7 de julio
12,38 de la noche
Hoy he vuelto a verlo, ha abusado una vez más de mis sentimientos y espero que sea la última. Todo ha empezado como siempre y todo ha terminado del mismo modo. Soy una estúpida, diario, no habría debido permitirle que se acercara todavía.
5 de agosto
Ha terminado, para siempre. Y me complace decir que yo no estoy terminada, es más, estoy volviendo a vivir.
11 de septiembre
15,25
Quizá Daniele esté mirando las mismas imágenes de la tele, las mismas que veo yo.
28 de septiembre
9,10
El colegio ha empezado hace poco y ya se respira un clima de huelgas, manifestaciones y asambleas, siempre con los mismos argumentos. Ya imagino los rostros enrojecidos de los del «colectivo» que se enfrentan con los de la «acción». Dentro de unas horas comenzará la primera asamblea del año, cuyo tema será la globalización. En este momento estoy en el aula, con el profesor suplente; detrás de mí, algunas de mis compañeras hablan del invitado que vendrá a la asamblea de hoy. Dicen que es guapo, que tiene un rostro angelical y una inteligencia perspicaz; se ríen groseramente cuando una de ellas dice que la inteligencia perspicaz le tiene sin cuidado, que le interesa más el rostro angelical. Las que hablan son las mismas que hace algunos meses fueron enmerdándome por ahí, diciendo que me había ido a la cama con uno que no era mi novio. Había confiado en una de ellas, le había contado todo sobre Daniele y ella me había abrazado, pronunciando un «lo siento» burdamente hipócrita.
– ¿Por qué, no te dejarías follar por alguien así? -preguntó la que traicionó mi confianza a otra.
– No, lo violaría contra su voluntad -respondió, riendo.
– ¿Y tú, Melissa? -me preguntó. -¿Tú, qué harías?
Me volví y le dije que no lo conozco y que no tengo ganas de hacer nada. Ahora las oigo reír, y sus carcajadas se confunden con el sonido metálico y retumbante de la campana que indica el final de la hora.
16,35
En la tarima montada para la asamblea, no presté atención a los precintos desbordados ni a los McDonald's incendiados, aunque había sido elegida para redactar el acta del encuentro. Estaba en el centro del largo escritorio, con los invitados de las facciones enfrentadas a cada lado. El chico del rostro angelical se había sentado junto a mí, con un boli en la boca, que roía sin decoro. Y mientras el derechista convencido se enfrentaba al izquierdista encarnizado, mis ojos estaban absortos en el boli azul encajado entre sus dientes.
– Apunta mi nombre entre los oradores -dijo, con el rostro vuelto sobre su hoja de apuntes.
– ¿Cuál es tu nombre? -pregunté con discreción.
– Roberto -dijo, esta vez mirándome, sorprendido de que no lo supiera.
Se levantó para hablar; su discurso era vigoroso y exaltante. Lo observaba mientras se movía con ademán desenvuelto manteniendo en la mano el micrófono y el boli; la platea, en vilo, le reía sus ocurrencias irónicas que golpeaban en el momento justo. Es estudiante de derecho, pensaba, es lógico que tenga ciertas habilidades oratorias. Me di cuenta de que, de vez en cuando, se volvía para mirarme y, con cierta malicia pero con absoluta normalidad, me abrí la camisa descubriendo el cuello hasta el nacimiento de los senos blancos. Quizá se percató de mi gesto porque empezó a volverse más a menudo e, incómodo y curioso a la vez, me lanzaba miradas significativas. Al menos así me pareció. Terminado el discurso, se sentó y volvió a meterse el boli en la boca sin hacer caso de los aplausos que le dedicaban. Luego se volvió hacia mí, que estaba redactando las actas, y dijo: -No recuerdo tu nombre. Tenía ganas de jugar: -Aún no te lo he dicho -respondí. Levantó ligeramente la cabeza y dijo: -¡Claro!
Volvió a sus apuntes, mientras yo me sonreía un poco, contenta de que estuviera esperando que le dijera mi nombre.
– ¿Y no quieres decirlo? -preguntó, escrutándome atentamente el rostro.
Sonreí cándidamente:
– Melissa -dije.
– Mmm… tienes nombre de abeja. ¿Te gusta la miel?
– Demasiado dulce -respondí-, prefiero los sabores más fuertes.
Sacudió la cabeza, sonrió y seguimos escribiendo cada uno por su lado. Después de un rato se levantó para fumar un cigarrillo y lo veía reír y gesticular animadamente con otro chico, también muy guapo, y a veces me miraba y sonreía llevándose el cigarrillo a la boca. Desde lejos parecía más delgado y esbelto y su cabello parecía suave y perfumado, con pequeños bucles de color bronce que le caían delicadamente sobre el rostro. Se apoyaba en el poste de la luz con todo el peso descargado sobre una cadera, que parecía levantada por la mano que tenía en el bolsillo de los pantalones: la camisa de grandes cuadros verdes salía por fuera, desaliñada, y las gafas redondas completaban su aspecto de intelectual. A su amigo lo había visto varias veces fuera del colegio distribuyendo octavillas. Siempre llevaba un purito en la boca, encendido o apagado.
Acabada la asamblea, estaba recogiendo los folios dispersos por el escritorio que debían adjuntarse a las actas, cuando llegó Roberto, me estrechó la mano y me saludó con una amplia sonrisa.
– ¡Hasta pronto, compañera!
Me dio risa y le confesé que me gusta que me llamen compañera, es divertido.
– ¡Venga, venga! ¿Qué haces ahí charlando? ¿No ves que la asamblea ha terminado? -dijo el vicedirector dando palmas.
Hoy estoy contenta, he conocido a una persona agradable y espero que no acabe aquí. Ya lo sabes, diario, yo persevero mucho si quiero conseguir algo. Ahora quiero su número y estoy segura de que lo obtendré. Después de su número querré lo que ya sabes, o sea ocupar un espacio en sus pensamientos. Pero antes de eso ya sabes qué debo dar…
10 de octubre
17,15
Hoy es un día húmedo y triste, el cielo está gris y el sol es una mancha pálida y fuera de foco. Esta mañana ha caído una llovizna, mientras que ahora los relámpagos amenazan con hacer saltar la corriente. Pero no me importa el tiempo, yo soy muy feliz.
A la salida del colegio los buitres habituales, que quieren venderte algún libro o convencerte con alguna octavilla, indiferentes incluso a la lluvia. Protegido con un impermeable verde y con el punto en la boca, estaba el amigo de Roberto, distribuyendo unas hojas rojas con la sonrisa estampada en el rostro. Cuando se acercó para dármela también a mí lo miré, pasmada, porque no sabía qué hacer, cómo comportarme. Susurré un tímido «gracias» y seguí caminando muy lentamente pensando que no volvería a tener una ocasión tan propicia. Escribí mi número sobre la hoja y, volviendo sobre mis pasos, se la restituí.
– ¿Qué haces, me la devuelves en vez de tirarla como hacen los demás? -me preguntó, sonriente.