Ella estaba en la cocina y, al oír la puerta, asomó la cabeza para ver si era él o uno de los chicos. Vio el paquete y se acercó por el pasillo con un paño húmedo entre las manos.
– ¿Qué traes ahí, Guido? -preguntó, intrigada.
– Ábrelo y lo sabrás -dijo él dándole las flores.
Ella se puso el paño en el hombro y tomó el ramo. Él dio media vuelta para colgar el abrigo en el armario. A su espalda oía crepitar el papel hasta que, bruscamente, se hizo el silencio, un silencio total, y se volvió, temiendo haber hecho algo que no debía.
– ¿Qué tienes? -preguntó al ver su gesto de congoja.
Ella rodeó las flores con los dos brazos apretándolas contra el pecho y dijo algo que quedó ahogado por un fuerte crujido del papel.
– ¿Qué? -preguntó él inclinándose un poco, porque ella había bajado la cabeza y hundía la cara entre las flores.
– No puedo soportar la idea de que algo que yo hice causara la muerte de ese hombre. -Su voz se rompió en un sollozo, pero ella prosiguió-: Perdona, Guido, perdona todos los disgustos que te he causado. Yo te hago eso y tú me traes flores. -Sollozaba apretando la cara contra los suaves pétalos de los lirios, con los hombros sacudidos por la fuerza de su sentimiento.
Él le quitó las flores de las manos y buscó dónde dejarlas y, al no encontrar un sitio, las puso en el suelo y la abrazó. Ella sollozaba contra su pecho con un abandono que nunca había mostrado su hija, ni aun de pequeña. Él la sostenía con gesto protector, como si temiera que, por la fuerza de los sollozos, pudiera romperse. Dobló el cuello y le dio un beso en el pelo, aspiró su olor y vio los pequeños bucles de la nuca, donde la melena se dividía en dos bandas. La abrazaba meciéndola suavemente y repitiendo su nombre. Nunca la había amado tanto como en este momento. Tuvo una fugaz sensación de desquite, pero al instante notó que se le encendía la cara, de un bochorno como nunca había sentido. Se obligó a ahogar toda sensación de triunfo y se encontró en un espacio limpio en el que no había nada más que el dolor de que su esposa, la otra mitad de su ser, sufriera aquella angustia. Volvió a besarle el pelo y, al advertir que los sollozos remitían, la apartó ligeramente, aunque sin soltarle los hombros.
– ¿Estás mejor, Paola?
Ella asintió, sin poder hablar, con la cabeza baja, hurtando la cara.
Él sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón. No estaba recién planchado, pero eso no parecía importar en este momento. Le enjugó la cara, una mejilla, la otra y debajo de la nariz, y se lo puso en la mano. Ella acabó de secarse las lágrimas y se sonó ruidosamente. Luego se cubrió los ojos escondiéndose de él.
– Paola -dijo Brunetti con una voz que era casi normal, pero no del todo-. Lo que hiciste es algo perfectamente honorable. No es que me guste, pero actuabas de buena fe.
Durante un momento, pensó que esto desencadenaría otra crisis de llanto, pero no fue así. Ella apartó el pañuelo y lo miró con ojos enrojecidos.
– Si yo hubiera imaginado… -empezó.
Pero él la atajó con un ademán.
– Ahora no, Paola. Quizá luego, cuando los dos podamos hablar de eso. Ahora vamos a la cocina, a ver si encontramos algo de beber.
– Y de comer -agregó ella al momento, y sonrió, agradecida por la moratoria.
16
A la mañana siguiente, Brunetti llegó a la questura a su hora habitual, después de pararse por el camino a comprar tres diarios. Il Gazzettino seguía dedicando páginas enteras al asesinato de Mitri, lamentando una pérdida para la ciudad, que no llegaba a especificar, pero los diarios nacionales parecían haber olvidado el caso y sólo uno lo mencionaba, en un suelto de dos párrafos.
Encima de la mesa estaba el informe definitivo de Rizzardi. La doble marca del cuello de Mitri indicaba una «vacilación» del asesino, que probablemente había aflojado el cable momentáneamente para asirlo mejor y apretar con más fuerza, con lo que había dejado un segundo surco en la carne de Mitri. Lo que Mitri tenía bajo las uñas de la mano izquierda era piel humana, en efecto, junto con fibras de lana marrón oscuro, probablemente, de una chaqueta o de un abrigo, arrancadas sin duda en un intento desesperado y vano de la víctima, de zafarse de su atacante. «Encuéntreme a un sospechoso y le haré una comparación», había escrito Rizzardi en el margen con lápiz.
A las nueve, Brunetti decidió que no era muy temprano para llamar a su suegro, el conde Orazio Falier. Marcó el número del despacho del conde, dio su nombre e inmediatamente le pusieron con él.
– Buon dì, Guido. Che pasticcio, eh?
Efectivamente, un buen lío, y de los grandes.
– Por eso te llamo. -Brunetti hizo una pausa, pero el conde no dijo nada, y prosiguió-: ¿Sabes algo, o sabe algo tu abogado? -Se interrumpió un momento y continuó-: Suponiendo que tu abogado intervenga.
– No; todavía no -contestó el conde-. Estoy esperando a ver qué hace el juez. Y tampoco sé lo que pensará hacer Paola. ¿Tienes alguna idea?
– Anoche lo hablamos -empezó Brunetti.
– Bien -oyó decir al conde en voz baja.
– Dice que pagará la multa y la reparación del escaparate.
– ¿Y qué me dices de otras posibles indemnizaciones?
– No le pregunté. Me pareció suficiente que se aviniera a pagar la multa y los daños, por lo menos, en principio. Si luego resulta que hay que pagar algo más, quizá también acceda.
– Sí. Bien. Muy bien. Puede dar resultado.
Irritó a Brunetti esta suposición del conde de que él y Brunetti estuvieran confabulados en un plan para dorar la píldora o manipular a Paola. Por buenas que fueran sus intenciones y por mucho que uno y otro creyeran que lo hacían por su bien, a Brunetti no le gustaba que el conde diera por sentado que él estaba dispuesto a actuar con doblez.
Brunetti no quería seguir hablando del asunto.
– No te llamaba por eso. Me interesa cuanta información puedas darme sobre Mitri y el avvocato Zambino.
– ¿Giuliano?
– Sí.
– Zambino es un hombre íntegro.
– Defendió a Manolo -repuso Brunetti, nombrando a un asesino de la Mafia al que Zambino había defendido con éxito hacía tres años.
– Manolo fue raptado en Francia y traído ilegalmente para ser juzgado.
Había varias interpretaciones: Manolo vivía en un pueblo francés próximo a la frontera y todas las noches iba a Mónaco a jugar en el Casino. En la mesa de bacará conoció a una mujer que le propuso ir a su casa a tomar una copa. La casa estaba en Italia y, nada más cruzar la frontera, Manolo fue arrestado por la propia mujer, que era coronel de los carabinieri. Zambino alegó que su cliente había sido víctima de una celada y un rapto de la policía.
Brunetti no insistió.
– ¿Ha trabajado para ti? -preguntó al conde.
– Una o dos veces. Por eso lo sé. Y también por referencias de amigos. Es bueno. Trabaja como un enano para defender a su cliente. Pero es íntegro. -El conde se interrumpió largo rato, como si no acabara de decidirse a confiar esta información a Brunetti-: El año pasado corría el rumor de que no había evadido impuestos. Me dijeron que había declarado ingresos por valor de quinientos millones de liras o algo por el estilo.
– ¿Y crees que eso es lo que ganó?