Ejecuta cita alfa.
Por fin Kurt Vogel deseaba que se encontrase con otro agente.
8
Hampton Sands (Norfolk)
La lluvia caía sesgada sobre la costa de Norfolk mientras Sean Dogherty, cargado con las cinco jarras de aguada cerveza ale que se había metido entre pecho y espalda, trataba de subir a su bicicleta delante de la Hampton Arms. Lo consiguió al tercer intento y emprendió el regreso a casa. En tanto pedaleaba a ritmo sostenido, Dogherty apenas reparaba en el pueblo: un lugar realmente lúgubre, un puñado de casitas levantadas a lo largo de la única calle, la tienda de la aldea y la taberna de Hampton Arms. Desde 1938 no habían vuelto a pintar el letrero; como casi todo, la pintura estaba racionada. La iglesia de St. John se erguía en el extremo oriental de la población. Dogherty se santiguó inconscientemente al pasar por la verja del cementerio contiguo al templo y pedaleó por encima del puente de madera que cruzaba la ría. Instantes después, la aldea desapareció a sus espaldas.
Fue espesándose la oscuridad; a Dogherty le costaba Dios y ayuda mantener la verticalidad de la bicicleta en aquel camino sembrado de baches. Era un hombre menudo, en la cincuentena, de ojos verdes hundidos profundamente en la cara y descuidada barba grisácea. La nariz, torcida y fuera de su centro natural, se la habían roto más veces de las que quería molestarse en recordar, una en el curso de su breve carrera como peso semimedio en Dublín y varias más durante etílicas peleas callejeras. Llevaba impermeable y gorra de lana. El congelado aire le clavaba sus garras en la parte del rostro que quedaba al descubierto: era aire del mar del Norte, afilado como un cuchillo, embalsamado en los campos del hielo del Ártico y en los fiordos noruegos, por los que había discurrido antes de lanzarse al asalto de la costa de Norfolk.
Se abrió la cortina de lluvia y se dejó ver el panorama que ofrecía el terreno: amplios campos color esmeralda, llanuras ilimitadas de fango gris, marismas salinas cubiertas de hierbas y juncos. A la izquierda de Dogherty, una playa ancha y aparentemente infinita se alargaba siguiendo la orilla del agua. A su derecha, a media distancia, verdes colinas se fundían con la capa de nubes bajas.
Un par de gansos de Brent, inmigrados de Siberia para pasar el invierno, remontaron el vuelo en el pantano y planearon sobre las aguas, agitando suavemente las alas. Hábitat perfecto para numerosas especies de aves, la costa de Norfolk había sido en otro tiempo popular destino turístico. Pero la guerra convirtió la observación de aves en algo poco menos que imposible. La mayor parte de Norfolk era zona militar restringida y el racionamiento de combustible dejaba pocos ciudadanos con medios para recorrer aquel aislado rincón del país. Y aun en el caso de disponer de esos medios, a los visitantes les habría resultado difícil orientarse por allí. En la primavera de 1940, con la alta fiebre de invasión que padecía el país, el gobierno había eliminado todas las señales e indicaciones de carretera.
Más que cualquier otro residente de Norfolk, Sean Dogherty tomó oportuna y puntual nota de tales detalles. En 1940 la Abwehr le había reclutado como espía, asignándole el nombre en clave de Esmeralda.
La casita apareció a lo tejos; el humo se elevaba perezosamente, tras salir por la chimenea, para dejar luego que el viento lo hiciese jirones y lo dispersase por encima del amplio prado. Era la granja de un pequeño agricultor que trabajaba unas tierras de alquiler, pero que proporcionaban unos ingresos con los que se podía subsistir bien: un pequeño rebaño de ovejas que daban carne y lana, aves de corral, un huertecillo en el que cultivar verduras y hortalizas, que en aquellos días alcanzaban buenos precios en el mercado. Dogherty poseía incluso una vieja y destartalada camioneta y en ella transportaba artículos de las granjas vecinas al mercado de King's Lynn. Como consecuencia, tenía estipulado un cupo de combustible agrícola, cuya cantidad era superior a la que recibían los ciudadanos corrientes.
Torció por el camino de entrada a la granja, se apeó y empujó la bicicleta por el irregular camino en dirección al granero. Oyó en las alturas el zumbido de los bombarderos Lancaster que despegaban de sus bases de Norfolk. Recordó la época en que los aparatos volaban procedentes de la otra dirección: los pesados Heinkel de la Luttwaffe que cruzaban el mar del Norte rumbo a los centros fabriles de Birmingham y Manchester. Los aliados habían impuesto ahora su supremacía en los cielos y los Heinkel raramente se aventuraban a volar sobre Norfolk.
Levantó la cabeza y vio entreabiertos los visillos de la cocina; vio también, borrosamente, a través de los cristales surcados por las rayas del agua de la lluvia, la cara de Mary. «Esta noche, no, Mary -pensó, apartados deliberadamente los ojos-. Por favor, otra vez esta noche, no.»
A la Abwehr no le costó mucho esfuerzo convencer a Sean Dogherty para que traicionase a Inglaterra y se pusiera a trabajar para la Alemania nazi. En 1921, los británicos habían arrestado y ahorcado a su hermano mayor, Daniel, por capitanear una columna móvil del IRA, el Ejército Republicano Irlandés.
Dentro del granero, Dogherty abrió un armario de herramientas y sacó el maletín de la Abwehr en el que guardaba su transmisor-receptor, el cuaderno de claves, un bloc de notas y un lapicero. Encendió la radio y fumó un cigarrillo mientras esperaba. Las instrucciones que tenía eran simples: encender el aparato una vez a la semana y permanecer atento a las posibles instrucciones de Hamburgo. Habían transcurrido más de tres años desde la última vez que la Abwehr le pidió que hiciera algo. Sin embargo, Dogherty encendía diligentemente su radio a la hora indicada y aguardaba órdenes durante diez minutos.
Cuando faltaban dos minutos para que se cumpliera el tiempo establecido, Dogherty colocó de nuevo el libro de claves y el cuaderno de notas en el armario. Un minuto después, alargó la mano hacia el interruptor. Estaba a punto de desconectar la radio cuando ésta cobró vida repentinamente. Dogherty tomó el lápiz y el cuaderno de notas y escribió frenéticamente, hasta que el aparato se quedó silencioso. Rápidamente, acusó recibo y cortó la comunicación.
A Dogherty le llevó varios minutos descifrar el mensaje.
Cuando concluyó, no podía dar crédito a sus ojos.
Ejecuta procedimiento de recepción uno.
Los alemanes deseaban que alojase a un agente.
Había pasado un cuarto de hora desde que Mary Dogherty, de pie en la ventana de la cocina, vio a su marido entrar en el granero. Se preguntaba qué podía entretenerle tanto tiempo. Si no se presentaba en seguida iba a enfriársele la cena. Se secó las manos con el delantal y llevó un tazón de té humeante ante la ventana. Había arreciado la lluvia, el viento azotaba furioso la costa del mar del Norte.
La mujer pensó: «Una noche espantosa para estar fuera, Sean Dogherty».
Sostuvo el desportillado tazón de porcelana en el hueco de ambas manos y dejó que el vapor que despedía el té le calentase la cara. Sabía lo que Sean estaba haciendo en el establo: comunicarse por radio con los alemanes.
A Mary no le quedaba más remedio que reconocer que espiar para los nazis había rejuvenecido a Sean. En la primavera de 1940 llevó a cabo reconocimientos de amplios sectores de la región rural de Norfolk. Asombrada, Mary vio cómo parecía animarse y cobrar vida a causa de las misiones: recorría en bicicleta diariamente kilómetros y kilómetros, buscaba señales de actividad militar, tomaba fotografías de las defensas costeras. Pasaba la información a un contacto de la Abwehr en Londres, que a su vez la enviaba a Berlín. Sean creía que aquello era muy peligroso y disfrutaba de cada segundo de ello.