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– ¿Manifestó el doctor alguna idea o sugerencia acerca de lo que pudiera haber sido utilizado para el crimen? -interrumpió Brunetti.

– No. -Brunetti observó que Scarpa omitía el tratamiento al hablar con él, pero lo dejó pasar. Suponía cómo habría hablado el teniente al dottor Rizzardi, hombre que, era bien sabido, simpatizaba con el comisario. No era de extrañar que el médico se hubiera mostrado reacio a especular sobre lo que se había utilizado para estrangular a Mitri.

– ¿Y la autopsia? -preguntó Brunetti.

– Hoy, si es posible.

Brunetti llamaría a Rizzardi al salir de esta reunión. Sería posible.

– ¿Puedo continuar, señor? -preguntó Scarpa a Patta.

Patta miró a Brunetti abriendo mucho los ojos, como para indagar si tenía más preguntas obstructoras, pero, como Brunetti no acusara la mirada, se volvió hacia Scarpa diciendo:

– Por supuesto.

– La víctima estaba sola en el apartamento. Su esposa había ido a cenar con unos amigos.

– ¿Por qué no fue Mitri? -preguntó Brunetti.

Scarpa miró a Patta, solicitando su beneplácito para contestar la pregunta del comisario y, cuando Patta movió la cabeza afirmativamente, explicó:

– La esposa dijo que eran unos antiguos amigos de ella, de cuando era soltera, y que Mitri rara vez la acompañaba cuando salía a cenar con ellos.

– ¿Hijos? -preguntó Brunetti.

– Una hija, pero vive en Roma.

– ¿Criados?

– Todo está en el informe -dijo Scarpa con petulancia, mirando a Patta y no a Brunetti.

– ¿Criados? -repitió Brunetti.

Scarpa hizo una pausa y luego contestó:

– No. Por lo menos, fijos. Hay una mujer que va dos veces por semana a limpiar.

– ¿Dónde está la esposa? -preguntó Brunetti a Scarpa poniéndose en pie.

– Estaba en la casa cuando yo me fui.

– Gracias, teniente -dijo Brunetti-. Me gustaría ver una copia de su informe.

Scarpa asintió en silencio.

– Tengo que hablar con la esposa -dijo Brunetti a Patta y, sin dar al vicequestore tiempo para hacer la recomendación, agregó-: Tendré cuidado.

– ¿Y qué me dice de la suya? -preguntó Patta.

Esto podría significar muchas cosas, pero Brunetti optó por dar a la pregunta la interpretación más obvia.

– Estuvo toda la noche en casa conmigo y con nuestros hijos. Ninguno de nosotros salió después de las siete y media, la hora en que mi hijo llegó de casa de un amigo con el que había estado estudiando. -Brunetti miró a Patta, por si tenía más preguntas y, en vista de que no era así, salió del despacho sin decir ni preguntar más.

La signorina Elettra levantó la mirada de unos papeles que tenía encima de la mesa y, sin disimular la curiosidad, preguntó:

– ¿Y bien?

– El caso es mío.

– Pero eso es tremendo -dijo ella sin poder contenerse, y agregó rápidamente-. Quiero decir que cómo va a gozar la prensa.

Brunetti se encogió de hombros. Poco podía hacer él para enfriar los entusiasmos de la prensa. Desentendiéndose del comentario, preguntó:

– ¿Tiene esos datos que le ordené que no pidiera?

Él la observaba mientras ella examinaba las posibles consecuencias de responder a esta pregunta con una afirmación: insubordinación, desobediencia de una orden expresa de un superior, causa de despido, la destrucción de su carrera.

– Naturalmente, comisario.

– ¿Puede darme copia?

– Tardaré unos minutos. Los tengo escondidos ahí dentro -explicó agitando la mano en dirección al monitor.

– ¿Dónde?

– En un archivo que nadie encontraría.

– ¿Nadie?

– Oh -dijo ella con altivez-, a no ser que fuera alguien tan bueno como yo.

– ¿Puede existir esa persona?

– Aquí, no.

– Bien. Súbamelos cuando los tenga, por favor.

– Sí, señor.

Él agitó una mano en dirección a la joven y subió a su despacho.

Inmediatamente, llamó a Rizzardi al hospital.

– ¿Ya ha tenido tiempo? -preguntó Brunetti, después de identificarse.

– Todavía no. Empezaré dentro de una hora. Antes tengo un suicidio. Una chica de dieciséis años. El novio la dejó y ella se tomó todas las tabletas de somnífero de su madre.

Brunetti recordó que Rizzardi se había casado ya mayor y tenía hijos adolescentes. Dos niñas, según creía.

– Pobre muchacha -dijo Brunetti.

– Sí. -Rizzardi hizo una pausa antes de decir-: Me parece que no hay duda: el asesino debió de utilizar un cable, probablemente, forrado de plástico.

– ¿Cable eléctrico?

– Casi seguro. Lo sabré cuando pueda examinarlo mejor. Podría ser ese hilo doble que se utiliza para conectar altavoces estéreo. Hay una huella más débil paralela a la más profunda, aunque también podría ser que el asesino aflojara el cable un momento para agarrarlo mejor. El microscopio nos lo dirá.

– ¿Hombre o mujer?

– Cualquiera, diría yo. Si atacas por la espalda con un alambre, la víctima no tiene escapatoria. La fuerza es lo de menos. Pero generalmente los que estrangulan son hombres. Las mujeres piensan que no tienen suficiente fuerza.

– Pues menos mal -dijo Brunetti.

– Y parece que debajo de las uñas de la mano izquierda tiene algo.

– ¿Algo?

– Si hay suerte, piel. O fibras de la ropa del asesino. Luego lo sabremos.

– ¿Bastaría eso para identificar a alguien?

– Si encuentra usted al alguien, sí.

Brunetti consideró un momento esta respuesta y preguntó:

– ¿Hora?

– No lo sabré hasta que eche un vistazo al interior. Pero su esposa lo vio al marcharse, a las siete y media, y lo encontró al volver, poco después de las diez. Así que no cabe duda, y no creo que yo averigüe algo que nos permita afinar más. -Rizzardi se interrumpió, tapó el micro con la mano y habló con alguien que estaba con él-. Ahora tengo que dejarle. Ya la han puesto en la mesa. -Antes de que Brunetti pudiera darle las gracias, Rizzardi dijo-: Se lo enviaré mañana -y colgó.

Aunque estaba impaciente por hablar con la signora Mitri, Brunetti se obligó a permanecer sentado a su mesa hasta que la signorina Elettra le llevara la información que había recogido sobre Mitri y Zambino, que llegó al cabo de cinco minutos.

La joven entró en el despacho después de llamar a la puerta y, sin decir nada, puso dos carpetas encima de la mesa.

– ¿Cuánta de esta información es de dominio público? -preguntó Brunetti mirando las carpetas.

– La mayor parte procede de los periódicos -respondió ella-, pero también de bancos y de documentos de constitución de las distintas sociedades.

– ¿Cómo sabe usted todas estas cosas? -preguntó Brunetti sin poder contenerse.

Ella, advirtiendo en la voz sólo curiosidad y no elogio, no sonrió.

– Tengo amigos que trabajan en oficinas municipales y en bancos, a los que puedo preguntar de vez en cuando.

– ¿Y qué hace usted por ellos en reciprocidad? -preguntó Brunetti, dando finalmente voz a la idea que le había intrigado durante años.

– Mucha de la información que tenemos aquí, pronto pasa a ser de dominio público, comisario.

– Eso no responde a mi pregunta, signorina.

– Yo nunca he dado información policial a nadie que no tuviera derecho a conocerla.

– ¿Derecho legal o moral?

Ella estudió largamente el rostro del comisario antes de contestar:

– Legal.

Brunetti sabía que el único precio de cierta información era más información, e insistió:

– ¿Cómo consigue entonces todo esto?

Ella reflexionó.

– También aconsejo a mis amigos sobre cómo perfeccionar los sistemas para la obtención de datos.