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– ¿Cómo lo reconocerán?

¿Se había puesto colorado Vianello?

– Tengo que llevar un ramo de claveles rojos.

Brunetti no pudo contener una carcajada.

– ¿Claveles rojos? ¿Usted? Que ningún conocido le vea en una parada de autobús de las afueras con un ramo de claveles.

– Se lo he dicho a mi mujer, y no le ha gustado nada el plan. Y menos un sábado por la tarde. Pensábamos cenar fuera. Estará echándomelo en cara durante meses.

– Vianello, le propongo un trato. Usted sigue adelante con el plan y, además de pagarle los claveles, eso sí, siempre que traiga el comprobante correspondiente, yo fijo los turnos de servicio de manera que libre usted el viernes y el sábado próximos, ¿de acuerdo?

Le parecía que era lo menos que podía hacer por un hombre que estaba dispuesto a correr el riesgo de ponerse en manos de unos conocidos delincuentes y, lo que exigía todavía mayor valentía, enfurecer a su esposa.

– Gracias, señor, pero esto no me gusta nada.

– No vaya usted si no quiere, Vianello. Antes o después encontraremos a Ruffolo.

– No importa, comisario. Nunca ha sido tan estúpido como para hacer algo a uno de nosotros. Además, yo le conozco de la última vez.

Brunetti recordó que Vianello tenía dos hijos y un tercero en camino.

– Si sale bien, todo el mérito será suyo. Puntos para el ascenso.

– Magnífico, pero ¿qué dirá él? -Vianello levantó la mirada hacia el despacho de Patta-. ¿Qué dirá cuando se entere de que hemos arrestado a su amigo, el poderoso signor Viscardi?

– Usted ya sabe lo que dirá, Vianello. Cuando Viscardi esté entre rejas con una acusación en firme, Patta dirá que él sospechaba desde el primer momento y que, si mantenía buenas relaciones con Viscardi, era para hacerle caer en la trampa que él mismo le había tendido. -Ambos sabían por experiencia que así solía ocurrir.

En aquel momento, sonó el teléfono de Vianello, cortando cualquier otro comentario acerca de la idiosincrasia del jefe. El sargento contestó dando su nombre, escuchó un momento y tendió el aparato a Brunetti.

– Es para usted, comisario.

– Sí -contestó Brunetti, y sintió que se le aceleraba el pulso al reconocer la voz de Ambrogiani.

– El padre de ese niño sigue aquí. Uno de mis hombres lo siguió, vive en Grisignano, a unos veinte minutos de la base.

– El tren para allí, ¿verdad? -preguntó Brunetti, empezando a hacer planes.

– Sólo el correo. ¿Cuándo vendría?

– Mañana por la mañana.

– Un momento, aquí tengo un horario. -Brunetti esperó, oyó dejar el teléfono y, al cabo de un momento, la voz de Ambrogiani-: Hay uno que sale de Venecia a las ocho y llega a Grisignano a las ocho cuarenta y tres.

– ¿Y antes?

– A las seis veinticuatro.

– ¿Puede enviar a alguien a esperarme a ese tren?

– Guido, ese tren llega a las siete treinta -dijo Ambrogiani con voz casi suplicante.

– Quiero hablar con él en su casa, y no podré si no estoy allí antes de que salga.

– Guido, no puede presentarse en una casa antes de las ocho de la mañana, ni aunque sean norteamericanos.

– Si me da la dirección, quizá pueda ir en coche. -Mientras hablaba, Brunetti sabía que esto era imposible. Si pedía un coche, Patta se enteraría, y tendría problemas.

– Cabezón, ¿eh? -dijo Ambrogiani, pero en su voz había más respeto que cólera-. De acuerdo, iré a esperarlo al tren yo mismo y llevaré mi propio coche. Así podremos dejarlo cerca de la casa sin llamar la atención del vecindario. -A Brunetti, que no estaba acostumbrado a utilizar coche, no se le había ocurrido que un vehículo con el distintivo de los carabinieri o de la policía forzosamente tenía que suscitar curiosidad en una población pequeña.

– Gracias, Giancarlo. Muy reconocido.

– No es para menos: las siete y media, un sábado por la mañana -murmuró Ambrogiani con incredulidad, colgando el teléfono antes de que Brunetti pudiera decir más.

En fin, él, por lo menos, no tenía que llevar una docena de claveles rojos.

A la mañana siguiente, Brunetti llegó a la estación aún con tiempo de tomar café antes de que saliera el tren, por lo que estuvo relativamente amable con Ambrogiani, que le esperaba en la minúscula estación de Grisignano. El maggiore, que vestía pantalón de pana y jersey grueso, tenía un aspecto sorprendentemente fresco y despierto, como si llevara horas levantado, algo que Brunetti, en su actual estado, encontró ligeramente irritante. Entraron en un bar situado enfrente de la estación y tomaron un brioche y café. El maggiore indicó al camarero con una seña que echara un chorrito de grappa en su taza.

– No está lejos de aquí -explicó Ambrogiani-. A un par de kilómetros. Es una casa pareada. En la otra vive el dueño. -Al observar la mirada interrogativa de Brunetti, explicó-: Envié a un hombre a preguntar. No hay mucho que decir. Tres hijos. Hace más de tres años que viven aquí; siempre han pagado el alquiler puntualmente y se llevan bien con el dueño. La esposa es italiana, y eso, en el barrio, siempre es una baza a favor.

– ¿Y el niño?

– Ya ha vuelto del hospital de Alemania.

– ¿Cómo está?

– Este mes ha empezado la escuela. Parece estar bien, pero uno de los vecinos dijo que tiene una fea cicatriz en el brazo. Como de una quemadura.

Brunetti apuró el café y dejó la taza en el mostrador.

– Vamos. Por el camino le contaré todo lo que sé.

Mientras avanzaban por calles tranquilas y carreteras arboladas, Brunetti explicó a Ambrogiani lo que había averiguado en los libros, le habló de la copia del historial médico del hijo de Kayman y del artículo de la revista.

– Da la impresión de que ella, o Foster, hicieron deducciones y establecieron la relación de causa a efecto. Pero no explica por qué los asesinaron.

– ¿También cree que fueron asesinados? -preguntó Brunetti.

Ambrogiani desvió la mirada de la carretera y la fijó en Brunetti.

– Nunca he pensado que Foster muriera durante un robo, ni creo en la hipótesis de la sobredosis, por muy convincente que nos la presenten.

Ambrogiani torció por una carretera aún más estrecha y paró el coche a un centenar de metros de una casa blanca prefabricada, un poco apartada de la carretera, rodeada de una cerca metálica. Las puertas gemelas de las dos viviendas daban a un porche situado sobre los garajes. En la entrada de coches yacían juntas dos bicicletas con ese completo abandono que sólo las bicicletas pueden manifestar.

– Dígame algo más de esas sustancias químicas -solicitó Ambrogiani después de apagar el motor-. Anoche traté de informarme, pero nadie sabía nada concreto sobre ellas, aparte de que son peligrosas.

– Yo no saqué en limpio mucho más de todo lo que leí -reconoció Brunetti-. Hay gran cantidad de ellas, todo un repertorio de la muerte. Son fáciles de producir, y parece que muchas industrias las necesitan o las generan en sus procesos de fabricación, pero es difícil deshacerse de ellas. Antes podías tirarlas en cualquier sitio, pero ahora ya no. Eran muchos los que se quejaban de que se las dejaran en la puerta de su casa.

– ¿No salió algo en el periódico hace años acerca de un barco, el Karen B me parece que se llamaba, que fue hasta África, tuvo que regresar y acabó en Génova?

Cuando Ambrogiani lo mencionó, Brunetti recordó el caso y los titulares que hablaban del «Barco del Veneno», que trató de dejar la carga en un puerto de África, pero no se le concedió permiso de atraque y estuvo navegando por el Mediterráneo durante semanas. La prensa estaba tan encariñada con él como con esas marsopas locas que cada dos o tres años tratan de subir por el Tíber. Finalmente, el barco atracó en Génova y ahí se acabó la historia. El Karen B desapareció de las páginas de los diarios y de las pantallas de la televisión italiana como si se lo hubieran tragado las aguas del Mediterráneo. Y los venenos que transportaba, todo un barco de sustancias letales, desaparecieron también, sin que nadie supiera, ni preguntara, cómo, ni adonde habían ido a parar.