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Poirot bebió un buche de agua y la retuvo buen rato en la boca.

Una vez le hubo obedecido, mister Morley exploró la boca de su paciente.

—Bien; creo que está todo arreglado. Cierre la boca... ¿Qué tal? No nota el empaste, ¿verdad? Ahora ábrala otra vez. Gracias.

Retiró la mesa e hizo girar el sillón.

Hércules Poirot se levantó, sintiéndose un hombre libre.

—Bueno, adiós, mister Poirot. Espero que no descubra a ningún asesino en mi casa.

El detective, repuso, con una sonrisa:

—Cuando venía, todos me parecían criminales. ¡Ahora puede que sea distinto!

—¡Oh, sí! Hay una gran diferencia entre antes y después. De todos modos, los dentistas ya no somos tan diabólicos como antes. ¿Quiere que pida el ascensor?

—No, no; bajaré andando.

—Como guste. El ascensor está junto a la escalera.

Poirot salió. Al cerrarse la puerta oyóse correr el agua del grifo.

Bajó los dos tramos de escalones. Al llegar al último peldaño vio salir al coronel angloindio. No era mal parecido. Seguramente sería buen tirador y habría matado más de un tigre. Un hombre útil, una avanzada del Imperio.

Entró en la sala de espera para recoger el sombrero y el bastón que allí dejara. El inquieto muchacho todavía estaba allí, cosa que le extrañó. Un nuevo paciente, otro caballero, leía el Field.

Poirot observó al primero con el espíritu mejor dispuesto que antes. Aún conservaba su as-pecto fiero (como si quisiera matar a alguien), pero no como un criminal, pensó Poirot. Sin duda, aquel joven bajaría luego la escalera feliz y sonriente sin desear mal a nadie.

El botones entraba para avisar muy decidido:

—Mister Alistair Blunt.

El hombre próximo a la mesa dejó sobre ella el Field al levantarse. Era un hombre bien vestido, ni gordo ni delgado, de edad y estatura medianas.

Salió tras el botones.

Uno de los hombres más ricos y poderosos de Inglaterra, que, sin embargo, tenía que visitar al dentista como cualquier otro, y que, sin duda, sentía lo mismo que los demás.

Estas reflexiones pasaron por la mente de Hércules Poirot mientras, luego de coger su som-brero y bastón, se dirigía a la puerta. Miró de reojo al joven y pensó que aquel muchacho debía de tener un espantoso dolor de muelas.

En el vestíbulo se detuvo ante el espejo para atusarse el bigote, ligeramente despeinado a causa de las manipulaciones de mister Morley.

Acababa su arreglo cuando el ascensor descendía de nuevo y el botones salió del fondo del recibidor silbando desafinadamente. Se cortó en seco al ver a Poirot y fue a abrirle la puerta.

Ante la casa acababa de detenerse un taxi, del que sobresalía el pie de quien iba a apearse. Poirot lo contempló con galante interés.

Un tobillo bonito, enfundado en una media de buena calidad, no es despreciable. El zapato no le gustaba. Modelo nuevo de charol con una hebilla reluciente. Movió la cabeza. No era elegante, sino provinciano.

La dama apeóse del coche, y al hacerlo enganchó el otro pie en la puerta y la hebilla saltó tintineando sobre la acera. Poirot se adelantó a recogerla, devolviéndola con una inclinación.

¡Cielos! La mujer que le dio las gracias estaba más cerca de los cincuenta que de los cuarenta años. Anteojos sujetos sobre la nariz. Cabellos descoloridos, pero cuidados. Ropas holgadas. Al darle las gracias se le cayeron sus lentes y luego su bolso.

Poirot, por amabilidad, ya que no por galantería, se los recogió.

Ella subió los escalones del número 58 de la calle de la Reina Carlota, y Poirot interrumpió al taxista en la contemplación de la exigua propina recibida.

—Está libre, hein?

El conductor repuso de mala gana:

—¡Oh, sí; estoy libre!

—Yo también—dijo Hércules Poirot—. ¡Libre de cuidados!

Observó el aspecto asombrado del taxista.

—No, amigo; no estoy borracho. Es que acabo de ver al dentista y no necesito volver en seis meses. Es una sensación muy agradable.

Capítulo II

Three, four, shut the door[2]

1

A las tres menos cuarto sonó el teléfono.

Hércules Poirot, sentado en un butacón, se hallaba digiriendo tranquilamente el espléndido lunch, y, sin moverse, aguardó a que el fiel George atendiera a la llamada.

Eh bien!—dijo cuando George, con un «Espere un momento, señor», dejaba el auricular.

—Es el inspector Japp, señor.

—¡Ajá!

Poirot acercó el receptor a su oído.

Eh bien, mon vieux —dijo—, ¿cómo le va?

—Eso a usted, Poirot.

—Perfectamente.

—Me han dicho que esta mañana fue al dentista. ¿Es cierto?

Poirot murmuró:

—¡Scotland Yard lo sabe todo!

—¿A... a uno llamado Morley, de la calle Reina Carlota, número cincuenta y ocho?

—Sí —la voz de Poirot había cambiado—. ¿Por qué?

—¿Fue una visita intrascendente? Quiero decir... que no fue usted allí con el propósito de irritarle.

—Naturalmente que no. Tuvo que arreglarme tres muelas, si es eso lo que le interesa saber.

—¿Le pareció que estaba... del mismo humor de siempre?

—Yo diría que sí. ¿Por qué?

La voz de Japp no se alteró al decir:

—Porque poco rato después se disparó un tiro.

—¿Qué?

Japp dijo, irónico:

—¿Le sorprende?

—Sí, francamente.

Japp siguió hablando...

—No estoy muy satisfecho. Me gustaría charlar con usted. Supongo que no le importará venir por aquí.

—¿Dónde está usted?

—En la calle Reina Carlota.

—Me reuniré con usted inmediatamente —prometió Poirot.

2

Un agente le abrió la puerta del número 58 preguntando respetuoso:

—¿Mister Poirot?

—El mismo.

—El inspector está arriba en el segundo piso. ¿Sabe dónde es?

—Estuve aquí esta mañana —repuso Hércules Poirot.

Tres hombres hallábanse en la habitación. Japp levantó la cabeza al entrar el detective.

—Celebro verle, Poirot. Ahora íbamos a levantar el cadáver. ¿Quiere verle primero?

Un hombre con un aparato fotográfico, que se hallaba arrodillado al lado del muerto, se le-vantó.

Poirot aproximóse. El cuerpo yacía junto a la chimenea.

El cadáver de mister Morley estaba exactamente igual que en vida, a excepción de una agujerito ennegrecido en su sien derecha. Cerca de su mano extendida veíase un revólver de reducido tamaño.

Poirot movió la cabeza con pesar.

Japp dijo:

—Está bien; podéis sacarlo ya.

Japp y Poirot quedaron solos.

El primero dijo:

—Hemos terminado con los formulismos. Huellas dactilares, etcétera.

Poirot sentóse, diciendo:

—Cuénteme.

Japp humedecióse los labios para decir:

Puede haberse disparado él mismo. Probablemente se suicidó. Solo hemos encontrado sus huellas dactilares en el revólver..., pero no me doy por satisfecho.

—¿Qué tiene que objetar?

—Bueno; para empezar parece que no existe razón alguna para que se suicidara... Gozaba de buena salud, ganaba mucho dinero, no tenía preocupaciones que se sepan, ni estaba ligado a ninguna mujer..., al menos... —Japp corrigiese con precaución—, no tanto que resultase comprometido. No estaba triste ni desanimado. A este respecto deseaba conocer su opinión. Usted le vio esta mañana. ¿Notó algo de particular?