Pobre Holmes, también. Las sábanas de la cuarta cama estaban lisas, sin marca alguna de una forma humana, y desprovistas de calor humano. En las Cataratas de Reichenbach se había enfrentado consigo mismo, había hecho las paces consigo mismo, o, al menos, había sumergido a Moriarty en los más profundos abismos de su mente. Y allí había permanecido Moriarty enterrado, hasta hacía poco, cuando el Moriarty que había en Holmes salió a la superficie para volver a enfrentarse a él una vez más por la posesión de su alma.
Holmes no tenía ningún oponente digno de él, ningún rival para su persona salvo su propia persona. Como había dicho Holmes en «Un Caso de Identidad»: «El que los dos hombres nunca estuvieran juntos, pero que uno apareciera siempre que el otro no estaba presente, resultaba muy sugerente». Y desde «La Aventura de los Planos de Bruce Partington», en que Holmes dijo: «Es una suerte para esta comunidad el que yo no sea un criminal», yo había estado preparándome subconscientemente para lo que había acabado sucediendo.
EL CASO DEL DOCTOR – Stephen King
Creo que sólo hubo una ocasión en la que yo resolviese un crimen antes que mí escasamente imaginativo amigo Sherlock Holmes. Digo creo porque mi memoria empezó a volverse borrosa por los bordes cuando alcancé mi novena década, y ahora que me acerco a la centena, toda ella se ha vuelto decididamente nebulosa. Puede que hubiera otra ocasión, pero no recuerdo si la hubo.
Dudo que alguna vez pueda llegar a olvidar este caso en particular por muy oscuros que puedan volverse mis pensamientos y recuerdos, pero sospecho que no me queda mucho tiempo para seguir escribiendo, así que pensé que debía pasarlo al papel. Dios sabe que ya no puede humillar a Holmes, pues hace ya cuarenta años que está en la tumba. Creo que es tiempo suficiente para haber dejado la historia sin contar. Ni siquiera Lestrade, que solía emplear a menudo a Holmes, aunque nunca sintió especial apego por él, rompió el silencio sobre el caso de lord Hull, aunque, considerando las circunstancias, difícilmente podría haberlo hecho. E incluso dudo que lo hubiera hecho si las circunstancias hubieran sido diferentes. Holmes y él podrían sentir una mutua enemistad, pero Lestrade sentía un respeto peculiar por mi amigo.
¿Por qué lo recuerdo tan claramente? Porque el caso que resolví, y, según creo, el único que yo resolví durante mi larga asociación con Holmes, fue precisamente aquel que Holmes deseaba resolver más que ningún otro.
Hacía una tarde húmeda y deprimente y el reloj acababa de dar la una y media. Holmes estaba sentado junto a la ventana, sosteniendo su violín pero no tocándolo, mirando en silencio a la lluvia. Había ocasiones, sobre todo cuando había dejado atrás sus días de cocainómano, en que Holmes podía ponerse taciturno hasta la displicencia cuando los cielos permanecían insistentemente grises durante una semana o más. y aquel día debía sentirse decepcionado, ya que el barómetro había estado subiendo desde la noche anterior y había predicho confiadamente que, como mucho, el cielo habría despejado para las diez de la mañana. Sin embargo, la bruma que flotaba en el aire cuando desperté se había espesado hasta convertirse en una lluvia continua. Y si había algo que pudiera volverle más taciturno que los largos periodos de lluvia, era el equivocarse.
Se levantó bruscamente, hizo sonar el violín tirando con una uña de una cuerda y sonrió sardónicamente.
– ¡Watson! ¡Fíjese en esa imagen! ¡El sabueso más mojado que habrá visto en su vida!
Era Lestrade, por supuesto, sentado en la trasera de un coche descubierto, con el agua chorreando por entre sus ojos ferozmente inquisitivos. Bajó del coche apenas se detuvo, tirándole una moneda al conductor y dirigiéndose ¡1 continuación hacia el 221B de Baker Street. Iba tan deprisa que pensé que se daría de bruces contra nuestra puerta.
Oí a la señora Hudson quejándose sobre su estado decididamente húmedo y el efecto que tendría en las alfombras tanto de abajo como de arriba. Entonces, Holmes, que puede hacer que Lestrade parezca una tortuga cuando la urgencia le mueve, se asomó a nuestra puerta y gritó hacia abajo.
– Déjele subir, señora Hudson. Pondré un periódico bajo sus botas si se queda mucho tiempo, pero me parece que…
Lestrade ya estaba subiendo las escaleras, dejando que la señora Hudson le reconviniera desde abajo. Estaba acalorado, sus ojos despedían chispas y enseñaba los dientes, decididamente amarilleados por el tabaco, formando una sonrisa lobuna.
– ¡Inspector Lestrade! -exclamó Holmes jovialmente-. ¿Qué le trae por aquí con semejante…?
No fue más allá. Lestrade le interrumpió, jadeante por la subida.
– Creo que los gitanos dicen que los deseos los concede el diablo. Ahora lo creo. Venga cuanto antes si quiere echar un vistazo, Holmes; el cadáver está fresco y los sospechosos en el banquillo.
– ¿De qué se trata?
– De aquello que, en su orgullo, le he oído desear un centenar de veces o más, mi querido amigo. ¡El crimen perfecto en una habitación cerrada!
Ahora eran los ojos de Holmes los que echaban chispas.
– ¿De verdad? ¿Lo dice en serio?
– ¿Acaso me habría arriesgado a coger una pulmonía viniendo hasta aquí en un coche descubierto si no lo estuviera?
Entonces, en la única vez que le oí decirlo (pese a las incontables veces que se le ha atribuido la frase), Holmes se volvió hacia mí y gritó:
– ¡Vamos, Watson! ¡Empieza el juego!
Mientras íbamos de camino a la casa de lord Hull, Lestrade comentó amargamente que Holmes también tenía la suerte del diablo, ya que, aunque Lestrade había pedido al conductor que le esperara y éste se había ido, apenas salimos de nuestros aposentos apareció tranquilamente calle abajo esa exquisita rareza que es un coche de punto desocupado en medio de lo que se había convertido en una lluvia torrencial. Subimos a él y enseguida nos pusimos en camino. Holmes se sentó en el lado de la izquierda, como siempre, con sus ojos examinando incansables lo que le rodeaba, catalogando todo lo que veía, aunque aquel día hubiese muy poco que ver… o, al menos, eso le habría parecido a la gente como yo. No tengo ninguna duda de que cada esquina de calle vacía y cada tienda bañada por la lluvia le decía mucho a Holmes.
Lestrade dirigió al conductor hacia lo que parecía una dirección elegante de Saville Row, y luego preguntó a Holmes si conocía a lord Hull.
– He oído hablar de él -dijo Holmes-, pero nunca tuve la suerte de conocerle. Y ahora parece que nunca la tendré. Naviero, ¿verdad?
– Era naviero, sí, pero tenía la mejor suerte del mundo. Según los que le conocieron (incluyendo a las personas que le eran más próximas y… ¡ejem!… queridas), lord Hull era una persona completamente detestable, y tan molesto como el rompecabezas de un cuento para niños. Al final de su vida se portaba de forma detestable y molesta por el mero hecho de portarse así. El caso es que, a cosa de la una del mediodía, hace… -sacó su grueso reloj de bolsillo-… dos horas y cuarenta minutos, alguien le clavó una daga en la espalda cuando estaba sentado en su estudio, con su testamento en el secante situado ante él.
– Así que -dijo Holmes pensativo, encendiendo la pipa-, usted cree que el estudio de este desagradable lord Hull es la habitación completamente cerrada que llevo esperando toda mi vida, ¿no es así?
Sus ojos miraron con escepticismo a través de la ascendiente vaharada de humo azul.
– Creo que así es -dijo Lestrade con calma.
– Watson y yo ya hemos cavado en pozos parecidos y todavía no hemos encontrado agua -dijo Holmes, y me miró antes de volver a su incesante catalogación de las calles por las que pasábamos-. ¿Se acuerda de la «Banda de Lunares», Watson?
No necesitaba responderle. En ese asunto también hubo una habitación cerrada, cierto, pero también había en ella un tubo de ventilación, una serpiente llena de veneno, y un asesino lo bastante malvado como para permitir que la una entrara en la otra. Fue algo diabólico, pero Holmes comprendió la situación en un abrir y cerrar de ojos.