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"cuatro copas al heredero, y

la espada al cintulero,

primero y delantero",

que era seguro que sería niño. Pasmé contemplando las cuatro copas coloradas, y aquel letrero que les pone don Heraclio en Vitoria y que dice "Clase opaca". A su tiempo, y porque quien terbeja terbeja, y yo le seguía enseñando a Manueliña a escupir huesos de cerezas, dispensando, y en anocheciendo salíamos por mayo a tornar de los nidos la comadreja, nació Ramoncito. Muchas veces lo contemplé cuando lo andaba acunando, y nunca pude dar en mí qué hilos iban y venían de aquel cuatro de copas, clase opaca, a aquella bulliciosa bollita de manteca. ¡Mucho sabía don Felices!

Le arregló mi amo el reloj, y allá se fue don Felices con su mula meiresa, y llevaba prisa por llegar a ferias a Cacabelos, que quería cambiar la mula por otra más mansa y mejor comedora. Ramoncito va en el cielo, que a los cinco años cumplidos por Candelaria, un martes de antruejo se lo llevó una calentura que le quedó del sarampión. Ya estaba entonces casado con Manueliña, y vivíamos en Pacios, y yo era el barquero que llevaba la gente en barca desde la ribera de Trigas a la de Mourenza.

– ¡Mucho sabe don Felices! -le decía yo a mi amo, viniendo de despedir aquella Salamanca.

– ¡Todo lo que no se ve! -me respondía don Merlín, mientras llevaba a la nariz, muy fino, con las puntas de los dedos, una chispa de rapé.

La Soldadura De La Princesita De Plata

La verdad sea dicha, creí que traían a alguien a enterrar a Miranda. Y de entrada venía un flautista todo vestido de negro, y en pos de él un monaguillo con incensario, y uno de a caballo que traía cruz alzada, y venía todo él cubierto con una capa morada con capirote. Y cuando llegaron al portalón se arrimaron a la pared del henar grande, y el flautista comenzó un torneo muy triste con su flauta y el monaguillo a incensar el aire, tras echar incienso en él vaso del incensario, y el montado bajó el capirote de la capa, y era tonsurado de menores, según supe después acólito mayor del señor duque de Lancaster. Me dijo mi amo de abrir ambas puertas, y también él vistiera de morado, con la media mitra que tenía por ser profesado de las dos medicinas en Montpellier, y al cuello el babero amarillo de la Facultad, y doña Ginebra estaba en el balcón principal, cubriéndose con la sombrilla, que el sol pega mucho allí en las tardes de septiembre. Me dolió el no estar avisado, y que me cogiera la procesión con las zuecas viejas, con la blusa remendada y con el calzón de paño remontado. La señora Marcelina y Manueliña vinieron y alfombraron de rosas, romero y espadaña el patio, y ellas sí que estaban de ropa nueva. Abiertas las puertas, entraron por ellas dos de espada al cinto muy jinetes en bayos gemelos, y después otro que no montaba en silla, que lo hacía en albarda zamorana, y eso que era caballero de mucho atavío, y sin duda el más titulado de toda aquella romería, y este mi señor delante de sí llevaba sujeta a la albarda una caja de madera fina y lucida, con oros aplicados e ilustre herradura. Y todos vestían de morado. Se apearon los de espada y tuvieron mano de la caja, y también se apeó el señor, que era un viejo patricio de hermosa barba y corpulento, y se dio en abrazar con mi amo, quitándose el sombrero de doble ala, y volviéndose para el balcón y haciéndole a doña Ginebra una grande y alabada cortesía. Y don Merlín sacó de su manga izquierda un pergamino y se lo pasó al caballero, y éste mandó poner la caja a los pies de mi señor y maestro. Subieron de nuevo todos a sus palafrenes, y el tonsurado izó a la grupa al monaguillo, y saludando a doña Ginebra que seguía en el balcón, y a mi don Merlín, se fueron por el camino de Quintas al galope. El flautista le vino a besar la mano a mi amo, y yo comprendí que quedaba con nosotros, y era un rapacete regordo y cachazudo, de rojo pelo, bigote espeso y rojo muy engomado, y lo que más llamaba de su retrato y apariencia, era la gran espada que llevaba colgada del cinto por dos estribos, a la altura de las nalgas, tal que visto de cara le salía por un lado media vara de hierro con la cazuela labrada de la empuñadura, y por el otro dos varas de vaina colorada.

– Tú, Felipe, ayúdale a meter a mestre Flute la caja en mi cámara de respeto, y vos, mestre Flute, podéis poner vuestra espada en el astillero, al lado de la lanza mía, que se verá muy honrada, si es que queréis entrar y salir por puertas en esta.

Yo me inclinaba a echar una risa, pero mi amo hablaba muy en serio. Era en verdad un cachazudo aquel mestre Flute. Primero guardó la flauta, desmontada y soplada, caños y palleta, en una bolsa de bayeta azul, y luego desestribó la grande y temerosa espada, y me siguió a colgarla en el astillero, al lado de la lanza de don Merlín, de la escopeta "Nápoles", de las pistolas francesas de camino y de la espingarda, y sacó del bolsillo del calzón un pañuelo de hierbas y se enjugó el sudor, le apuró las puntas al bigote, y le sacudió el polvo a la birreta, enderezándole la pluma de gallo blanco que lucía, y sólo después se encaminó a hacer el mandado de portar la caja, y yo tras él, tomándolo por tan mudo como boberas. Bien veía servidor que mi amo no se complacía con aquella calma, y seguía junto a la caja, solfeando el suelo con los pies y abanicándose con la media mitra de médico. La caja no pesaba más allá de veintidós libras gallegas, o séanse veintitrés y media por la libra de Medina del Campo, que es la que ponen ahora por medida en el país los maragatos. Pusimos la caja encima de la mesa, y el señor Merlín encendió el quinqué, que a mí mucho me gustaba, que en cada cara tenía sobre el cristal, labradas de latón pintado, escenas de las hazañas de don Quijote: los molinos de viento, los forzados de la galera, los pellejos de vino y el león que iba para el Rey de España. No me cansaba de mirar para ellas cuando el quinqué estaba encendido.

– Ahora -me dijo mi amo muy serio-, cierra con tres vueltas de llave el portalón y pasa el hierro, dile a José que suelte los perros, y lleva a mestre Flute a la cocina y cenad, que ya son las nueve, y que lo acuesten en el catre del desván nuevo, y mañana será otro día.

Mestre Flute me siguió y no decía palabra, y en la cocina saludó a las mujeres inclinando la cabeza cuando éstas le dieron las noches, y la señora Marcelina le puso delante, en la mesa del escaño, una enharinada con torreznos y una jarra de vino de San Fiz, y mestre Flute hablar no hablaría, pero traía la gambrina atrasada, que repitió de la farinada y aun cortó en la carne, y media oreja de cerdo gallego que estaba en la fuente la metió en el papo, y roía de prisa aquel inglés. Le dio el último tiento a la jarra, embuchó igualito que hacía mi amo, soltó el cinto, se echó para atrás en el escaño, y dándome una grande palmetada en la espalda, que me hizo escupir media manzana que estaba comiendo, dijo con una voz de maricuela que nos metió a los presentes en una gran risada:

– ¡Gracias sean dadas, que llegó la cena y apareció la posada! ¡Quiquiriquí! -les gritó a los tres capones que estaban engordando en las caponeras, y también él lloraba con la risa.

– No os hablé antes -dijo, y ahora su voz sonaba a natural de tan embigotado como era-, porque tenía la boca seca, o también porque se me olvidara vuestra lengua, o porque no me tratabais de usted, o por daros que hablar, o por burlar un poco. Que vengo de muchos días de triste viaje, dando el pésame por los caminos, que ya no sé si mi flauta se recordará de lo que es un baile, y todo por causa de esta desgracia que pasó en Marduffe, a treinta leguas de la Corte de Inglaterra. Hoy no estoy todavía para contar nada, pero mañana, si Dios quiere, y mi Dios es igualmente el vuestro, os he de poner en autos.