Él no contestó, fue hacia el armario y se vistió. Se sentó en la cama para ponerse los calcetines, y volvió a mirarse los pies. Seguían teniendo aspecto de pies. Sacó un par de zapatos marrones del fondo del ropero, se los calzó y fue a la cocina. Cuando le oyó llegar, ella prosiguió:
– ¿Cómo voy a conseguir que los niños sean ordenados si tú dejas la ropa tirada por ahí?
Al entrar en la cocina, la encontró arrodillada delante de la lavadora, con el pulgar apoyado en la tecla de paro y marcha. Por el cristal de la puerta, se veía un montón de ropa mojada que giraba primero hacia un lado y después hacia el otro lado.
– ¿Qué le pasa a ese trasto? -preguntó él.
Ella no le miró al contestar sino que siguió, como hipnotizada, con los ojos fijos en el tambor que zarandeaba la colada.
– No sé por qué, está desequilibrada. Si meto toallas o algo que absorba mucha agua, al empezar el centrifugado el peso provoca una vibración muy fuerte y se queda a oscuras toda la casa. Así que tengo que vigilar, por si acaso. Si empieza a oscilar, paro la máquina y escurro la ropa a mano.
– Paola, ¿tienes que hacer eso cada vez que lavas?
– No; sólo si hay toallas o las sábanas de franela de la cama de Chiara. -Se interrumpió y levantó el pulgar de la tecla en el momento en que la máquina hacía «clic». Bruscamente, empezó a girar y la ropa se aplastó contra la pared del bombo. Paola se puso en pie, sonrió y dijo:
– Esta vez todo va bien.
– ¿Cuánto tiempo hace que está así?
– Pues no sé, un par de años.
– ¿Y cada vez que lavas tienes que hacer eso?
– Si lavo toallas, ya te lo he dicho. -Le sonrió, olvidando su anterior irritación-. ¿Dónde has estado desde antes de que saliera el sol? ¿Has comido?
– En el lago Barcis.
– ¿Y qué hacías allá arriba, jugar a los soldados? Has traído la ropa hecha un asco. Como si hubieras estado revoleándote por el suelo.
– He estado revoleándome por el suelo -dijo él, y le contó cómo habían pasado el día él y Ambrogiani. Tardó bastante en explicárselo, porque tuvo que hablar del hijo del sargento Kayman, del historial clínico «perdido» y de la revista médica recibida por correo. Y, por último, le habló de las drogas escondidas en el apartamento de Foster.
Cuando terminó, Paola preguntó:
– ¿Y a esa gente les dijeron que su hijo tenía alergia a algo que salía de un árbol? ¿Que no había que preocuparse? -Él asintió y entonces ella explotó-. Canallas. ¿Y si el niño tiene más síntomas qué dirán, que sufre una enfermedad desconocida? ¿Y volverán a perder el historial?
Brunetti deseaba decir que no era culpa suya, pero parecía una protesta banal y optó por callarse.
Después del estallido, Paola, comprendiendo que de nada servía enfurecerse, buscó el lado práctico.
– ¿Qué vas a hacer?
– No lo sé. -Él esperó un momento y agregó-: Me gustaría hablar con tu padre.
– ¿Con papá? ¿Por qué?
Brunetti sabía lo explosiva que era la respuesta, pero la dio de todos modos, porque era la verdad.
– Porque él debe de estar enterado.
Ella atacó antes de reflexionar.
– ¿Cómo que debe de estar enterado? ¿Cómo va a estar enterado? ¿Quién te has creído que es mi padre, una especie de gángster internacional?
En vista de que Brunetti no respondía, calló. A su espalda, la lavadora terminó el centrifugado y se desconectó. En el silencio de la habitación, vibraba el eco de su pregunta. Ella dio media vuelta y se agachó a vaciar la máquina. Sin decir nada, pasó por delante de él con una brazada de ropa húmeda y salió a la terraza, donde dejó la colada en una silla y fue colgándola en el tendedero pieza por pieza. Cuando volvió a entrar sólo dijo:
– Es posible que conozca a gente que sepa algo de eso. ¿Quieres llamarle tú o prefieres que le llame yo?
– Creo que será mejor que le llame yo.
– Pues vale más que no esperes, Guido. Me ha dicho mi madre que mañana se van a Capri y no volverán hasta dentro de una semana.
– De acuerdo -dijo Brunetti, y salió a la sala, en busca del teléfono.
Marcó el número de memoria; no sabía por qué este número, al que no llamaba más de dos veces al año, no se le olvidaba. Contestó su suegra que, si se sorprendió al oír la voz de Brunetti, no lo dejó adivinar. Dijo que el conde Orazio estaba en casa, y que ahora mismo lo avisaba, y fue en busca de su marido sin hacer preguntas.
– Sí, Guido -saludó el conde.
– Me pregunto si tendrá un poco de tiempo libre esta tarde -empezó Brunetti-. Me gustaría que habláramos de un asunto que se ha presentado.
– ¿De Viscardi? -preguntó el conde, sorprendiendo a Brunetti, que no imaginaba que estuviera enterado del caso.
– No; no es eso -respondió Brunetti. Ahora se le ocurría que hubiera sido mucho más fácil y, quizá, más productivo, preguntar a su suegro, y no a Fosco, acerca de Viscardi-. Es otro asunto en el que estoy trabajando.
El conde, muy cortés para preguntar de qué se trataba, dijo tan sólo.
– Estamos invitados a cenar, pero, si vienes ahora, tendríamos una hora poco más o menos. ¿Te va bien, Guido?
– Sí. Ahora mismo voy. Gracias.
– ¿Qué te ha dicho? -preguntó Paola cuando él volvió a la cocina, donde otra carga de ropa nadaba briosamente en un mar espumoso.
– Voy ahora mismo. ¿Quieres venir, y así ves a tu madre?
Por toda respuesta, ella señaló la lavadora con un movimiento del mentón.
– De acuerdo. Iré solo. Esta noche cenan fuera, de modo que supongo que antes de las ocho estaré en casa. ¿Quieres que salgamos a cenar?
Ella asintió con una sonrisa.
– Bien. Tú elige el sitio y haz la reserva. Donde quieras.
– ¿Al Covo?
Primero, los zapatos y, ahora, cena en Al Covo. Pero la cocina era exquisita y valía la pena. Sonrió a su vez.
– Reserva para las ocho y media. Y pregunta a los niños si quieren venir.
Al fin y al cabo, tenía la sensación de que aquella tarde había vuelto a nacer. ¿Por qué no celebrarlo?
Al llegar al palazzo de los Falier, Brunetti se encontró ante el dilema que siempre le aguardaba en la puerta: utilizar el enorme aldabón de hierro que haría retumbar en el patio el anuncio de su llegada o servirse del prosaico timbre. Optó por este último y, al cabo de un momento, una voz preguntó por el intercomunicador quién era. Él dio su nombre y la puerta se abrió con un espasmo. Empujó la gruesa madera, entró, cerró y cruzó el patio en dirección a la parte del palazzo que daba al Gran Canal. Desde una ventana del primer piso, una doncella uniformada atisbaba al recién llegado. Convencida, al parecer, de que Brunetti no era un facineroso, se retiró. El conde esperaba en lo alto de la escalera exterior que conducía al ala del palazzo que habitaba el matrimonio.
Brunetti sabía que el conde pronto cumpliría los setenta años; sin embargo, al verlo resultaba difícil creer que fuera el padre de Paola. Un hermano mayor, quizá, o un tío joven, pero no un hombre casi treinta años mayor que ella. Lo único que delataba su edad era el pelo, escaso, canoso y muy corto, que orlaba el óvalo reluciente de la cabeza, pero la piel tersa de la cara y el brillo de la mirada disipaban esa impresión.
– Encantado de verte, Guido. Tienes buen aspecto. Vamos al estudio, ¿quieres? -dijo el conde, dando media vuelta y llevando a Brunetti hacia la parte delantera de la casa.
Después de cruzar varias habitaciones, llegaron al estudio, una habitación dominada por una tribuna acristalada que daba al Gran Canal en el punto en que éste describe el arco hacia el puente de la Accademia.
– ¿Una copa? -preguntó el conde mientras iba hacia una consola en la que había una botella de Dom Perignon, ya abierta, en un cubo de plata lleno de hielo.