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Se quedaron fuera, ya que preferían el frío de la cubierta al aire húmedo estancado en la cabina. Brunetti esperó hasta que hubieron pasado bajo Rialto para preguntar a Vianello:

– ¿Qué le parece?

– Ése vendería a su madre por cien liras -contestó el sargento sin disimular el desprecio. Después de una larga pausa, inquirió-: ¿Cree usted que es la televisión, comisario?

Brunetti, perplejo, preguntó:

– ¿Es qué, la televisión?

– Lo que nos hace distanciarnos tanto del mal que hacemos. -Al ver que Brunetti le escuchaba con atención, el sargento prosiguió-: O sea, cuando vemos televisión, allí, en la pantalla, todo parece verdad, pero no es verdad, ¿eh?, quiero decir que vemos cómo pegan y matan a la gente, y luego nos vemos a nosotros -aquí sonrió levemente y explicó-: o sea, a la policía, vemos cómo nosotros descubrimos toda clase de atrocidades. Pero los polis no son de verdad, ni las atrocidades tampoco. Así que, quizá, después de tanto verlas, cuando nos pasan a nosotros o le pasan a la gente, y ahora me refiero a las atrocidades de verdad, tampoco parecen verdad.

Brunetti, aunque un poco confuso por la retórica de Vianello, creía entender lo que quería decir su sargento, y estaba de acuerdo, por lo que respondió:

– ¿A qué distancia de nosotros están esas niñas de las que él nada sabe, a quince mil kilómetros, a veinte mil? Probablemente, desde aquí resulta muy fácil no ver lo que se hace con ellas como algo real o, en cualquier caso, sentirse indiferente.

Vianello movió la cabeza de arriba abajo.

– ¿Cree que las cosas van a peor?

Brunetti se encogió de hombros.

– Hay días en los que creo que todo va a peor, y hay días en los que lo sé positivamente. Pero luego luce el sol y cambio de idea.

Vianello volvió a mover la cabeza y esta vez unió al movimiento un gruñido ronco:

– Hmm.

– ¿Y qué piensa usted?

– Yo creo que todo va a peor -respondió el sargento sin vacilar-. Pero, lo mismo que usted, tengo días en los que todo es estupendo: los chicos se me echan encima cuando llego a casa o Nadia está contenta y me contagia. Pero, en general, me parece que el mundo, como sitio para estar, empeora.

Con intención de disipar el insólito pesimismo de su sargento, Brunetti dijo:

– Pues no hay muchas opciones donde elegir.

Vianello tuvo la delicadeza de reírse.

– No; no las hay. Para bien o para mal, esto es todo lo que tenemos. -Calló un momento mientras veía acercarse el palazzo que albergaba el Casino-. Quizá para nosotros sea diferente porque tenemos hijos.

– ¿Por qué? -preguntó Brunetti.

– Porque podemos prever cómo será el mundo en el que ellos tendrán que vivir, y recordar el mundo en el que crecimos nosotros.

Brunetti, un paciente lector de historia, recordó cómo los antiguos romanos de las distintas edades denostaban su presente, insistiendo siempre en que las épocas de su juventud y de la generación de sus padres eran, en todos los aspectos, mucho mejores que la que ellos estaban viviendo. Recordó sus diatribas sobre la falta de sensibilidad, la molicie, la ignorancia de la juventud, su falta de respeto hacia sus mayores, y sintió que el recuerdo lo reconfortaba. Si cada generación piensa lo mismo, quizá todas se equivoquen y las cosas no vayan a peor. Pero no sabía cómo explicárselo a Vianello, y lo violentaba citar a Plinio, no fuera que el sargento no conociera al escritor o se sintiera cohibido al verse obligado a manifestar su ignorancia.

Se limitó, pues, a darle una cordial palmada en la espalda cuando el barco llegó a la parada de San Marcuola, donde saltaron a tierra y entraron en la estrecha calle en fila india, para dejar paso a la gente que caminaba presurosa hacia el embarcadero.

– No es cosa que nosotros podamos arreglar, ¿verdad, comisario? -comentó Vianello cuando llegaron a la calle más ancha que discurre por detrás de la iglesia y pudieron andar uno al lado del otro.

– Dudo que eso pueda arreglarlo alguien -dijo Brunetti, consciente de la vaguedad de la respuesta y descontento con ella antes ya de acabar de darla.

– ¿Me permite una pregunta, comisario? -El sargento se paró y enseguida echó a andar otra vez. Los dos sabían la dirección, por lo que tenían una idea bastante aproximada de la situación de la casa-. Es acerca de su esposa.

Por el tono, Brunetti adivinó la pregunta:

– ¿Sí?

Mirando al frente, a pesar de que ya nadie venía en dirección contraria por la estrecha calle, Vianello dijo:

– ¿Le dijo ella por qué lo hizo?

Brunetti llevaba el mismo paso que el sargento. Sin aminorar la marcha, le miró de soslayo y respondió:

– Está en el informe del arresto.

– Ah -dijo Vianello-. No lo sabía.

– ¿No lo ha leído?

Vianello volvió a pararse para mirar a Brunetti.

– Tratándose de su esposa, comisario, no me pareció bien leerlo. -Todos conocían la lealtad de Vianello hacia Brunetti, por lo que Landi, hombre de Scarpa, no le habría hablado del caso, y él era el que había arrestado y tomado declaración a Paola.

Los dos hombres reanudaron la marcha antes de que Brunetti respondiera.

– Me dijo que eso de organizar sex-tours es una infamia y que alguien tenía que impedírselo. -Hizo una pausa, para ver si Vianello tenía algo que preguntar, y como el sargento callara, prosiguió-: Me dijo que, como la justicia no hacía nada al respecto, lo haría ella. -De nuevo esperó la reacción de Vianello.

– ¿La primera vez también fue su esposa?

Brunetti contestó sin vacilar:

– Sí.

Andaban con paso regular y sincronizado. Finalmente, el sargento dijo:

– Bravo.

Brunetti miró a Vianello, pero no vio más que su recio perfil y su larga nariz. Y, antes de que pudiera preguntar algo a su sargento, éste se paró y dijo:

– Si es el seis cero siete, tiene que estar a la vuelta de esa esquina. -Al doblar la esquina, se encontraron delante de la casa.

El timbre de los Mitri era, de los tres, el de más arriba, y Brunetti lo pulsó, esperó y volvió a pulsarlo.

Del altavoz brotó una voz sepulcral, por efecto de la pena o de una acústica deficiente, que preguntó quién llamaba.

– El comisario Brunetti. Deseo hablar con la signora Mitri.

La voz tardó en contestar.

– Un momento -dijo y el altavoz enmudeció.

Transcurrió mucho más de un minuto antes de que sonara el chasquido de la cerradura. Brunetti empujó la puerta y entró en un espacioso atrio alumbrado por una claraboya, en el que había dos grandes palmeras, una a cada lado de una fuente redonda.

Los dos hombres entraron en el corredor que conducía a la parte posterior del edificio y la escalera. Al igual que en casa de Brunetti, la pintura de las paredes se desprendía por efecto de la sal que absorbían de las aguas que tenían debajo. A uno y otro lado de la escalera había costras del tamaño de monedas de cien liras, barridas por la escoba o por algún zapato, que habían dejado al descubierto el muro de ladrillo. En el primer descansillo, observaron la línea horizontal que marcaba el nivel que había alcanzado la humedad; a partir de allí, la escalera estaba limpia de copos de pintura y las paredes, lisas y blancas.

Brunetti pensó en el presupuesto que una empresa constructora había presentado a los siete propietarios de los apartamentos de su edificio para eliminar la humedad y, al recordar la exorbitante suma, ahuyentó inmediatamente el pensamiento, malhumorado.

La puerta del último piso estaba abierta y, escondiendo tras ella medio cuerpo, había una niña de la edad de Chiara.

Brunetti se detuvo y, sin extender la mano, dijo:

– Soy el comisario Brunetti y me acompaña el sargento Vianello. Deseamos hablar con la signora Mitri.