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Escuché unos pasitos precipitados de pies descalzos. Movieron el picaporte y una chiquilla de doce años abrió la puerta.

—Alumbra al amo —dijo Birouk—, mientras llevo el coche al cobertizo.

La niña levantó los ojos y me hizo señas de que la siguiera.

Constaba la cabaña del guarda de una sola habitación baja, llena de humo y sin ningún tabique. Del muro colgaba una vieja manta desgarrada. Sobre un taburete había un fusil y dos líos de trapos. Una claridad vacilante alumbraba triste y miserablemente la habitación.

En medio de la estancia, una cuna se hallaba sujeta mediante una larga percha. Tras apagar la linterna, la niña se sentó en un taburete y se puso a mover la cunita con suave balanceo.

Observé este cuadro con el corazón oprimido. Solamente la ansiosa respiración de la criatura adormecida turbaba el silencio sepulcral.

—¿Estás sola? —pregunté a la chiquilla.

—Sola —me respondió, temerosa.

—¿Eres la hija del guardabosque?

—Sí —dijo balbuceando.

Se abrió la puerta y Birouk entró.

Al ver la linterna en el suelo frotó una cerilla y encendió una vela que había sobre la mesa.

Rara vez había tenido ocasión de ver a un tipo tan fuerte. Grande, poderoso de espaldas y de pecho, y bien plantado de talle. Sus vigorosos músculos resaltaban bajo la remendada camisa. Una negra barba le cubría masculino y duro el mentón, cejas tupidas sombreaban sus negros ojos, de mirada viva. Se plantó frente a mí, las manos en la cintura.

Agradecí su ayuda y le pregunté su nombre.

—Foma —dijo—, y Birouk, por sobrenombre.

Lo examiné con atención. Muchas veces Jermolai y los paisanos me habían hablado de este guardabosque; le temían como al rayo, a causa de la eficaz diligencia que ponía en sus funciones.

Con él, era imposible robar ni un pequeño haz de leña. Hiciera el tiempo que hiciera, siempre estaba al acecho, dispuesto a caer sobre el merodeador. Con frecuencia le habían tendido emboscadas. Pero él siempre se había alzado con la victoria.

—¡Ah! —dije después de recordar—, ¡Eres Birouk! He oído decir que eres implacable.

—Sencillamente cumplo con mi deber —repuso bruscamente—. Debo ganarme honradamente el pan que me da mi amo.

—Así, pues, ¿no tienes mujer?

—No —dijo tristemente—, mi pobre amiga ha muerto; pronto hará tres meses que nos dejó.

—¡Pobres niños! —murmuré.

Pero él ya había desechado sus dolorosos pensamientos y salió, dando un portazo.

Examiné la isba, que me pareció aún más triste. Un olor acre de humo se me metía en la garganta. La chiquilla, sin moverse del taburete, seguía balanceando la mísera cuna.

—¿Cómo te llamas?

—Aulita —respondió débilmente.

—La tormenta remite —dijo entrando el guardabosque—. Si el amo lo dispone, yo lo conduciré a la linde del bosque.

Me dispuse a partir.

Pero Birouk tomó su fusil y examinó la batería.

—¿Y para qué esa arma?

—Ahí, en el barranco de Kabouyl, apostaría a que están cortando leña.

—No podrías oírlo desde aquí.

—De aquí no, pero sí desde el patio.

Partimos. Ya no llovía. En el horizonte se prolongaba una espesa cortina de nubes, que era surcada por relámpagos. Sobre nosotros, el cielo tenía un sombrío color azul, y las coquetas estrellas procuraban atravesar con su brillo las húmedas nubes.

Respiré con placer el olor penetrante del bosque mojado, y escuché el ruido ligero de las gotas que caían de las hojas.

Birouk me sacó del ensueño.

—Allí es —dijo, señalando hacia el oeste.

Yo nada oía, sino el dulce susurro de la brisa al pasar y de las hojas al caer.

—Ya les daré— dijo mientras me traía el coche.

—Dejemos aquí mi drochka. Permíteme que vaya contigo al barranco.

—Bien, mi amo. A la vuelta te acompañaré.

Fuimos.

El guardabosque iba delante, yo lo seguía dificultosamente a través de los matorrales y de la crecida maleza. De trecho en trecho se detenía para decirme: «¿Oyes los hachazos?» Pero a mis oídos no llegaba ruido alguno.

Minutos más tarde ya estábamos en el barranco; amainó el viento, y alcancé a oír nítidamente los hachazos.

Seguimos nuestro camino atravesando por entre la maleza; el musgo, rebosante de agua, cedía bajo nuestros pies como una esponja cuando la aprietan.

Me llegó al oído el rumor de algo que se quiebra, sorda y prolongadamente.

—Se acabó —rezongó Birouk—, lo cortaron.

Ya menos oscuro el cielo, nos hallábamos en la extremidad del barranco.

—Quédate aquí —me dijo el guardabosque. Con paso furioso se agachó, manteniendo en alto el fusil, y se arrastró entre los matorrales.

Yo escuchaba con atención. Se oían unos golpecitos rápidos, el hacha que desbroza de ramas el árbol caído. Después, el ruido rechinante de las ruedas de un carro. Asomó el caballo.

—¡Alto ahí! ¡Eh! ¡Para! —vociferó Birouk. A estas palabras siguió una queja lastimera.

—¡No te escaparás, viejo! —gritó el guarda—. ¡Espera!

Me precipité hacia el lugar de donde salían los gritos, y después de tropezar varias veces llegué junto al árbol derribado.

Birouk tenía tendido en tierra y fuertemente sujeto al paisano. Al verme lo dejó incorporarse. Era un pobre hombre, de sucia cara y barba revuelta. A pocos pasos se hallaba el carro y un viejo jamelgo.

El guardabosque, con la manaza siempre agarrada al cuello del ladrón, tomó al animal por la brida.

—Adelante, Corneja —dijo vivamente.

—El hacha, recójala —le pidió el paisano.

—Cierto —murmuró Birouk—, puede servir. Y levantó el hacha.

Volvíamos, yo tras ellos. Durante el camino comenzó de nuevo la lluvia y aguantamos un chaparrón. Después de una penosa marcha llegamos a la choza.

Birouk dejó el caballo en medio del patio, sujetó los perros y nos hizo entrar en la isba.

Cuando el guardabosque le hubo desatado las muñecas, el prisionero se sentó en el banco.