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La puerta daba a una alacena vacía. Pero, debía ser el sitio indicado. Aquí había habido cebada. La rata gigante de Sumatra, o alguna otra rata, había hecho un agujero en el saco de cebada. Un ladrón se había llevado el saco, dejando tras sí un rastro de cebada derramada, semejante al rastro de pólvora de Guy Fawkes. El rastro llevaba a una ventana abierta. Holmes se asomó por ella y vio el rastro de cebada alejándose.

Subió a la ventana y siguió los granos en parte germinados y en parte secos por una calle empedrada hasta una puerta flanqueada por rosales. Una mirada a través del cristal de la puerta le mostró el interior de un pub. Esta debía ser su marca final.

Que estaba en la casa que Jack construyó. Holmes convocó un cartel de pub donde se veía una botella inclinada de licor de malta con cara y extremidades. Sir John Barleycorn. Holmes estampó letras en el cartel.

ALEGRÍA

SALUD

El pub en sí no era más que una imitación, un mero decorado, como el de la taberna cerca de Newgate que salía en la Ópera del Mendigo de John Gay (¿no había interpretado Irene el papel de Polly Peachum?), y parecía vacío y a oscuras. Llamó, pero no acudió nadie a abrir la puerta. Gritó, pero nadie le respondió. Estaba buscando la llave en los aleros o en la tierra entre los rosales cuando alguien le habló.

– Hola, señor Holmes.

Había oído antes esa voz.

DEJAVU

JED

UVA

Aunque no podía verla en persona, podía verla como era de verdad. Irene Atila Su mente entró en contacto con la de ella. Fueron una.

Sabían que no tenían mucho tiempo. Holmes debía encontrar el camino de vuelta para impedir que hicieran explotar el Banco. Se separaron de momento.

Esta es la casa que Jack construyó.

Esta es la cebada que había en la casa que Jack construyó.

Éste es la ratón que se comió la cebada que había en la casa que Jack construyó.

Éste es el gato que mató al ratón que se comió la cebada que había en la casa que Jack construyó.

Éste es el perro que preocupaba al gato que mató al ratón que se comió la cebada que había en la casa que Jack construyó.

Ésta es la vaca del cuerno doblado que coceó al perro que preocupaba al gato que mató al ratón que se comió la cebada que había en la casa que Jack construyó.

Ésta es la doncella en afligido estado que ordeñó a la vaca del cuerno doblado que coceó al perro que preocupaba al gato que mató al ratón que se comió la cebada que había en la casa que Jack construyó.

Éste es el hombre harapiento y destrozado que besó a la doncella en afligido estado que ordeñó a la vaca del cuerno doblado que coceó al perro que preocupaba al gato que mató al ratón que se comió la cebada que había en la casa que Jack construyó.

Éste es el sacerdote afeitado y tonsurado que casó al hombre harapiento y destrozado que besó a la doncella en afligido estado que ordeñó a la vaca del cuerno doblado que coceó al perro que preocupaba al gato que mató al ratón que se comió la cebada que había en la casa que Jack construyó.

Éste es el…

El hilo se había roto.

El gallo que cantó cuando hubo alboreado no aparecía. El mundo era blancura bajo un cielo blanco. Ante él sólo pasó una cosa: un zorro rojo con grasa y plumas oscuras en la barbilla. A continuación, se desvaneció en la blancura con una sonrisa de Moriarty.

La blancura se comunicó con Holmes. El miró a su alrededor. No parecía haber ninguna parte a la que ir y no parecía haber ninguna parte en la que quedarse.

Pero tenía que actuar. Si no lo hacía, dejaría de existir.

Holmes alargó la mano como si estuviera en otra dimensión. Su mano se cerró sobre algo envuelto y metido en el bolsillo de alguien. Por el tacto supo que era un huevo duro con sal y envuelto en una servilleta.

Se descubrió llamando:

– Doctor Watson, venga aquí. Le necesito.

IV

Me pareció oír una voz familiar llamándome. No pude moverme para obedecerla.

La voz volvió a llamarme, y esta vez supe que era Holmes y que me hablaba en mi mente.

Intenté responder del mismo modo.

– ¡Holmes! ¿Qué está pasando?

– No hay tiempo de explicaciones. ¿Puede sacamos de aquí?

– ¿Dónde es aquí?

– El 421/2 de Threadneedle Street. En un cuarto del sótano.

Entonces recordé el golpe en la cabeza. Mi cabeza me latió ante el recuerdo. Si hubiera estado en pie y con posibilidad de ver, me habría girado en redondo para enfrentarme a mi atacante con los puños dispuestos para el combate, según las reglas del Marqués de Queensbury. Póngase en su marca o vaya contando. Dos Monteros Cazan Venados Blancos.

– ¿Qué diablos significa eso, Watson?

– Es una regla mnemotécnica para los rangos nobiliarios. Duque, Marqués, Conde, Vizconde, Barón.

– ¡Cielos, Watson, no me diga que usted es el idiot savant!

– ¿El qué?

– No hay tiempo. No hay tiempo. Estamos atrapados en un laberinto mental. ¿Conoce usted una forma de salir?

Pues claro que la conocía. ¿Acaso no lo había estudiado? El poeta griego Simónides (500 A.C.) inventó las reglas mnemotécnicas, o asociaciones locales, basándolas en un mapa mental de una casa o una habitación. Elegí el salón del 221 B de Baker Street. Localicé lenguajes y significados de palabras en la correspondencia sin contestar atravesada por un cuchillo en el mismo centro de la repisa de madera. Relacionaba los asuntos militares con el retrato del General Gordon, los asuntos religiosos con el del reverendo Henry Ward Beecher, los asuntos musicales con el estuche de violín, siguiendo así con lodo el resto.

Al parecer, Holmes lo entendió porque me habló con urgencia en la voz.

– Entonces vuelva a la consciencia, viejo amigo, y libérenos a todos.

Eché un vistazo rápido a la sala de estar y abrí la puerta que daba a las escaleras. Me encontré sujeto por unas sábanas, pero encogí el estómago para obtener cierta holgura y pude sacar los brazos retorciéndome y removiéndome. Entonces pude quitarme un monstruoso casco de la cabeza, aunque eso supuso tener que soltar algunos cables que habían estado sujetos a mi cuero cabelludo. Me senté y miré a mi alrededor.

Estaba en una húmeda habitación donde había cuatro camas. Supe que Holmes era quien estaba en una de ellas, aunque el casco no me permitía verle la cabeza. Una mujer, también con casco, estaba en otra cama. Yo estaba en la tercera cama. La cuarta cama estaba vacía, a excepción de un casco sin usar. Unos cables conectaban los cascos unos a otros y a una pila voltaica.

– ¡Deprisa, Watson! -La voz ya no era la voz mental, sino un seco croar, apenas más fuerte que un susurro, y provenía de los labios de Holmes.

Columpié los pies hasta posarlos en el suelo, me puse en pie, y caminé, casi ebriamente, hasta donde estaba Holmes. No estaba atado, pero resultaba evidente que su casco, o las sensaciones de las que el casco era culpable, era el responsable de su inmovilidad. Le solté el casco torpemente y lo aparté arrancando varios cables con el

Holmes abrió los ojos. Nunca le había visto tan fuera de sí. Sus ojos se clavaron en la cuarta cama.

– ¡Moriarty se ha ido! -Su mirada se clavó en la mía-. ¡La hora, Watson, la hora!

Busqué apresuradamente mi reloj.

– Las dos menos cinco, aunque no sé si de la tarde o de la noche.

– ¡Cinco minutos! ¡Tengo cinco minutos para encontrar y desactivar la bomba!

Parecía desprovisto de energías, pero hizo un esfuerzo para sentarse.

Intenté impedirle que se levantara tan pronto, pero me apartó y se puso en pie sin ayuda.

– Atienda a la mujer -dijo señalando a su espalda mientras salía de la habitación tambaleándose.

Fui a atender a la mujer. Seguía estando bajo los efectos del somnífero. Era mejor así. Pobre señora Hudson.