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—Voy a interrogar a todos los pacientes de esta mañana. Queda la posibilidad de que dijera algo a alguno de ellos que nos ponga sobre la pista segura.

Miró su reloj.

—Mister Alistair Blunt dijo que podría dedicarnos unos minutos a las cuatro y cuarto. Ire-mos a verle el primero. Su casa está en Chelsea Embankment, y luego miss Sainsbury Seale, de paso para visitar a Amberiotis. Prefiero que sepamos lo más posible sobre este asunto antes de hablar con nuestro amigo griego. Después querría charlar con el americano, que según usted tenía cara de criminal.

Hércules Poirot movió la cabeza.

—De criminal, no; de dolor de muelas.

—Es lo mismo; veremos a mister Raikes. Su comportamiento fue muy extraño para decidirlo ahora. Indagaremos sobre el telegrama de miss Nevill, su tía y su novio. En resumen, lo investigaremos todo e interrogaremos a todo el mundo.

8

Alistair Blunt nunca se había presentado a la vista del público. Posiblemente debido a ser un hombre apacible y retirado. Quizá porque durante años había figurado más como príncipe consorte que como rey.

Rebeca Sanseverato, de soltera Arnholt, a los cuarenta y cinco años vino a Londres desilusionada. Era descendiente de la realeza de los ricos Su madre fue una heredera de la familia europea Rothersteins. Su padre, la cabeza de la Banca americana Arnholt. Rebeca, debi-do a la desgraciada muerte de sus dos hermanos y un primo en un accidente de aviación, fue la única heredera de una inmensa fortuna. Se casó con un aristócrata europeo de nombre famoso, el príncipe Felipe di Sanseverato. Tres años más tarde obtuvo el divorcio y la custodia del hijo de su matrimonio, después de pasar dos años de miseria con aquel canalla bien educado, cuya mala conducta era notoria. Pocos años más tarde, el niño murió.

Amargada por sus sufrimientos, Rebeca Arnholt dedicó a la Banca su indudable capacidad para los negocios que llevaba en la sangre, y se asoció a su padre.

Después de muerto este, ella continuó siendo una figura poderosa del mundo de los nego-cios con sus inmensas posesiones. Se vino a Londres y enviaron a un joven socio de la casa londinense para entregarle varios documentos. Seis meses después el mundo estremecióse al saber que Rebeca Sanseverato iba a contraer nuevas nupcias con Alistair Blunt, un hombre casi veinte años más joven que ella.

Hubo las consiguientes burlas... y sonrisas. Rebeca, según sus amistades, era una tonta en lo referente al sexo masculino. Primero, Sanseverato; ahora, aquel muchacho. Claro que él se casaba solo por su dinero. Iba hacia el segundo desastre. Pero ante la sorpresa general el matrimonio fue un éxito. Los que profetizaron que Alistair Blunt gastaría su caudal en otras mujeres, se equivocaron. Permaneció fiel a su esposa. Incluso diez años después de su fallecimiento, al heredar toda su fortuna, no volvió a casarse, viviendo su vida apacible y sencilla. Era un genio para los negocios, lo mismo que lo fuera su compañera. Sus decisiones e intervenciones eran seguras; su honradez, indiscutible. Dominaba los vastos intereses de Arnholt y Rotherstein con sus dotes extraordinarias.

Apenas frecuentaba la sociedad. Poseía una casa en Kent y otra en Norfolk donde pasar los fines de semana; no en alegres francachelas, sino con unos pocos amigos pacíficos y tragones. Era aficionado al golf, y jugaba bastante bien. Le gustaba ocuparse en su jardín y en pequeños entretenimientos.

Este es el retrato del hombre a cuyo encuentro iba el inspector Japp y Hércules Poirot en un taxi bastante desvencijado.

La Casa Gótica era muy conocida en Chelsea Embankment. Su interior era lujoso, de una sobriedad muy costosa. No muy moderno, pero sí muy confortable.

Alistair Blunt no los hizo aguardar.

—¿El inspector Japp?

Esta adelantóse. para presentarle a Hércules Poirot. Blunt le miró con interés.

—Desde luego conozco su nombre, monsieur Poirot, y creo haberlo oído hace muy poco... —se detuvo, tratando de recordar.

Poirot dijo:

—Esta misma mañana, señor, en la sala de espera de ce pauvre Morley.

Alistair Blunt desarrugó la frente.

—Claro, sabía que le había visto en alguna parte —volvióse a Japp—. ¿En qué puedo servirle? He sentido muchísimo lo ocurrido al pobre Morley.

—¿Le ha sorprendido, mister Blunt?

—Muchísimo. Claro que sé muy poco de él, pero le consideraba incapaz de suicidarse.

—¿Así que esta mañana le pareció alegre y lleno de salud?

—Eso creo..., sí —Alistair Blunt se detuvo; luego, prosiguió con sonrisa infantil—: la verdad es que soy un cobarde cuando se trata de ir al dentista, y odio esa ruedecilla que le meten a uno en la boca. Por eso no me fijé en nada hasta que hube terminado y me dispuse a salir. Pero debo decir que entonces parecía natural, de buen humor y ocupado en su trabajo.

—¿Iba a la consulta a menudo?

—Creo que es la tercera o cuarta vez. No me molestaron las muelas hasta el año pasado.

Hércules Poirot preguntó:

—¿Quién le recomendó a mister Morley?

Blunt frunció el entrecejo, haciendo un esfuerzo para concentrarse.

—Déjeme que piense... Tuve dolor de muelas... Alguien me dijo que viera a Morley, de la calle Reina Carlota... No... Aunque me maten, no recuerdo quién fue... Lo siento...

Poirot dijo:

—Si lo recuerda, ¿querrá comunicárnoslo?

Alistair Blunt le observó con curiosidad.

—Sí, desde luego. ¿Por qué? ¿Qué sucede?

—Quizá pueda importarnos mucho—dijo Poirot.

Mientras bajaban los escalones de la entrada, se detuvo un automóvil ante la mansión. Era de tipo deportivo..., uno de esos coches de cuyo interior es necesario salir por partes.

La joven que así lo hizo era toda brazos y piernas. Acababa de apearse cuando los dos hombres enfilaban la calle.

La muchacha los vio marchar en pie en la acera. De pronto gritó:

—¡Eh!

Sin comprender que la llamada iba dirigida a ellos, no se volvieron y la joven repitió:

—¡Eh! ¡Eh! ¡Ustedes!

Detuviéronse para volverse con aire interrogador. La muchacha se aproximó a ellos. Seguía dando la impresión de ser toda brazos y piernas. Era alta, delgada, y en su rostro había una inteligencia y vivacidad que reemplazaba su falta de belleza. Era morena y de piel muy tostada.

Dirigióse a Poirot:

—Sé quien es usted..., el detective Hércules Poirot—su voz era cálida y profunda con algo de acento americano.

—Para servirle—dijo Poirot.

La muchacha miraba a su compañero.

—El inspector Japp—presentó Poirot.

Sus ojos se abrieron desmesuradamente..., casi con susto, y habló con cierto desasosiego.

—¿Qué han estado haciendo aquí? No le habrá pasado nada a tío Alistair, ¿verdad?

Poirot se apresuró a decir:

—¿Por qué piensa usted eso, miss...?

—No, ¿verdad? Gracias a Dios.

Japp repitió la pregunta de Poirot.

—¿Qué le hace pensar que le haya ocurrido algo a mister Blunt, miss...? —se detuvo, interrogándola.

La chica dijo mecánicamente:

—Olivera. Jane Olivera—luego, echóse a reír—. ¿No es verdad que ver sabuesos en la puerta sugiere una tragedia?

—Me satisface decir que no le ha sucedido nada a mister Blunt, miss Olivera.

Esta miró de frente a Poirot.

—¿Los llamó para algo?

Japp repuso:

—Nosotros vinimos a verle, miss Olivera, para ver si podía iluminarnos sobre el caso de suicidio ocurrido esta mañana.

Ella dijo, interesada:

—¿Suicidio? ¿Quién fue? ¿Y dónde?

—El dentista mister Morley, de la calle Reina Carlota, número cincuenta y ocho.

—¡Oh! —dijo Jane Olivera, añadiendo impulsivamente—: ¡Oh, pero eso es absurdo!—y dando media vuelta los dejó sin más ceremonias, subiendo al galope la escalera de la Casa Gótica, que abrió ella misma con su llave.

—¡Bueno! —dijo Japp, contemplándola—. Esto es algo inaudito.