– Tienes un rostro tan hermoso, deja que lo dibuje. Lo hago gratis, de verdad.
Y mientras su lápiz trazaba líneas sobre la hoja sus ojos resplandecían y sonreían, aunque sus labios permanecían cerrados.
– ¿Por qué piensa que tengo un rostro bonito? -le pregunté mientras posaba.
– Porque expresa belleza, candor, inocencia y espiritualidad -respondió con amplios gestos de las manos.
Bajo las mantas he vuelto a pensar en las palabras del pintor y luego en la mañana pasada, cuando perdí lo que el viejo brasileño había encontrado de raro en mí. Lo perdí entre unas sábanas demasiado frías y entre las manos de quien ha devorado su propio corazón, que ya no late. Muerto. Yo tengo un corazón, diario, aunque él no se dé cuenta, aunque quizá nunca nadie se dé cuenta. Y, antes de abrirlo, le daré mi cuerpo a cualquier hombre, por dos motivos: porque quizá saboreándome conocerá el sabor de la rabia y de la amargura y, por tanto, sentirá un mínimo de ternura; luego, porque se enamorará de mi pasión hasta ser incapaz de prescindir de ella. Sólo después me entregaré completamente, sin dilaciones ni constricciones, para que nada de lo que siempre he deseado se pierda. Lo mantendré apretado entre los brazos y lo haré crecer como una flor rara y delicada, atenta a que una bofetada del viento no la aje de repente. Lo prometo.
9 de abril
Los días son mejores; la primavera ha explotado este año sin medias tintas. Un día me despierto y me encuentro con las flores abiertas y el aire más tibio, mientras el mar recoge el reflejo del cielo transformándose en una masa de azul intenso. Como cada mañana, cojo la moto para ir al colegio. El frío todavía es punzante, pero el sol en el cielo promete que más tarde subirá la temperatura. Resaltan desde el mar los farallones que Polifemo le lanzó a Nadie, después de que éste lo hubiera cegado. Están clavados en el fondo marino, están allí desde quién sabe cuándo y ni las guerras, ni los terremotos, ni siquiera las violentas erupciones del Etna los han desmoronado nunca. Se yerguen imponentes sobre el agua y pienso en cuánta mediocridad, cuánta pequeñez hay en el mundo. Nosotros hablamos, nos movemos, comemos, realizamos todas las acciones que los seres humanos tenemos la obligación de llevar a cabo, pero, a diferencia de los farallones, no permanecemos siempre en el mismo sitio, del mismo modo. Nos deterioramos, diario, las guerras nos matan, los terremotos acaban con nosotros, la lava nos traga y el amor nos traiciona. Y ni siquiera somos inmortales. Pero quizá esto sea bueno, ¿no?
Ayer, las piedras de Polifemo se quedaron mirándonos mientras él se movía convulsamente sobre mi cuerpo, sin preocuparse por mis escalofríos ni por mis ojos que apuntaban hacia otra parte: al reflejo de la luna en el agua. Lo hicimos todo en silencio, como siempre, del mismo modo, cada vez. Su rostro se hundía detrás de mis hombros y sentía su aliento en el cuello: no era cálido, era frío. Su saliva bañaba cada centímetro de mi piel como si una babosa lenta y perezosa dejara su estela viscosa. Y su piel ya no me recordaba la piel dorada y sudada que había besado una mañana de verano. Sus labios ya no sabían a fresa, ya no tenían ningún sabor. En el momento de ofrecerme su poción secreta, emitió el habitual estertor de placer, cada vez más parecido a un gruñido. Se separó de mi cuerpo y se tendió sobre su toalla, al lado de la mía, suspirando como si se hubiera liberado de un peso agobiante. Apoyando el cuerpo sobre un costado observé y admiré las curvas de su espalda. Amagué un lento acercamiento de la mano, pero la retiré en seguida, atemorizada por su reacción. Me dediqué a mirar: a él y a los Farallones, durante mucho tiempo, un ojo en él y el otro en ellos. Luego, desplazando la mirada, descubrí la luna en medio y la observé, admirada, entornando los ojos para enfocar mejor su redondez y su color indefinible.
Me volví de pronto, como si hubiera comprendido algo, un misterio antes inalcanzable:
– No te quiero -susurré muy despacio, como para mí misma.
Ni siquiera tuve tiempo de pensarlo. Se volvió despacio, abrió los ojos y preguntó: -¿Qué coño has dicho?
Lo miré durante un momento con el rostro firme, inmóvil y levantando la voz dije: -No te quiero.
Arrugó la frente y las cejas se acercaron, luego exclamó bien alto:
– ¿Y quién coño te lo ha pedido? Nos quedamos callados y él se echó de nuevo de espaldas. A lo lejos oí que se cerraba la puerta de un coche y luego las risitas de una pareja. Daniele se volvió hacia ellos y dijo, fastidiado:
– ¿Qué coño quieren éstos… por qué no se van a follar a otra parte y nos dejan descansar en paz?
– También ellos tienen derecho a follar donde les dé la gana, ¿no? -dije, la vista clavada en el brillo del esmalte transparente de mis uñas.
– Oye, chata… tú no eres quien para decirme qué deben o no deben hacer los demás. Lo decido yo, siempre yo, también sobre ti siempre he decidido y siempre decidiré yo.
Mientras hablaba me volví, fastidiada, recostándome sobre la toalla húmeda. Él me sacudió con rabia los hombros mientras emitía sonidos indescifrables con los dientes apretados. No me moví, cada uno de los músculos de mi cuerpo estaba tenso.
– ¡No puedes tratarme así! -chillaba-. No puedes pasar de mí… cuando hablo debes escucharme y nunca más te permitas darte la vuelta, ¿has entendido?
Entonces me volví de golpe, le aferré las muñecas y las sentí débiles bajo mis manos. Tuve piedad por él, se me oprimió el corazón.
– Estaría escuchándote durante horas y horas si al menos me hablases, si me dieras la oportunidad de escucharte -dije, modulando suavemente.
Vi que su cuerpo se relajaba, lo sentí. Cerró los párpados y volvió sus ojos a su interior.
Estalló en lágrimas y se cubrió el rostro con las manos de vergüenza. Luego se acurrucó de nuevo sobre la toalla. Con las piernas dobladas parecía aún más un niño indefenso e inocente.
Le di un beso en la mejilla, doblé mi toalla en silenció y con cautela, recogí todas mis cosas y me dirigí lentamente hacia la pareja. Estaban abrazados, se llenaban del olor del otro olisqueándose los cuellos. Me detuve un instante para mirarlos y entre el ligero rumor de las olas del mar oí susurrar un «te quiero».
Me llevaron de vuelta a casa; se lo agradecí disculpándome por haberlos interrumpido, pero ellos me tranquilizaron diciéndome que estaban contentos de haberme ayudado.
Ahora, diario, mientras te escribo me siento en falta. Lo dejé en la playa húmeda llorando lágrimas de sangre, me fui como una cobarde y lo dejé haciéndose daño. Pero lo hice por él, y también por mí. Tantas veces me dejó llorar y en vez de abrazarme me mandó a paseo, mofándose. No será un drama para él quedarse solo. Y tampoco lo será para mí.
30 de abril
¡Estoy feliz, feliz, feliz! No ha sucedido nada por lo que deba estarlo y, sin embargo, lo estoy. Nadie me llama nunca, nadie me busca y, sin embargo, reboso de alegría por todos los poros, estoy contenta hasta lo inverosímil. He desterrado todas las paranoias, ya no espero con angustia su llamada, ya no tengo la angustia de sentirlo bombear encima de mí, burlándose de mi cuerpo y de mí. Ya no tengo que contarle mentiras a mi madre, cuando, de vuelta de quién sabe dónde, me preguntaba dónde había estado. Y yo puntualmente le respondía cualquier tontería: en el centro tomando una cerveza, en el cine o en el teatro. Y antes de dormirme fantaseaba y pensaba qué habría hecho si de verdad hubiera estado a esos sitios. Me habría divertido, desde luego, habría conocido gente, habría tenido una vida que no fuera sólo el colegio, la casa y el sexo con Daniele. Y ahora quiero esta otra vida, no importa cuánto tarde, ahora quiero a alguien al que le interese Melissa. Quizá la soledad me esté destruyendo, pero no me da miedo. Soy mi mejor amiga, nunca podría traicionarme, nunca abandonarme. Pero quizá podría hacerme daño, quizá sí hacerme daño. Y no porque disfrute, sino porque quiero castigarme de alguna manera. Pero ¿cómo hace alguien como yo para amarse y castigarse al mismo tiempo? Es una contradicción, diario, ya lo sé. Pero nunca amor y odio han estado tan cerca, han sido tan cómplices, han estado tan dentro de mí.