgianas.

– La Reina de las Nieves… -llegué a oír.

– Está delirando -dijo acongojado Anatoli.

Sólo Zernov se mantenía en calma.

– Hombre de hierro -afirmó Zernov refiriéndose a Vanó, aunque hubiera podido aplicar esas palabras a sí mismo.

Decidimos aguardar hasta la noche antes de emprender el viaje, tanto más que la mañana y la noche tenían la misma claridad y Vanó necesitaba dormir: el alcohol empezaba a actuar. Un sueño extraño se apoderó también de nosotros. Anatoli gruñó, se metió en el saco de dormir y quedó inmóvil. Zernov y yo nos esforzamos por permanecer despiertos, fumamos un cigarrillo, hasta que, finalmente, nos acostamos, después de reírnos al mirarnos mutuamente.

– Descansaremos una horita y luego emprenderemos el camino.

– Bien, boss, dormiremos una hora.

El silencio se apoderó de nosotros.

Por una razón desconocida, ni él ni yo expresábamos ideas sobre lo ocurrido a Vanó. Como confabulados, rechazábamos los comentarios; empero, a pesar de todo, yo estaba convencido de que pensábamos en lo mismo. ¿Quién fue el enemigo de Vanó? ¿Y de dónde llegó al desierto polar? ¿Por qué Vanó fue encontrado desabrigado fuera de la gruta? ¿Por qué no tuvo tiempo de ponerse la cazadora? ¿Significaba esto que la lucha empezó dentro de la tienda de campaña? ¿Qué sucedió antes de eso? ¿Por qué Vanó tenía un cuchillo ensangrentado en la mano? Era bastante extraño, debido a que Vanó, pese a su natural excitabilidad, no habría utilizado el arma a menos que se hubiera visto obligado a ello. ¿Qué le obligó a hacerlo? ¿El deseo de auxiliar a alguien o la necesidad de defender su vida frente a bandidos? Pero esto es absurdo. ¿Quién puede realizar asaltos en el desierto polar donde la amistad es una ley en cada encuentro? ¿Y si fue obra de un criminal fugitivo de la justicia? De nuevo es absurdo. Ningún gobierno deporta criminales a la Antártida y huir a este desierto polar por iniciativa propia a fin de evadir la justicia es prácticamente imposible. Quizás el enemigo de Vanó fue un náufrago que perdió la razón a causa de la soledad. Pero no hemos recibido ninguna información sobre naufragios en las cercanías de la costa antártica. ¿Y de qué modo un náufrago pudo llegar tan lejos de la costa, al interior del continente helado? Zernov posiblemente se hacía estas mismas preguntas, pero callaba; yo también guardaba silencio.

En la tienda no hacía frío (el horno estaba todavía caliente) ni había oscuridad. La luz que penetraba a través de las minúsculas ventanas de mica no iluminaba en realidad a los objetos, pero ayudaba a distinguirlos en el opaco crepúsculo. Sin embargo, gradualmente o al instante -yo no noté ni cómo ni cuándo- el crepúsculo, sin adquirir un tono más denso y oscuro, fue tornándose color violeta, como si alguien disolviera granos de manganeso en el aire. Quería levantarme, empujar a Zernov y gritarle, pero no podía: algo me apretaba la garganta, aplastaba y presionaba contra el suelo, lo mismo que en la "Jarkovchanka" cuando recobraba el conocimiento. En aquel momento me parecía que alguien me atravesaba con la mirada, me llenaba por completo, mezclándose con todas las células de mi cuerpo. Ahora, utilizando esos mismos símbolos descriptivos, alguien me miró el cerebro y se alejó. La niebla brumosa se alejó también, abandonándome dentro de un capullo color violeta: yo podía mirar, pero era incapaz de ver algo; podía pensar en lo que había sucedido, pero era impotente para comprender qué sucedió en realidad; podía moverme y respirar, pero sólo dentro de los límites de mi capullo. La más pequeña intromisión en las tinieblas de color violeta, provocaba una reacción semejante a un choque eléctrico.

Ignoro el tiempo que se prolongó este estado, porque no miré mi reloj. De improviso el capullo se abrió y me dejó ver la tienda de campaña y a mis compañeros, que dormían rodeados por la misma niebla brumosa, que ya no era violeta. Algo me empujó, obligándome a salir del saco en que dormía, tomar la cámara de filmar y echarme corriendo hacia afuera de la tienda. La nieve caía, el cielo estaba cubierto por turbulentos cúmulos. Sólo a lo lejos, en el cénit, divisábase la mancha rosada tan familiar para mí. Se mostró y desapareció. Quizás todo esto fuera un sueño.

Cuando retorné, Anatoli, bostezando a toda boca, se encontraba sentado sobre el trineo y Zernov salía lentamente de su saco. Este último echó una mirada rápida a mi cámara y a mí y, como siempre, no dijo nada. Anatoli, a través de su bostezo, dijo:

– ¡Qué sueño más extraño vi, compañeros! Como si durmiera y no durmiera. Yo quería dormir, pero era incapaz de hacerlo. Me encontraba desvanecido y no veía nada, ni la tienda de campaña ni a ustedes, como si sobre mí hubiera caído algo viscoso, espeso y denso, parecido a la jalea. No era ni frío ni caliente: era intangible. Y esa cosa me llenó por completo, dándome la impresión de que me disolvía. Me sentía como en un estado de imponderabilidad en el que nadara o flotara. Y no me veía a mí mismo ni me sentía. Yo estaba aquí, y no existía. Es cómico, ¿verdad?

– Es bastante curioso -señaló Zernov y se dio la vuelta.

– ¿No vio usted nada? -le pregunté.

– No. ¿Y usted?

– Ahora no, pero en la cabina, justamente antes de despertarme, sentí lo mismo que ha sentido Anatoli hace unos minutos. Imponderabilidad, intangibilidad, ni sueño, ni realidad.