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—Haré todo lo posible para… —Gotlon se interrumpió, sopesando lo dicho, y echó a Toller una mirada extrañamente intensa—. Señor, la misión… ¿duda de su resultado?

—No dudo en absoluto —dijo Toller sonriendo.

Apretó el hombro de Gotlon durante un segundo, y después se alejó hacia la escalera y bajó, controlando su volumen con dificultad en el estrecho espacio a causa de las condiciones de ingravidez.

Cuando consiguió salir de la nave al vasto cielo, sus movimientos se facilitaron. Los demás estaban ya trabajando, separando la sección de la nave espacial del cuerpo principal del Kolkorron.

Farland era un fondo convexo, enorme e imponente para sus actividades.

En el planeta se veía un casquete polar blanco; tenía más nubes que Land u Overland y producía un potente reflejo que envolvía a las figuras flotantes en un torrente de brillo. El cielo en la parte inferior de la esfera de visibilidad había adquirido la coloración azul oscuro con que Toller estaba familiarizado, pero sobre él era casi negro, y las estrellas y las espirales refulgían con desacostumbrada claridad.

Respiró profundamente al saborear cada aspecto de la escena, sintiéndose un privilegiado por el hecho de haber nacido en unas circunstancias únicas que habían dirigido su vida hasta aquel momento incomparable. Ante él tenía una nueva experiencia, un nuevo planeta que cautivaba sus sentidos, un nuevo enemigo que vencer. Dentro suyo sentía la hirviente alegría que experimentó por primera vez cuando montó el Rojo Uno para hacer frente a la flota de Land, pero había algo más: un pozo de pánico y desesperación.

El gusano que le había acompañado toda la vida eligió aquel preciso instante para reanudar sus movimientos, recordándole que después de Farland no habría ningún otro lugar donde ir. «Quizás», el pensamiento le llegó de puntillas, «mi tumba está allí abajo, en ese mundo extraño. Y quizás allí es donde quiero…»

—Necesitamos tus músculos, Toller —gritó Zavotle.

Toller se propulsó hacia la parte posterior de la nave. Las múltiples cuerdas que unían la sección a la cubierta principal ya habían sido soltadas de sus ganchos de amarre, pero la almáciga ejercía una obstinada fuerza de cohesión que mantenía la unidad de la estructura. Toller ayudó a introducir cuñas, trabajo que resultó fastidioso y difícil, ya que era preciso colgarse de la nave con una mano y contener la reacción del martillo con el propio cuerpo. Las palancas hubieran resultado inútiles por la misma razón, y al final la separación se logró cuando los miembros del grupo de trabajo introdujeron los dedos y las punteras de sus zapatos en una ranura de uno de los lados y tiraron con fuerza.

La nave de aterrizaje se separó de golpe, revolcándose suavemente, descubriendo el cono de salida del motor que llevaría a la nave principal de vuelta a Overland. Dakan Wraker ya había desconectado las prolongaciones de los mandos, y ahora debía encargarse de volver a conectar las varillas a ambos motores y comprobar que funcionaran adecuadamente.

—Tendríamos que haber traído ropa más ligera —comentó Zavotle, con el rostro pálido y brillante de sudor—. ¿No te has dado cuenta de que aquí no hace frío? Estamos más lejos del sol, y sin embargo el aire es más caliente que en nuestra zona de ingravidez. La naturaleza se divierte confundiéndonos, Toller.

—Ahora no es momento de preocuparse por ello.

Toller se impulsó hacia la nave espacial y ayudó a empujarla lateralmente para separarla del Kolkorron, con la fuerza combinada de los cinco propulsores personales. Tras eso, la tripulación empezó a sacar de la barquilla el globo plegado, extendiéndolo y atando las cuerdas de carga. Los montantes de aceleración —que habían sido divididos para que cupiesen dentro de la nave— eran difíciles de ensamblar, pero la tarea se había ensayado antes de iniciar el viaje y se realizó en poco tiempo.

Wraker terminó su trabajo en la nave madre; y pocos minutos después de su llegada a la barquilla había arreglado el motor para poder dar comienzo al inflado del globo. La operación fue fácil debido a que toda la estructura caía lentamente, creando una corriente de aire que infló un poco el globo, preparándolo para la entrada del gas caliente.

Toller, por ser el piloto más experto de naves espaciales, asumió la responsabilidad de poner en marcha el motor en su posición de quemador e inflar el globo sin que el calor dañase los paneles inferiores. En cuanto el gigante etéreo, con todas sus tracerías geométricas, fue impulsado para que se situase sobre la barquilla, cedió el asiento del piloto a Berise y se colocó al lado.

Ahora el Kolkorron caía más deprisa que la nave espacial; su brillante cuaderna se deslizaba mientras los otros observaban desde la baranda de la barquilla. Gotlon apareció en la puerta abierta de la sección central y se despidió con la mano antes de cerrarla y sellar la nave.

Un minuto después, el motor principal del Kolkorron empezó a rugir. La astronave dejó de caer, quedando suspendida durante un momento fugaz antes de iniciar su ascenso. El motor parecía sonar cada vez con más fuerza a medida que subía hacia donde ellos estaban, y Toller sintió la mezcla de gas caliente que salía en descargas por el cono de escape, alterando el equilibrio del globo y la barquilla. Se quedó mirándola hasta que pasó ante ellos y desapareció detrás del horizonte curvado del globo. De repente, sintió admiración hacia Gotlon, un joven normal y corriente que, sin embargo, tenía el valor de volar solo en el vacío, confiando en una mujer que no conocía para que le guiase con sus órdenes espectrales.

No fue la primera vez que Toller pensó en lo temerario que había sido pretender atravesar el espacio interplanetario con apenas una vaga sospecha de los peligros que aguardaban. Tal actitud se hacía acreedora de un desastre. Para él y Zavotle, el castigo prescrito quizá fuera justo; pero debía hacer todo lo posible para asegurarse de que sus jóvenes compañeros no fueran arrastrados también por el torbellino de su destino.

El mismo pensamiento volvió a asaltarlo muchas veces durante los seis días que duró el descenso a la superficie de Farland.

La relación con los jóvenes pilotos —y en especial con Berise— le había enseñado lo ofendidos que se sentían ante cualquier exceso de protección de su parte. Debía respetar sus sentimientos, pero se encontraba ante un dilema. Sabía que sus puntos de vista estaban matizados por una excesiva confianza, por la arrogante creencia inconsciente de que triunfarían sobre cualquier adversario, que sobrevivirían a cualquier peligro. La euforia de montar los vehículos de combate por la zona de ingravidez los persuadió de que la imprudencia era un sistema de vida aceptable.

Su propia carrera apenas le permitía adoptar otra actitud, pero estaba acosado siempre por el conocimiento de que, desde el principio, no había resultado ser la persona adecuada para dirigir la expedición a Farland. Ni siquiera Zavotle comprendió que, en el espacio, una nave en movimiento podía continuar a la misma velocidad indefinidamente con el motor apagado, y que los efectos de cualquier impulso adicional eran acumulativos. Todos habrían muerto al entrar en la atmósfera de Farland de no haber sido por la intervención de Sondeweere; y ella tenía razón al reprocharle su insensata imprudencia.

Ni siquiera había considerado la idea de que Farland estuviera poblado por seres corrientes, y mucho menos por criaturas de talento superior y con poderes que superaban a su propia inteligencia. Sondeweere le había asegurado que el aterrizaje en el planeta significaría la muerte para los astronautas y, a medida que descendían, se le hacía más difícil levantar barreras de incredulidad contra sus predicciones.

Otra contribución a su inquietud era la propia Sondeweere. Sus visitas telepáticas no habían sorprendido a Bartan; Berise y Wraker parecían haberla aceptado sin demasiadas dificultades, pero Toller había sido siempre demasiado materialista y escéptico para no sentir ahora que todo su universo interior se tambaleaba cada vez que pensaba en ella.