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Theo parecía decepcionado, ya que estaba claro que le aliviaba no encontrarse solo. Todos desviaron la mirada hacia Jake.

—Y no solo eso —dijo Carly—. Su ropa interior también era roja.

El joven Jake se tornó del mismo color.

—¿Ropa interior roja? —repitió Lloyd.

—Eso mismo.

—¿Conoce a ese hombre? —preguntó Lloyd.

—Me parece que no.

—¿No se parecía a nadie que hubiera conocido antes?

—Me parece que no.

Lloyd se inclinó sobre el micrófono.

—¿Y a… al padre de alguien al que haya conocido? ¿Se parecía al padre de alguien?

—¿Adónde quiere llegar? —preguntó Tompkins.

Lloyd lanzó un suspiro y miró a los presentes, para comprobar si alguien comprendía sus intenciones. No era así.

—¿Le dice algo el nombre de Jacob Horowitz?

—No sé… espere. Oh, claro, sí, sí. A ése me recordaba. Sí, era Jacob Horowitz, pero vaya, debería de cuidarse más. Parecía haber envejecido décadas desde la última vez que lo vi.

Antonia reprimió un sofoco. El corazón de Lloyd latía desbocado.

—Mire —dijo Carly—, quiero asegurarme de que toda mi familia está bien. Mis padres están en Winnipeg. Tengo que colgar.

—¿Podemos llamarla en unos minutos? —preguntó Lloyd—. Mire, tenemos aquí a Jacob Horowitz, y sus respectivas visiones parecen corresponderse… bueno, en cierto sentido. Él dijo que estaba en un laboratorio, pero…

—Sí, es cierto, era un laboratorio.

La voz de Lloyd se tiñó de incredulidad.

—¿Y él estaba en ropa interior?

—Bueno, no al final de la visión… Mire, tengo que colgar.

—Gracias —dijo Lloyd—. Adiós.

—Adiós.

Del altavoz llegó el sonido del tono telefónico suizo. Theo se acercó y lo apagó.

Jacob Horowitz seguía decididamente avergonzado. Lloyd pensó en decirle que lo más seguro era que la mitad de los físicos lo hubiera hecho una u otra vez en un laboratorio, pero el joven tenía el aspecto de ir a sufrir un colapso nervioso si alguien le hablaba en ese preciso momento. Lloyd comenzó a pasar de nuevo la mirada por el círculo.

—Muy bien. Lo diré, porque sé que todos lo estáis pensando. Lo que pasara aquí produjo una especie de efecto temporal. Las visiones no eran alucinaciones; eran verdaderos destellos del futuro. El hecho de que Jacob Horowitz y Carly Tompkins vieran aparentemente lo mismo refuerza esta tesis.

—Pero alguien dijo que la visión de Raoul era psicodélica, ¿no? —preguntó Theo.

—Sí —respondió el aludido—. Como un sueño, o algo.

—Como un sueño —repitió Michiko. Sus ojos seguían enrojecidos, pero reaccionaba al mundo exterior.

Eso fue todo cuanto dijo, pero tras un momento Antonia retomó su idea y la elaboró.

—Michiko tiene razón. No hay misterio alguno. En el punto del futuro al que pertenecen las visiones, Raoul estará dormido, teniendo un sueño real.

—Pero eso es una locura —dijo Theo—. Yo no tuve ninguna visión.

—¿Qué experimentaste? —preguntó Sven, que no le había oído describirlo con anterioridad.

—Fue… no lo sé, como una discontinuidad, supongo. De repente, era dos minutos más tarde y no tuve sensación de que pasara el tiempo, y no hubo nada parecido a una visión —cruzó los brazos desafiante frente a su ancho pecho—. ¿Cómo explicas eso?

En el cuarto se hizo el silencio. Las expresiones dolidas de muchos de los presentes le dejaron claro a Lloyd que todos pensaban lo mismo, aunque nadie quisiera decirlo en voz alta. Al final, Lloyd se encogió de hombros.

—Es sencillo —dijo, mirando a su brillante y arrogante socio de veintisiete años—. Dentro de veinte años, o cuando quiera que sean las visiones… —hizo una pausa para extender las manos—. Lo siento, Theo, pero dentro de veinte años estarás muerto.

5

La visión que más interesaba a Lloyd era la de Michiko. Pero ella aún estaba (como sin duda sucedería durante mucho tiempo) completamente enajenada. Cuando llegó su turno en el círculo, la saltó. Deseaba poder llevarla a casa, pero era mejor para ella no estar sola en aquel momento, y no había modo de que, ni Lloyd ni nadie, pudieran marcharse para hacerle compañía.

Ninguna de las demás visiones relatadas por la pequeña muestra en la sala de conferencias se solapaba; no había indicación de que fueran del mismo tiempo o la misma realidad, aunque parecía que casi todos estaban disfrutando de un día libre, o de unas vacaciones. Pero estaba la pregunta de Jake Horowitz y Carly Tompkins, separados por casi medio planeta, pero viéndose mutuamente. Por supuesto, podía ser una coincidencia. A pesar de todo, si las visiones encajaban no solo en los grandes trazos, sino en los detalles precisos, tendrían algo significativo.

Lloyd y Michiko se habían retirado al despacho del primero. Michiko estaba enroscada en una de las sillas, y le pidió a Lloyd que le pusiera la gabardina por encima, a modo de manta. Lloyd tomó el teléfono de su escritorio y marcó.

Bonjour —dijo—. ¿La police de Genève? Je m’appelle Lloyd Simcoe; je suis avec CERN.

Oui, Monsieur Simcoe —respondió un hombre que cambió al inglés; los suizos solían hacerlo como respuesta al acento de Lloyd—. ¿Qué podemos hacer por usted?

—Sé que están terriblemente ocupados…

—Por decirlo de algún modo, monsieur. Como dice, estamos empantanados.

Paralizados, pensó Lloyd.

—Esperaba que uno de sus inspectores estuviera libre. Tenemos una teoría sobre las visiones, y necesitamos la ayuda de alguien experto en tomar testimonios.

—Le pasaré con el departamento adecuado —dijo la voz.

Mientras aguardaba, Theo asomó la cabeza por la puerta del despacho.

—El servicio mundial de la BBC está informando de que muchas personas han tenido visiones coincidentes —dijo—. Por ejemplo, muchas parejas casadas, a pesar de no estar en la misma estancia en el momento del fenómeno, comentaron experiencias similares.

Lloyd asintió ante aquella información.

—A pesar de todo, supongo que existe la posibilidad de que, por cualquier motivo, por colusión, Carly y Jake aparte, esa sincronía se tratara de un fenómeno localizado. Pero…

No siguió. Después de todo, hablaba con Theo “el ciego”. Pero si Carly Tompkins y Jacob Horowitz (ella en Vancouver, él cerca de Ginebra) vieron de verdad lo mismo, no habría muchas dudas de que todas las visiones pertenecían al mismo futuro, de que eran teselas del mosaico del mañana… un mañana que no incluía a Theo Procopides.

—Hábleme de la habitación en la que se encontraba —dijo la inspectora, una suiza de mediana edad. Tenía un tablero de datos frente a ella y vestía un polo suelto, la moda de finales de los ochenta, y que volvía de nuevo a la popularidad.

Jacob Horowitz cerró los ojos para evitar las distracciones, tratando de recordar cada detalle.

—Era un laboratorio de alguna clase. Paredes amarillas. Luces fluorescentes. Encimeras de formica. Una tabla periódica en la pared.

—¿Había alguien más con usted?

Jake asintió. Dios, ¿por qué tenía que ser mujer la inspectora?

—Sí, había una mujer, blanca, pelo oscuro. Parecía tener unos cuarenta y cinco.

—¿Cómo vestía esa mujer?

Jake tragó saliva.