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– Hablaba en serio. No deberías dar alas a ese chico. Y ese consejo vale para cualquier otro hombre.

– Ya te lo he dicho: no le estaba dando alas.

– Él te quiere, y cuando un chico, un joven, quiere a una mujer, a veces pierde los papeles. Deja de usar el cerebro y empieza a pensar con… Vaya, creo que me estoy haciendo un lío…

– Parece como si hablaras por experiencia.

– Quizá.

Savannah pensó en Melinda y le entraron ganas de llorar.

– Simplemente quería decirte que tuvieras cuidado -repitió él, acariciándole la barbilla con un dedo-. No te metas en ninguna situación que luego no puedas controlar. Porque yo no estaré siempre aquí para protegerte.

El contacto de los dedos de Travis en la piel le aceleró aún más el pulso. El calor de su caricia hacía que el corazón le ardiera.

– Ya sé que no era asunto mío -continuó él-, pero… si David no hubiera entrado en razón cuando le pegaste esa bofetada, lo habría sacado del coche para darle una paliza -añadió.

– David no quería hacerme daño.

– Eso yo no lo sabía.

La idea de que Travis estuviera dispuesto a batirse con alguien para protegerla resultaba ciertamente agradable. No pudo reprimir una sonrisa.

– Esto es serio, Savannah.

El dedo se desplazó lentamente de la barbilla al cuello, haciéndola derretirse por dentro. Se quedó sin aliento.

– Yo… ya lo sé.

– No vayas a cometer el mismo error que Charmaine.

Se ruborizó. Su hermana Charmaine se había quedado embarazada el año anterior y ahora estaba casada con Wade Benson, el padre de Josh.

– No necesito que me den lecciones de educación sexual -le espetó.

– Me alegro -él dejó caer la mano-. Porque desde luego no soy yo quien debería dártelas.

– ¿Qué se supone que quiere decir eso?

Travis cerró los ojos.

– Savannah, ¿es que no te das cuenta de lo que puedes despertar en un hombre? -abriéndolos de nuevo, le lanzó por un instante una mirada de adoración-. No subestimes el efecto que ejerces sobre los hombres. Ni sobrestimes tampoco su capacidad de autocontrol.

A ella se le había secado la garganta, pero tenía que hacerle la pregunta.

– ¿Te refieres a «todos» los hombres?

– Todos.

– ¿Tú incluido? -susurró.

– Todos -repitió él abriéndole la puerta de la cocina-. Y ahora sube a acostarte antes de que me olvide de que soy una especie de hermano para ti… y que debería estar mirando por tus intereses y no por los míos propios.

– Yo no necesito un tutor, Travis -le dijo, poniéndole una mano en el brazo.

En esa ocasión, la mirada que él le lanzó no pudo ser más fría.

– Quizá yo sí -agarrándola de la muñeca, la obligó a retirar la mano-. ¿No conoces el dicho? «Quien juega con fuego, se quema» -apretó la mandíbula-. Piensa en ello.

Y se marchó, desapareció en la oscuridad.

Durante cinco días Savannah no volvió a verlo. A lo largo de ese tiempo descubrió que le resultaba todavía más difícil trabajar en el rancho cuando él estaba ausente. No dejaba de preguntarse si habría escuchado toda su conversación con David. ¿Se habría dado cuenta de que él era el hombre que le interesaba?

Aunque, en realidad, sus sentimientos eran mucho más profundos: lo amaba. Fue un descubrimiento tan indeseable como doloroso, porque hacía aún más intolerable su situación.

«Sólo dos semanas más», se decía Savannah mientras yacía en la cama, mirando al techo, preguntándose dónde estaría Travis a la una de la madrugada. «Sólo dos semanas más y se habrá ido». Ante la perspectiva de su marcha y de su matrimonio con Melinda Reeves, el corazón se le desgarraba de dolor. Desvió la mirada hacia el reloj, tal y como venía haciendo cada dos minutos durante la última media hora.

– Esto es una locura -masculló.

Desde que tenía memoria, Travis había formado parte del rancho Beaumont. Cuado sus padres fallecieron en un accidente de avión, los de ella lo acogieron como si fuera un hijo. Siempre había sido como el hermano mayor que nunca tuvo. Jamás se le había pasado por la cabeza que algún día terminaría enamorándose de él.

Travis, por el contrario, seguía pensando en ella como en una hermana pequeña y, probablemente, era mejor así. Si pudiera soportar las dos semanas que quedaban sin dejar traslucir sus sentimientos, todo se arreglaría al final. Travis se casaría con Melinda y ella se marcharía a la universidad.

Sólo que la idea le resultaba sencillamente insoportable. Cerró un puño y golpeó la almohada.

Su inquietud se impuso finalmente. Se levantó, agarró la bata, se calzó las zapatillas y salió al pasillo. Los únicos sonidos de la casa eran el tictac del reloj de pared y el zumbido de la nevera. Una de las tablas del suelo crujió bajo sus pies y se quedó paralizada. No había despertado a nadie. Respirando profundamente, terminó de bajar las escaleras con sigilo, abrió la puerta principal y salió de la casa.

El cielo estaba iluminado por la luna, en cuarto creciente, y por las escasas estrellas que asomaban entre las negras nubes. Un aroma a madreselva y lilas llenaba el aire y el croar de las ranas era interrumpido por el ocasional relincho de una yegua llamando a su potrillo.

Casi por instinto, Savannah enfiló por el sendero que llevaba hasta el estanque. Saltó la cerca en vez de abrirla y arriesgarse a despertar a alguien. Cuando el bosque de robles y pinos dio paso a un claro y al pequeño lago de forma irregular, sonrió, se despojó de la bata y se metió en el agua. Disfrutando de su frescor, buceó hasta el fondo antes de volver a emerger.

Llevaba nadando cerca de quince minutos cuando se dio cuenta de que no estaba sola. El corazón casi dejó de latirle y se preparó para soportar una de las reprimendas de su padre.

– ¿Papá? -dijo con voz temblorosa, dirigiéndose a la oscura figura apoyada en el tronco de un roble-. Papá, ¿eres tú?

Por primera vez en muchos años, Travis había bebido más de la cuenta. Había salido a dar un paseo con la esperanza de despejarse. La discusión que había tenido aquella tarde con Melinda seguía resonando en sus oídos. Melinda lo había acusado de tener un comportamiento distante, de no interesarse en ella, y quizá tenía razón. Porque durante aquellas malditas semanas, solamente había podido pensar en Savannah Beaumont. «¡En la hija de Reginald, por el amor de Dios!», exclamó para sus adentros. Unos pensamientos que no tenían nada de fraternales…

Desde que la había visto el primer día con sus senos firmes y erguidos tensándose contra la tela de la camiseta, sus esbeltas y bien torneadas piernas apretadas con fuerza a los flancos de la yegua…, la había deseado. Un deseo abrasador lo atormentaba con fantasías eróticas que le quitaban el sueño.

Incluso había tenido que dejar el rancho por unos días para aclarar las ideas. Lo último que necesitaba en aquel momento era enredarse con una chica de diecisiete años, la hija del hombre que lo había criado. No culpaba a Melinda por su reacción. Desde que había vuelto a ver a Savannah, no era capaz de concentrarse para nada en ella…, hasta el punto de que se le habían quitado las ganas de hacerle el amor.

Se dejó la camisa abierta con la esperanza de que el aire fresco lo despejara. Estaba apoyado en un tronco de roble cuando escuchó el chapuzón. La cabeza le daba vueltas, pero incluso en la oscuridad reconoció a Savannah, nadando desnuda en las negras aguas. Tuvo que apoyarse en el árbol para no caerse. «Ay, Dios mío», rezó. «Dame fuerzas para soportarlo».

Entonces la oyó:

– ¿Papá?

Silencio. El corazón le atronaba en el pecho.

– Papá, ¿eres tú?