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El Lobo Que Se Ahorcó

– Ésta es una novedad que hubo en el Reino de León el invierno pasado, a nueve leguas de Astorga, en una robleda que llaman de Dueñas, y ya andan coplas por León y Palencia, pero por esta banda todavía no se propaló. Y fue que se ahorcó un lobo. La historia dice que un lobo viejo, de los que por allá llaman "garlines", porque no dejan nunca la ronda de los lugares y aldeas y destemen al hombre, hacía muchos daños en los perros, y mató a un soldado y a una niña que llevaba a pacer un burro, y a quien más se tiraba era a las mozas, máxime si andaban de tiempo, con perdón, y venía a aullarlas mismo al pie de las casas. El cura del lugar y un cazador muy famoso que le llaman don Belianís, y es primo hermano del Arcipreste de los Vados, que me compra a mí libros que traten de pólvora y todavía el pasado año le vendí la "Pirotecnia" del señor Biringucho, armaron una batida con los cuadrilleros de la Santa Hermandad y las escopetas maragatas del señor marqués de Astorga, y dieron en el monte, puestos en él por un perro del señor Rey que le llaman "Segovia", con el rastro del lobo, y lo siguieron día y noche por sierras bravas, y al amanecer lo fueron a cercar en la robleda de Dueñas. El mérito fue del "Segovia", pero también de los hombres que le dieron seguido el paso de la busca. Y don Belianís se metió en la robleda con la espingarda levantada, y fue quien vio, y aun no salió de tan grande pasmo, cómo un hombre desnudo se ahorcaba en un roble, asegurando una cuerda en su cuello y en una rama, y dejándose después caer, y al caer se mudaba en lobo, en el lobo viejo de las desgracias. Y así se vino a saber que era un hombre-lobo aquella temida bestia. Y el cura, que es hombre de bien y compasivo, lo mandó enterrar y le rezó un paternóster por si llegaba a tiempo, que nunca se sabe, y mientras iba rezando, el lobo iba tornándose en hombre, y todos conocieron que era el señor Romualdo Nistal, que tuviera tienda en Manzanal, y era apreciado, que no robaba en el peso.

– Éstas -dijo el señor Elimas- son las tres primeras historias, y acostumbro contarlas la primera noche en la posada. Claro que las decoro un poco, saco las señas de la gente, pongo que estaba presente un tal que era cojo, o que casara de segundas con una mujer sorda que tenía capital, o que tenía un pleito por unas aguas, o cualquier otra nota. Y cuento de las villas, si son grandes, y cuántas piaras y calles, y si hay buenas ferias, y cuáles las modas. Las historias, como las mujeres y los guisados, precisan de adobo. De este Romualdo Nistal, pongo por caso, cuento la vida desde que fue a servir al Rey, y de cómo lo enamoraba la mujer de un sargento de tambores, y cómo encontró en la calle dos onzas de oro, que fue con lo que puso en Manzanal la tienda…

A mi amo le gustaron mucho las historias de Elimas, compróle siete libros, lo propinó, mandó darle un queso para el camino, y a mí me dejó seguirlo con el can Nores hasta Belvís, donde iba a venderles a las condesitas una historia nueva, que leerla era la moda de París, y se intitulaba "Pablo y Virginia".

El Reloj De Arena

Estaba yo jugando a los bolos con el hijo del Arnegueiro, y el padre, el señor Antón de la Arnega, venía todos los años por Santos a solar y zoquear a Miranda, y hacía en una semana cuantas zuecas y zuecos se precisaban en un año en nuestra casa, y al pequeño, que era algo jorobeta y se llamaba Florentino, lo traía para hacer la tinta y teñir las zuecas, y la mayor parte del tiempo andaba tras de mí, y quería que le enseñase los jilgueros que tenía, jugase con él a los bolos, y le contase historias; estaba, digo, jugando a los bolos con Florentino cuando se nos entró por puertas don Felices, cantor que fuera en la iglesia de Santiago, hombre de muchos misterios, y en lo tocante a sus virtudes, caballero muy cortés y afecto al aguardiente de Fortomarin. Venía en su mula meiresa, con aquel su abierto y reposado montar, reclamando de mi amo la compostura de un reloj de arena que en una bolsa de terciopelo negro, atada con rojo cordón, en su mano traía. Me acuerdo como si lo estuviese viendo, de sus ojos chispos, vivos y habladores, de la acaballada nariz colorada, de la boca de finos labios muy franca de corte, cuantimás que era risueña, y de los largos brazos y las grandes manos, que chocaban en hombre de tan pocas medras como aquél, que por ahí se andaría por la talla de quintas.

– Este que aquí ves -me dijo el señor Merlín mientras don Felices metía la mula en la cuadra, que no me dejaba a mí esa labor, que la bestia era dada a morder y espantadiza-; este que aquí ves es hombre muy sabio, y en echar las cartas la Salamanca de Galicia. Somos amigos hace muchos años, y pasmo haciendo memoria de las cosas que le vi adivinar, tanto por las cartas como por la harina, que se llama esta adivinación alfitomancia y es muy secreta, y sobre todo en lo que toca a tesoros amonedados, gentes que van en América, amores de viudas y muertes violentas. Éstas puedo decirte que mismo las ve retratadas.

Llegó, pues, don Felices con su reloj de arena, que era una pieza muy requintada de arte toledano, con dos culebras por asas, el cristal del vaso rosado, los pies cuatro cabecitas de angelitos, las columnas semejando viñas muy abundantes en racimos, y el todo lo coronaba un espejo como la uña del meñique, montado en una onza de oro del Rey don Carlos III. El arreglo que pedía don Felices era que al espejuelo se le volara el azogue cuando le estaba adivinando en la feria de Viana del Bollo la querencia de una moza al señorito de Humoso.

La compostura no era agua de mayo, qué hacía falta azogue italiano serenado, y ya metidos en obras y gastos, convenía cambiarle también la arena al reloj. No era cosa de dos ni de tres días, y en los que pasó don Felices con nosotros, almorzando siempre papas de avena y chanfaina asada, me hice su amigo. Todo su fasto era de hebillas de plata: traía una en la cinta verde del sombrero, cuatro por botones en la camisa, otras cuatro en el tabardo, dos en cada liga, ¡y qué pantorrillas gordas tenía!, y en cada zapato la suya, y yo se las limpiaba cada mañana con sal prestigiado, y por eso me estaba muy agradecido. Lo más del día lo daba por gastado don Felices en hablar con mi amo de "De mántica variationibus", del demonio que en alemán se titula "Hornspiegel", que se traduce por "espejo del cuerno", y andaba en Sevilla haciendo piñata entre las casadas; del gallo que en Soria puso un huevo delante de notario, de cuáles eran las señales del "Dies irae", de quién mató a Prim y de cómo era la máquina del tren, y también de una consulta que traía y que tenía revueltas las capillas de las catedrales, de si los que tocan flauta, clarinete, oboe o fiscorno, no pueden, por el Derecho canónico, y ésta era sentencia del Cabildo de Tuy, comer guisantes y habas, comidas que engordan el aliento y espesan el sonido de los instrumentos. Por la tarde subía don Felices a echar las cartas delante de doña Ginebra, por saber qué fuera de toda la caballería de Bretaña, de si casara en su casa doña Galiana, si apareciera el camino de Cavamún, cuántos hijos tendría el nieto de don Amadís, si estaría o no lloviendo en La Habana, y si quedara o no preñada del zar de Rusia la Bella Otero. Don Felices gozaba sonsacándole nuevas a las cartas, y cuando cazaba una que sorprendía a doña Ginebra o a mi amo, sonreía humildoso, diciendo como para sí:

– En un año, esta noticia no viene en los papeles.

También me echó a mí las cartas una noche, tras la cena, primero de como dicen "a capa suelta", después "al torneo", y más aún, como llaman "con el paño delante", que es el tal paño una estola de cura, y he de decir que todo me adivinó, hasta que yo andaba con las faldas de Manueliña de Carlos, y que si seguía trabajando allí, para la Candelaria de tres años a contar de ésta, tendríamos bautizo. Dijo que como pintaba la cuerda de bastos comenzando por arriba, surgía sola la sota de oros, y venía de cabeza por entre caminos de espadas el cuatro de copas,