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Janet Evanovich

Qué Vida Ésta

Hard Eight

1

ÚLTIMAMENTE HE DEDICADO mucho tiempo a rodar por el suelo con hombres que creen que tener una erección representa un crecimiento personal. Esos revolcones no tienen nada que ver con mi vida sexual. Esos revolcones son lo que termina pasando cuando una detención sale mal y una intenta, con un último esfuerzo físico, reducir a un tipejo rudo y malvado que sufre una disfunción congénita del lóbulo frontal.

Me llamo Stephanie Plum y me dedico a la persecución de fugitivos… Trabajo para mi primo, Vinnie, como agente de cumplimiento de fianzas, para ser exactos. No sería un mal empleo, si no fuera porque la consecuencia inmediata de la violación de una fianza es el encarcelamiento, y a los fugitivos no les suele gustar la idea. Lógico. Para persuadir a los fugitivos de que vuelvan al redil, normalmente les convenzo de que se pongan esposas y grilletes en los tobillos. Esto funciona bastante bien la mayor parte de las veces. Y si se hace como tiene que ser, suele evitar el rollo de los revolcones por el suelo.

Desgraciadamente, hoy no ha sido uno de esos días. A Martin Paulson, de ciento treinta kilos de peso y uno ochenta de estatura, le arrestaron por estafa con tarjeta de crédito y por ser un tipo absolutamente impresentable. No había comparecido ante el juez la semana anterior y eso le había puesto en mi «Lista de los más buscados». Dado que Martin no tiene demasiadas luces, no había sido muy difícil dar con él. De hecho, Martin estaba en su casa haciendo lo que mejor sabe hacer: robar artículos por Internet. Había conseguido ponerle las esposas y los grilletes y meterle en mi coche. E incluso había conseguido llevarle hasta la comisaría de policía de la avenida North Clinton. Lamentablemente, cuando intenté sacar a Martin del coche se tiró al suelo y en aquel momento rodaba sobre la barriga, atado como un pavo en Navidad, incapaz de ponerse de pie.

Nos encontrábamos en el estacionamiento adyacente a las oficinas municipales. La puerta trasera que conducía al oficial de guardia estaba a menos de quince metros. Podría gritar pidiendo ayuda, pero me convertiría en el blanco de las bromas de los polis durante días. Podría quitarle las esposas o los grilletes, pero no me fiaba de Paulson. Estaba muy cabreado, con la cara congestionada, profiriendo maldiciones y soltando amenazas obscenas y espeluznantes gruñidos animales.

Yo estaba de pie, observando el forcejeo de Paulson mientras intentaba decidir qué demonios iba a hacer, porque para levantar del suelo a ese tipo iba a hacer falta una grúa como mínimo. Y en ese momento Joe Juniak entró en el aparcamiento. Juniak, antiguo policía, es ahora el alcalde de Trenton. Es unos cuantos años mayor que yo y unos treinta centímetros más alto. Un primo segundo de Juniak, Ziggy, está casado con mi prima política, Gloria Jean. O sea, que somos casi parientes… muy lejanos.

La ventanilla del conductor se abrió y Juniak me sonrió haciendo un gesto con los ojos hacia Paulson.

– ¿Es tuyo?

– Sí.

– Está mal aparcado. Tiene el culo encima de la línea blanca.

Toqué a Paulson con la punta del pie y él empezó a balancearse otra vez.

– Está averiado.

Juniak salió del coche y levantó a Paulson por los sobacos.

– No te importará que adorne esta anécdota cuando la cuente por toda la ciudad, ¿verdad?

– ¡Claro que me importa! Recuerda que voté por ti -dije-. Y además somos casi parientes.

– No cuentes conmigo, cariño. Los polis vivimos para estas cosas.

– Ya no eres poli.

– Cuando eres poli lo eres para toda la vida.

Paulson y yo nos quedamos mirando cómo Juniak se volvía al coche y se largaba de allí.

– No puedo andar con estos cacharros -dijo Paulson, mirando a los grilletes-. Voy a caerme otra vez. No tengo muy buen sentido del equilibrio.

– ¿Nunca has oído el lema de los cazarrecompensas: «Tráelo… vivo o muerto»?

– Claro.

– Pues no me tientes.

La verdad es que llevar a alguien muerto es una de las cosas más desaconsejables, pero me parecía que era el momento oportuno para lanzarle una falsa amenaza. Era última hora de la tarde. Estábamos en primavera. Y yo estaba deseando seguir con mi vida. Pasarme otra hora intentando convencer a Paulson de que cruzara el aparcamiento no era lo que más me apetecía hacer.

Quería estar en alguna playa sintiendo como el sol me chamuscaba la piel hasta que pareciera una corteza de cerdo frita. Cierto es que en esta época del año eso tendría que ser en Cancón y Cancón no entraba en mi presupuesto. Aun así, la cuestión principal era que no quería estar allí, en aquel estúpido aparcamiento, con Paulson.

– Lo más seguro es que ni siquiera tengas pistola -dijo Paulson.

– Oye, déjame en paz. No puedo quedarme aquí todo el día. Tengo otras cosas que hacer.

– ¿Como qué?

– No es asunto tuyo.

– ¡Ja! No tienes nada mejor que hacer.

Yo llevaba vaqueros, camiseta y botas negras marca Caterpillar, y sentí una incontrolable necesidad de darle una patada en la corva con mis Cats del número siete.

– Contesta -dijo.

– He prometido a mis padres que estaría en casa a las seis para la cena.

Paulson soltó una risotada.

– Es patético. Es patético, joder.

Su risa se transformó en un ataque de tos. Paulson se inclinó hacia adelante, se tambaleó de un lado a otro y cayó al suelo. Intenté detener su caída, pero era demasiado tarde. De nuevo yacía sobre la barriga, haciendo su imitación de una ballena varada.

Mis padres viven en una diminuta casa adosada, en una zona de Trenton que llaman el Burg. Si el Burg fuera una comida, sería pasta: macarrones, fetuchinis, espaguetis y lacitos, bañados en salsa marinara, de queso o mayonesa. Una comida buena, sencilla, que gusta a todos, que te dibuja una sonrisa en la cara y te acumula grasa en el culo. El Burg es un vecindario sólido, en el que la gente se compra una casa y vive en ella hasta que la muerte los saca de allí. Los patios traseros se usan para poner el tendedero, almacenar los cubos de la basura y proporcionar al perro un lugar para evacuar. A los habitantes del Burg no les van las terrazas de fantasía ni los cenadores. Prefieren sentarse en los pequeños porches de delante o en las escaleras de entrada. Son mejores para ver discurrir la vida.

Llegué justo cuando mi madre sacaba el pollo asado del horno. Mi padre ya estaba sentado a la cabecera de la mesa. Tenía la mirada perdida al frente, los ojos vidriosos, los pensamientos en el limbo, y el tenedor y el cuchillo en la mano. Mi hermana Valerie, que había vuelto a casa recientemente, después de abandonar a su marido, estaba atareada haciendo puré de patatas en la cocina. Cuando éramos pequeñas, Valerie era la hija perfecta. Y yo era la hija que pisaba caca de perro, se sentaba en los chicles y se caía constantemente del techo del garaje intentando volar. Como último recurso para salvar su matrimonio, Valerie había renegado de sus genes italo-húngaros y se había convertido en Meg Ryan. El matrimonio se fue a pique, pero el pelo rubio a lo Meg sigue ahí.

Las niñas de Valerie estaban sentadas a la mesa con mi padre. Angie, de nueve años, estaba correctamente sentada con las manos cruzadas, resignada a soportar la cena, como un clon casi perfecto de Valerie a su edad. Mary Alice, de siete años, la niña del exorcista, llevaba dos palos sujetos en la cabeza.

– ¿Y esos palos? -pregunté.

– No son palos. Son cornamentas. Soy un reno.

Aquello me sorprendió, porque normalmente es un caballo.

– ¿Qué tal te ha ido el día? -me preguntó la abuela, poniendo una fuente de judías verdes en la mesa-. ¿Le has disparado a alguien? ¿Has capturado a algún delincuente?

La abuela Mazur se vino a vivir con mis padres poco después de que el abuelo Mazur se llevara sus arterias atascadas de grasa al buffet que hay en el cielo. La abuela tiene setenta y tantos años y no aparenta ni un día más de noventa. Su cuerpo envejece, pero su cerebro parece ir en dirección contraria. Iba con zapatillas de tenis blancas y un chándal de poliéster color lavanda. Llevaba el pelo gris acero muy corto y con una permanente de rizo muy pequeño. Tenía las uñas pintadas de color lavanda para hacer juego con el chándal.

– Hoy no le he disparado a nadie -dije-, pero he entregado a un tipo buscado por estafar con tarjetas de crédito.

Se oyó un golpe en la puerta principal, y Mabel Markowitz asomó la cabeza y gritó «Yuju».

Mis padres viven en un pareado. Ellos tienen la mitad sur, y Mabel Markowitz ocupa la parte norte de una casa dividida por un muro común y años de desacuerdo sobre la pintura de la fachada. Empujada por la necesidad, Mabel hizo del ahorro una experiencia religiosa, sobreviviendo gracias a la Seguridad Social y los excedentes gubernamentales de mantequilla de cacahuete. Su marido, Izzy, era un buen hombre, pero se mató a una edad temprana a base de beber más de la cuenta. La única hija de Mabel murió de cáncer de útero hace un año. Su yerno murió un mes después en un accidente de coche.