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Robert Silverberg

Un héroe del Imperio

Aquí estoy por fin, Horacio, en la remota Arabia, entre los griegos, los camellos, las tribus de oscuros sarracenos y todas las demás desagradables criaturas que infestan este desierto deprimente. Por mis pecados. Por mis graves pecados. «¡Márchate a Arabia, serpiente!», gritó el furioso emperador Juliano, y aquí estoy. Serpiente. Yo. ¿Cómo pudo ser tan cruel?

Pero yo te digo, oh amigo mío del alma, que emplearé este tiempo de exilio en ganarme, de alguna manera, el regreso con el favor del cesar. Haré alguna cosa mientras esté aquí, alguna cosa, aún no sé exactamente qué, que le haga recordar el astuto, emprendedor y valioso hombre que soy; y más pronto o más tarde me llamará a Roma y me restituirá en mi puesto en la corte. Antes de que pasen muchos años, tú y yo pasearemos otra vez juntos por las dulces riberas delTíber. De lo que sí estoy seguro es de que los dioses no me tenían reservado pasar el resto de mi vida en un desierto tan miserable como éste.

Un lugar inhóspito y triste; eso es lo que es esta Arabia. Y un viaje sombrío y descorazonador fue también el que tuve que hacer para llegar hasta aquí.

Existen, como quizá ya sepas, varias Arabias comprendidas en el vasto territorio que nosotros conocemos con el nombre general. Al norte se extiende la Arabia Petra, una próspera región mercantil fronteriza con Siria Palaestina. Arabia Pétrea ha sido una provincia imperial desde el reinado de César Augusto, hace seiscientos años. A continuación, viene una vastedad desolada que se denomina Arabia Desierta, una región deprimente, dura y estéril, habitada principalmente por nómadas pendencieros. Y en el lejano extremo de ésta se halla Arabia Feliz, una tierra populosa, toda ella tan afortunada como su nombre indica, un lugar de excelente clima y vida fácil, famoso por sus campos fértiles y por la abundancia de magníficos productos, que se envían a los mercados de todo el mundo: oro, perlas, incienso, mirra, bálsamos, aceites aromáticos y perfumes.

Yo no sabía cuál de estos sitios había elegido cesar como destino para mi exilio. Se me dijo que me enteraría durante el transcurso de mi viaje hacia el este.Tengo un antiguo vínculo familiar con la parte oriental del mundo, ya que en la época del primer Claudio, mi gran antepasado Gneo Domicio Córbulo fue procónsul de Asia con residencia en Efeso, y más tarde ejerció como gobernador de Siria bajo Nerón, y otros Córbulos más desde entonces han vivido en estas distantes regiones. Casi resultaba gracioso seguir la tradición pese a que no era una elección voluntaria. De grado hubiera marchado para Arabia Pétrea, si es que había que ir a Arabia: es un destino razonable para un caballero romano de alto rango que ha perdido temporalmente el favor de su monarca. Pero, por supuesto, mis esperanzas se cifraban en Arabia Feliz, la cual, según todas las informaciones, era la tierra más prometedora.

El viaje desde Roma hasta Siria Palaestina… ¡puaj!, Horacio. Una pesadilla. Una tortura. Mareado todo el día, querido amigo. No soy un hombre de mar. Después hubo una breve tregua en Caesarea Palaestina, la única parte buena, una encantadora ciudad cosmopolita con vino regándolo todo, hermosas muchachas complacientes por todas partes y, sí, Horacio, debo admitirlo, algunos apuestos muchachos también. Me quedé allí tanto tiempo como pude. Pero finalmente recibí noticias de que la caravana que me iba a conducir a Arabia estaba lista para partir, y tuve que irme.

Que nadie se llame a engaño con fábulas románticas sobre los viajes por el desierto. Para un hombre civilizado no son otra cosa que tormento y agonía.

Tres pasos hacia el interior de Jerusalén y estás en el país más árido y tórrido de esta parte del Hades; y desde allí las cosas sólo fueron a peor. Cada vez que respiras, tus pulmones reciben una sacudida, como la ráfaga violenta de un horno. Tus fosas nasales, tus oídos y tus labios acaban cubiertos de la arenilla que lleva el viento. El sol es como un disco de hierro al rojo vivo en el firmamento. Recorres kilómetros sin ver ni un solo árbol o arbusto; nada más que piedras y arena roja. Fantasmas burlones bailan delante de ti en el aire reluciente. Por la noche, si eres lo bastante afortunado, o estás lo bastante cansado, como para ser capaz de quedarte dormido durante un breve rato, sueñas con lagos, jardines y verde césped. Pero entonces te despierta el sonido que hace un escorpión al escarbar en la arena junto a tu mejilla, y allí te quedas, yaciendo entre sollozos en medio de un calor asfixiante, rezando para encontrar la muerte antes de que llegue el abrasador amanecer.

En alguna parte en mitad de este desierto de muerte, el viajero abandona la provincia de Siria Palaestina y penetra en Arabia, aunque nadie podría afirmar con precisión dónde se hallan las fronteras. Lo primero que se ve, una vez se ha atravesado la línea invisible, es la bonita ciudad de Petra de los nabateos, una inexpugnable fortaleza de piedra que se yergue justo donde convergen todas las rutas de caravanas. Es una ciudad rica y, aparte del eterno calor tórrido, bastante cómoda para vivir. No me habría importado cumplir aquí mi tiempo de exilio.

Pero no, no, la misiva que me aguardaba en Petra con las órdenes de su majestad Imperial, me informaba de que no había más remedio que seguir adelante. La Arabia Pétrea no era la parte de Arabia que me tenía reservada. Disfruté allí de tres días de esparcimiento urbano civilizado y otra vez al desierto, viajando en camello esta vez. Te ahorraré los horrores de esa experiencia. Nos dirigíamos, me informaron, hacia el puerto nabateo de Leuke Kome, en el mar Rojo.

«Excelente —pensé—. Leuke Kome es el puerto principal de embarque para navegantes que se dirijan hacia Arabia Feliz. De manera que me deben de enviar a esa tierra fértil, de brisas suaves y flores de dulce perfume, de especias y piedras preciosas.» Me imaginé a mí mismo esperando a que finalizara mi época de destierro en una acogedora y pequeña villa al lado del mar, mordisqueando dátiles y estudiando los excelentes licores de la zona. Quizá haría algunos escarceos en el comercio de incienso o llevaría a cabo pequeños negocios lucrativos con canela y casia para pasar el tiempo.

En Leuke Kome me presenté al legado imperial, un acicalado, engreído y presumido joven llamado Florencio Víctor, y le pregunté cuánto tiempo tardaría mi navio en partir. Me miró sin comprender:

—¿Navio? ¿Qué navio? Tu ruta es por tierra, mi querido Leoncio Córbulo.

Y me entregó la última de las misivas con órdenes, en la que se me informaba de que mi destino final era un lugar de nombre Macoraba, en donde desempeñaría el cargo de representante comercial del gobierno de su majestad imperial, con la responsabilidad específica de resolver cualquier conflicto comercial que pudiera surgir con los representantes del Imperio Oriental que allí estuvieran destacados.

—¿Macoraba? ¿Y dónde está eso?

—Pues en la Arabia Desierta —dijo insulsamente Florencio Víctor.

—¿La Arabia Desierta? —repetí yo, con el corazón paralizado.

—Exactamente. Una ciudad muy importante, hasta donde pueden serlo las ciudades en esa parte del mundo. Todas las caravanas que atraviesan Arabia han de detenerse allí. Quizá hayas oído hablar de ella bajo su nombre sarraceno. La Meca, así es como la llaman los árabes.

¡La Arabia Desierta, Horacio! ¡La Arabia Desierta! Por el nimio crimen de intentar abusar de la inocencia de su insignificante escanciador británico, el cruel y vengativo emperador me ha enterrado en este despiadado mundo infernal de calor implacable y dunas móviles.

Llevo ahora en Macoraba (La Meca, como debiera llamarla) tan sólo tres o cuatro días. Y ya me parece una vida entera.

¿Qué es lo que vemos en esta tierra de Arabia Desierta? ¡Vaya! Pues una llanura arenosa, tórrida y desolada, atravesada por abruptas y yermas colinas. No existen ríos y apenas llueve alguna vez. El sol es despiadado, el viento, constante. Las dunas se mueven y se alzan como las olas del mar en una tormenta. Legiones enteras podrían quedar sepultadas y perdidas por las ráfagas de viento en un solo día. Por árboles, tan sólo cuentan con pequeños tamarindos y acacias achaparradas, que se nutren del rocío de la noche. Por uno y otro lado, se pueden encontrar charcos de agua salobre que mana de las entrañas de la tierra y que permite algunos pocos pastos verdes y, a veces, un poco de terreno húmedo en el que la palmera datilera y la viña consiguen echar raíces; pero es una vida bastante pobre para los que han elegido establecerse en tales lugares.