Выбрать главу

– Este arquero lo hay, que es el príncipe de Tebas, nieto de un rey muy sonado que le llamaban don Edipo.

El señor Leonís besó la mano de mi amo, cogió el ovillo que iba en una caja de mantecadas de Astorga muy envuelto en un pañuelo de seda verde, y al instante salió a galope en su bayo corredor por el camino de Belvís. Nunca pude saber si llegaría a tiempo, pero de quien conservo más memoria es de dama Caliela, que por veces me viene a los sueños míos, y se pone en ellos tan fácil como anillo en el dedo.

La Princesita Que Se Quería Casar

Era por las vísperas de San Juan. Del castillo vino el enano en su mula, que era mucha fantasía venir el hombrecito aquel en una mula cisterciense de gran porte, y de andar tan solaz y balanceado como una preñada primeriza. Vino el enano, digo, y traía una carta con bula colgada de una cinta verde para mi amo Merlín, y siempre que venía el enano de los condes a Miranda, subía a hacerle el paripé a doña Ginebra, a hablarle de las condesitas y del perrillo pitisú que tenía madama la condesa, y a quien el señor Merlín, por hacer una gracia, enseñara a silbar una alborada. También hablaban, que era el enano muy mariquita, de las modas de París, y de las cintas que les vinieran a las señoritas de Venecia, de un perfume nuevo que le llamaban "agua franchipana", y del baile agarrado y de las bodas que se hacían en la grandeza. Doña Ginebra convidaba al enano con merengada, y éste, si no traía mucha prisa, cantaba una habanera que sabía y que mucho le gustaba a la señora. Lo que a mí más me molestaba del enano era aquel aire de señorío que se traía con la gente de escaleras abajo, como si él no fuese paje a soldada, y aun había yo de tenerle la mula cuando montaba, y una vez que traía puesto sombrero de paja, que era por el tiempo del verano: un sombrero de paja muy bonito, eso sí, con una gran lazada de tul rosa, tuve yo que ponérselo, como se pone la mitra a un obispo, y además partirle bien la lazada, cuyas puntas le caían hasta la cintura… Trajo la carta el enano, visitó a doña Ginebra y se volvió al castillo en el gurugú de su mula, fantasiosa como él. Quedó mi amo caviloso con las noticias de la carta, y mandó llamar a Marcelina y le dijo de aparejar en la sala del mirador una cama con la mejor ropa.

– Me parece por tanto atavío – me dijo Marcelina-, que tenemos visita de alguna marquesa, o quizá sea la infanta de Irlanda, que dicen los papeles pierde cada día el bien de la vista. También podría ser una sobrina del deán de Truro, a la que se le estaba volviendo una mano de plata, y que siendo muy amorosa me trajese de gratis el regocijo de un beso.

Aconteció que llegó la visita cuando yo estaba vestido con mi chaquetón de ribetes, cubierto con la montera nueva con pluma de faisán en el cuerno, y los zapatones limpios, que venía de la iglesia de Quintas de llevarle al señor cura un agasajo de truchas que pescara José del Cairo en los molinos viejos del Pontigo. Llamaron fuerte en él portalón, salí corriendo del horno, que estaba dándole una merienda de moscas al cornudo, y fui a abrir la puerta; me encontré con un caballero, todo de negro vestido, de levita y chistera y una cadena de oro al cuello, que tenía de las riendas un caballo ruano en el que venia montada una señora que traía la cara cubierta por espeso velo blanco, también de negro vestida, menos los guantes, que eran blancos como el velo, y en cada uno lucía un clavel rojo bordado. Atardecía, y en la sombra del portalón no se le veía la cara a aquel señor, el de más alta guinda que yo vi nunca.

– ¡Nos espera tu amo! -me dijo, con voz seca y de mucho mando.

Me quité la montera, hice mi cortesía, y cuando entraban al patio ya estaban en la puerta de la casa el señor Merlín y doña Ginebra, y aunque no podía decir que fuese anochecida, que son muy largos los atardeceres del verano en Miranda, José del Cairo estaba a su lado con el farol de plata encendido, levantado a la altura de su cabeza. El caballero y don Merlín se saludaron, y se abrazaron la señora del velo y doña Ginebra, y mí amo le besó el guante a la desconocida, y el caballero el mitón a mi ama. Y los cuatro, guiados por José del Cairo con el farol, subieron al salón, y yo, mientras metía el caballo en la cuadra, y venía bien sudado y hambriento y trabajado de la boca, no hacía más que inventar un retrato que se pareciese, y todavía ella más hermosa, a la enlutada señora que se nos viniera por puertas. Pero aquel día no me tocó verla, que me llamó don Merlín y me mandó que estuviese en la portalada, que venía un criado con una maleta y una jaula de mimbre, y la maleta tenía que subirla a la sala del mirador, la jaula meterla en la cámara del horno, y al criado despedirlo, que iba a aposentarse en el castillo de Belvís.

Estuve en el portalón hasta más de las diez de la noche, y al fin llegó el criado con la maleta y la jaula, y resultó que me era conocido, desde una vez que fui a Meira, por los bigotes rubios que tenía. Se lo dije, y él, muy secreto, me aconsejó que callara, que aquella era parte de una vieja historia, y convenía que nadie supiera que él había visitado antes el país. Callé, pero si venía a cuento, ya se lo advertiría a mi amo. Subí la maleta a la sala del mirador, y me paré un instante en el pasillo a escuchar lo que se hablaba en el salón, y sólo oí la voz de mi ama doña Ginebra que contaba una historia de don Parsifal, que ya le había escuchado muchas veces. La jaula la puse en la cámara de respeto, como me mandó mi amo, y era una jaula muy bien hecha, de mimbres pintados de azul y blanco, y casi cabría yo en ella, y en una parte tenía un cojín de terciopelo. Cené en la cocina con la señora Marcelina y las criadas, que también estaban curiosas, y apostaban entre ellas si la dama velada era joven o vieja.

– La voz -dijo la señora Marcelina-, la tiene de niña, y los andares, muy pulidos.

Mascando una castaña me fui para mi camareta, y no tenía sueño, con lo que me puse a contar palomas hasta que adormecí. Poco llevaría dormido cuando vino a llamarme mi amo don Merlín, y me dijo que muy calladamente bajara al horno, que me precisaba. Bajé con las zuecas chinelas en la mano, por no ser sentido, y don Merlín se sentaba cabe la jaula, que ya no estaba vacía, que había en ella como una corza o cervatilla acostada, con la cabeza posada en el cojín, y lo que pasmaba eran los grandes ojos azules que tenía y como tristemente te miraba. Me ordenó mi amo que trajese un sorbo de leche en una taza, y si la había cuajada en la fresquera, mejor. Porté la leche, y se la dio don Merlín a cucharaditas al animalito aquel, y yo, mientras, metí la mano por entre los mimbres y lo acaricié y hacía un rencor agradecido, como los perros viejos cuando los amansan. Echó mi amo una manta por encima de la jaula, y se sentó en el sillón de velludo a leer en un libro que nunca le viera, en cada página un animal pintado, y con colores tan vivos que enamoraba mirarlos. Sostuve la

palmatoria más de una hora, y cuando cerró el libro me dijo:

– Felipe, mañana vas a tener que echarme una mano. No tengas miedo, y a nadie digas que viste la cervatilla en la jaula, y si mañana no la encuentras en ella cuando bajes a limpiar, no preguntes.

Creí que debía decirle a mi amo lo del criado de los bigotes rubios, y el señor Merlín me preguntó muy serio si estaba seguro, y le dije que sí, que ítem más el bigotes comiera el pulpo a nuestro lado, y pagara con un peso, y la pulpera, que era la señora Benita de Sarria, riñera con él, que el peso era sevillano.

– Parece, muchacho, que siempre hay en el país un demonio que se parece a otro. Ahora vete a la cama.

San Juan es muy hermoso en Miranda. Hay cerezos en todos los desmontes, y las blancas que había en nuestra huerta tenían un azúcar acanelado que daba gloria. Bajé muy temprano a hacer limpieza, que no sosegaba con tanto misterio, aun estando acostumbrado en aquella casa a tantas visitas profanas, y lo primero que hice fue mirar en la jaula, que estaba vacía. Sacudí el cojín, que tenía la señal, todavía tibia, de la cabeza de la cervatilla, barrí las cámaras, eché pienso al caballo ruanés del caballero de la chistera, pillé en la cuadra unas moscas para el cornudo, le quité el polvo al espejo y al sillón de velludo, le puse una vela nueva a la palmatoria, y llené de rapé la cajita de concha donde mi amo, de cada y cuando, con dos dedos cogía una chispa y la sorbía por la nariz. Era mi tráfico de cada día, antes del desayuno, que en tiempo de cerezas era siempre de cerezas y pan trigo. Escupía yo muy bien los huesos, casi como un tirabalas las habas de estopa, y andaba enseñándole a escupirlos a Manuelíña de Carlos. Podía tocarle así la carita colorada y los labios, y ella bien sabía que tanto como enseñarle a escupir huesos, me gustaba acariciarla. Pero aquella mañana no hubo escuela, que me llamó mi amo desde el balcón, y me mandó que atara los perros en la cabaña con cadenas, y que encendiera el horno con tojo y no me moviera de allí ni para mojar las escobas. Estaba yo sentado junto al horno poniendo con mi navajilla una F en cada zueca mía, cuando entró el señor Merlín con el caballero, que pronto supe que se llamaba don Silvestre, y era mosiú alcalde constitucional de una ciudad de Francia que se llama Burdeos, y tutor escriturado de la dama desconocida. Me dijo esto mi señor Merlín, y me presentó a don Silvestre como Felipe que lo soy, su paje de pasamanos muy apreciado. Don Silvestre me saludó levantando las cejas, y era hombre muy serio, afeitado como un clérigo, y con anteojos de alambre de oro, los cristales muy gruesos, tras los que se veían brillar unas luces alargadas, tal que se pensaba que en vez de niñas tuviera cuchillos en el pozo de los ojos. Y de alta talla, ya dije que no viera otro.