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– Por última vez, Gully, no hay ningún nuevo novio.

Colgó y efectuó otra llamada… a su nuevo novio.

Joseph Marcus estaba tan enganchado al trabajo como ella. Tenía programado tomar un avión a primera hora del día siguiente, de modo que se imaginó que estaría trabajando en su despacho hasta tarde, poniéndolo todo en orden antes de ausentarse varios días. Tenía razón. Cogió el teléfono del despacho al segundo tono.

– ¿Te pagan las horas extras? -le preguntó, bromeando.

– ¿Tiel? Hola. Me alegro de oírte.

– Es muy tarde. Temía que no respondieras.

– Un acto reflejo. ¿Dónde estás?

– En medio de la nada.

– ¿Va todo bien? ¿Has tenido algún problema con el coche o algo por el estilo?

– No, todo marcha estupendamente. Te llamaba por un par de cosas. Primero, porque te echo de menos.

Era la estrategia a seguir. Dejar claro que el viaje seguía en pie. Dejar claro que se trataba de un retraso, no de una cancelación. Asegurarle que todo era maravilloso, luego informarle del pequeño cambio en sus planes de escapada romántica.

– Si me viste anoche.

– Pero muy poco tiempo, y ha sido un día muy largo. En segundo lugar, llamaba para recordarte que pongas un bañador en la maleta. La sauna de los apartamentos es pública.

Después de una pausa, le dijo éclass="underline"

– De hecho, Tiel, te agradezco que llames. Necesitaba hablar contigo.

Algo en ese tono de voz impidió a Tiel seguir diciendo tonterías. Dejó de hablar y esperó a que fuese él quien llenase el silencio que se prolongaba entre los dos.

– Podría haberte llamado hoy al móvil, pero no es el tipo de cosas que… El hecho es que… Y estoy fatal por esto. No te imaginas cuánto lo siento.

Tiel estaba con la mirada clavada en las innumerables perforaciones del metal que rodeaba el teléfono.

Permaneció tanto rato mirándolas fijamente que los agujeritos empezaron a juntarse. Absorta, se preguntó para qué servirían.

– Me temo que no puedo escaparme mañana.

Ella había estado conteniendo la respiración. Y soltó el aire, liberada. Aquel cambio de planes le aliviaba la culpabilidad que sentía por tener que ser ella quien los cambiara.

Sin embargo, antes de que pudiera hablar, prosiguió éclass="underline"

– Sé las ganas que tenías de hacer este viaje. Igual que yo -se apresuró a añadir.

– Permíteme que te lo ponga más fácil, Joseph. -Tímidamente, se confesó-: La verdad es que llamaba para decirte que necesito un par de días antes de llegar a Angel Fire. De modo que no pasa nada si lo retrasamos un poco. ¿Crees que podríamos reunimos, pongamos… el martes en lugar de mañana?

– No entiendes lo que pretendo decirte, Tiel. No podemos reunimos.

Los agujeritos volvieron a juntarse.

– ¡Oh! Ya veo. ¡Qué desilusión! Bueno…

– La situación es muy tensa. Mi esposa encontró el billete de avión y…

– ¿Perdón?

– He dicho que mi esposa encontró…

– ¿Estás casado?

– Bueno…, sí. Pensé que lo sabías.

– No. -Notaba los músculos de la cara rígidos e inflexibles-. No habías mencionado la existencia de la señora Marcus.

– Porque mi matrimonio no tiene nada que ver contigo, con nosotros. Hace mucho tiempo que no es un matrimonio de verdad. En cuanto te explique mi situación en casa, lo comprenderás.

– Estás casado. -Esta vez era una afirmación, no una pregunta.

– Tiel, escucha…

– No, no, no pienso escuchar, Joseph. Lo que voy a hacer es colgarte, hijo de puta.

Se aferró al auricular que diez minutos antes había sido tan reacia a tocar, y siguió así incluso después de devolverlo a su sitio. Se apoyó en el teléfono, su frente presionaba con fuerza el metal perforado mientras sus manos sujetaban el grasiento auricular.

Casado. Parecía demasiado bueno para ser verdad, y lo era. El guapo, encantador, simpático, ingenioso, atlético, exitoso y económicamente seguro Joseph Marcus estaba casado. De no ser por un billete de avión, habría tenido un romance con un hombre casado.

Reprimió las náuseas y dedicó un momento más a recuperarse. Más tarde mimaría su ego herido, se recriminaría ser tan ingenua y lo maldeciría hasta no poder más. Pero en aquel momento tenía trabajo que hacer.

La revelación de Joseph la había dejado tambaleándose de incredulidad. Estaba inmensamente furiosa. Se sentía terriblemente herida, pero lo que por encima de todo la incomodaba era su candidez. Razón de más para no permitir que aquel hijo de puta influyera en su rendimiento profesional.

El trabajo era su panacea, su apoyo vital. Si estaba feliz, trabajaba. Si estaba triste, trabajaba. Si estaba enferma, trabajaba. El trabajo era la cura de todas sus enfermedades. El trabajo era el remedio para todo…, incluso para una congoja tan profunda que la hacía sentirse como si estuviese a punto de morir.

Lo sabía perfectamente.

Recuperó su orgullo, junto con las notas sobre la historia de Dendy y las instrucciones que Gully le había dado para llegar a Hera, Texas, y se obligó a ponerse en marcha.

En comparación con la penumbra del pasillo, la iluminación con fluorescentes del supermercado resultaba desmesuradamente brillante. El vaquero se había ido. La pareja de ancianos estaba hojeando las revistas. Los dos hombres de habla hispana comían sus burritos y conversaban entre sí en voz baja.

Tiel intuyó sus miradas abrasadoras al pasar por su lado de camino a las neveras. Uno le dijo algo al otro que le llevó a reírse con disimulo. Era fácil imaginar la naturaleza del comentario. Afortunadamente, su español estaba muy oxidado.

Abrió la puerta de la nevera y seleccionó para el camino un paquete de seis refrescos de cola de alto voltaje. De uno de los estantes con tentempiés eligió una bolsa de pipas de girasol. En la universidad había descubierto que abrir las pipas saladas para extraer de ellas la semilla era un ejercicio manual que la ayudaba a mantenerse despierta mientras estudiaba. Esperaba que el remedio surtiera también efecto mientras conducía aquella noche.

Se debatió entre comprar o no una bolsa de caramelos recubiertos de chocolate. El mero hecho de que el asqueroso hombre con el que llevaba semanas saliendo resultara estar casado no significaba que pudiera utilizarlo como excusa para darse un atracón. Por otro lado, si alguna vez había merecido permitirse un capricho…

La cámara de seguridad situada en la esquina del techo explotó en mil pedazos de vidrio y metal.

Por instinto, Tiel dio un salto hacia atrás para protegerse de aquel ruido ensordecedor. Pero la cámara no había explotado sola. Acababa de entrar un joven y le había disparado con una pistola. El pistolero apuntó a continuación hacia la cajera, que lanzó un grito agudo antes de que el sonido pareciera congelarse en su garganta.

– Esto es un atraco -dijo en un tono melodramático, y en cierto sentido innecesario, ya que estaba claro que lo era.

Y a la joven que lo acompañaba, le dijo:

– Sabra, vigila a los demás. Avísame si alguien se mueve.

– De acuerdo, Ronnie.

«Tal vez muera -pensó Tiel-. Pero al menos tendré mi historia».

Y no tendría que desplazarse hasta Hera para conseguirla. Le había llegado sola.

Capítulo 2

– ¡Usted! -Ronnie Davison apuntó con la pistola en dirección a Tiel-. Venga aquí. Tiéndase en el suelo.

Incapaz de moverse, se limitó a mirarle boquiabierta. Soltó la bolsa de pipas de girasol y el paquete de refrescos, gateó hasta el lugar indicado y se colocó tal y como se le ordenaba. Pasado el susto inicial, se mordió la lengua para no preguntarle por qué estaba complicando el secuestro con un robo a mano armada.

Pero dudaba de que en aquel momento el joven estuviera receptivo a preguntas. Además, hasta que no supiese lo que tenía pensado para ella y los demás testigos, quizá fuera mejor no revelar que era periodista y que conocía su identidad y la de su cómplice.