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13

—¿Dr. Simcoe?

Eran las primeras horas de la noche; Lloyd había terminado por fin su última entrevista del día y, aunque tenía que leer una montaña de informes antes de irse a la cama, paseaba por una de las monótonas calles de St. Genis. Se dirigía a una tahona y una tienda de queso para conseguir algo de pan y un poco de appenzeller para el desayuno del día siguiente.

Un hombre fuerte de unos treinta y cinco se acercó a él. Llevaba gafas (algo bastante raro en el mundo desarrollado, ahora que la ceratotomía láser se había perfeccionado) y una sudadera azul oscuro. Su pelo, como el del propio Lloyd, era muy corto, a la moda.

Lloyd sintió una punzada de pánico. Probablemente estuviera loco por aparecer en público después de que medio mundo hubiera visto su rostro en el televisor. Miró a izquierda y derecha, valorando las posibles rutas de escape. No había ninguna.

—¿Sí? —probó.

—¿Dr. Lloyd Simcoe? —Hablaba inglés, pero con acento francés.

Lloyd tragó saliva.

—Sí, soy yo. —Al día siguiente hablaría con Béranger para disponer una escolta de seguridad.

De repente, la mano del hombre encontró la de Simcoe y comenzó a sacudirla con firmeza.

—¡Dr. Simcoe, deseaba darle las gracias! —El hombre levantó la mano izquierda, como para impedir objeción alguna—. ¡Sí, sí, sé que no pretendía que pasara lo que pasó, y supongo que hubo gente que salió malparada! Pero tengo que decirle que mi visión fue lo mejor que me ha sucedido nunca. Cambió mi vida por completo.

—Ah —dijo Lloyd, recuperando su mano—. Eso está muy bien.

—Sí señor, antes de la visión era un hombre distinto. Nunca creí en Dios, ni siquiera de niño. Pero la visión… la visión me mostró en una iglesia, rezando con toda una congregación.

—¿Rezando un miércoles por la noche?

—¡Eso mismo dije yo, Dr. Simcoe! Es decir, no en el momento mismo de la visión, sino después, cuando anunciaron a qué horas pertenecían las imágenes. ¡Rezando un miércoles por la noche! ¡Yo! ¡Precisamente yo! Bueno, no podía negar lo que sucedía, que en algún momento entre hoy y el futuro encontraría mi camino. Así que cogí una Biblia, bueno, la compré en una librería. ¡Nunca imaginé que hubiera tantas ediciones distintas! ¡Tantas traducciones! Bueno, pues compré una de esas que tienen las palabras de Jesús en rojo, y comencé a leerla. Y pensé: bueno, antes o después vas a llegar a esto, de modo que será mejor que descubras de qué va. Y no pude parar, y todos aquellos nombres maravillosos, como música: Obadiah, Jebediah… ¡Qué grandes nombres! Sí, Dr. Simcoe, de no haber sido por la visión, en estos veintiún años hubiera hallado el camino de todos modos, pero ha sido ahora, en 2009. Nunca me he sentido más en paz, más amado. Me hizo un inmenso favor.

Lloyd no sabía qué decir.

—Gracias.

—No, por favor ¡gracias a usted!

Con esto, volvió a sacudir la mano de Lloyd y se marchó por donde había venido.

Lloyd llegó a casa alrededor de las nueve de la noche. Había echado mucho de menos a Michiko y pensó en llamarla, pero en Tokio eran las cinco de la mañana, demasiado pronto. Dejó el pan y el queso a un lado y se sentó un rato a ver la televisión, para calmarse antes de atacar la última pila de informes.

Cambió canales hasta que algo en las noticias suizas llamó su atención: una discusión sobre el salto al futuro. Una periodista comunicaba por satélite con los Estados Unidos. Lloyd reconoció al hombre entrevistado por su gran melena pelirroja: el Asombroso Alexander, maestro ilusionista y ridiculizador de supuestos poderes psíquicos. Lloyd lo había visto a menudo en la televisión a lo largo de los años, incluyendo The tonight show. Su nombre completo era Raymond Alexander, y era profesor en Duke.

Era evidente que la entrevista había sido sometida a posproducción: la periodista hablaba en francés, pero Alexander respondía en inglés, mientras un intérprete traducía por encima sus palabras. Las palabras del propio Alexander apenas eran audibles al fondo.

—Sin duda ha oído al hombre del CERN asegurando que las visiones mostradas pertenecen al único futuro real —decía la entrevistadora.

Lloyd se sentó.

Oui —respondió el intérprete—. Pero eso es un absurdo patente. Se puede demostrar fácilmente que el futuro es maleable. —Alexander se movió en su asiento—. En mi propia visión estaba en mi apartamento. Y sobre la mesa, igual que ahora, estaba esto. Frente a él, en el estudio, había una mesa. Se acercó y tomó un pisapapeles. La cámara se acercó al objeto: era un bloque de malaquita con un pequeño triceratops dorado.

—Será sólo una cretona —decía Alexander—, pero tengo un gran aprecio a este objeto; es un recuerdo de un viaje muy agradable al Monumento Nacional de los Dinosaurios. Pero no lo aprecio tanto como a la racionalidad.

Se inclinó y, de debajo de la mesa, sacó un paño, que depositó sobre la mesa, y sobre él el pisapapeles. A continuación sacó un martillo y, frente a las cámaras, procedió a reducir a polvo el recuerdo. La malaquita se fracturó, y el pequeño dinosaurio, que no podía ser de metal sólido, se convirtió en una masa irreconocible.

Alexander sonrió triunfante a la cámara: la razón había vuelto a triunfar.

—El pisapapeles estaba en mi visión, y ya no existe. Por tanto, fuera lo que fuese lo que mostraban las visiones, en modo alguno era el futuro inmutable.

—Por supuesto, sólo tenemos su palabra de que el pisapapeles estaba en la visión —inquirió la entrevistadora.

Alexander pareció molesto, irritado por ver su integridad puesta en entredicho. Pero asintió.

—Está bien ser escéptico; el mundo sería un lugar mejor si todos fuéramos menos crédulos. El hecho es que cualquiera puede hacer este experimento por su cuenta. Si en su visión vieron algún mueble que en estos momentos poseen, destrúyanlo o véndanlo. Si se vieron la mano en la imagen, háganse un tatuaje. Si otros les vieron y tenían barba, háganse la electrólisis facial para que nunca puedan tenerla.

—¡Electrólisis facial! —dijo la periodista—. Me parece que eso es ir demasiado lejos.

—Si su visión los turbó, y quieren asegurarse de que nunca se haga realidad, sería un modo de conseguirlo. Por supuesto, el modo más eficaz de desmentir las imágenes a gran escala sería encontrar un elemento del paisaje que miles de personas hayan visto, como la Estatua de la Libertad, y demolerlo. Pero supongo que el Servicio de Parques Nacionales no nos lo iba a permitir…

Lloyd se recostó en el sofá. Menudo gilipollas. Nada de lo que Alexander sugería era una auténtica prueba, y todas ellas eran subjetivas; dependían del recuerdo personal de las visiones. Y bueno, era un modo estupendo de salir en la televisión; no sólo para Alexander, sino para cualquiera que quisiera ser entrevistado. No había más que decir que podías desmontar la inmutabilidad del futuro.

Lloyd consultó el reloj sobre una de las estanterías instaladas en las rojas paredes de su apartamento. Eran las nueve y media, por lo que sólo sería la una y media de la tarde en la frontera entre Utah y Colorado, donde se encontraba el Monumento Nacional de Dinosaurios; él había estado una vez. Pensó unos minutos más, levantó el auricular, habló con un operador de ayuda y, por fin, con una mujer que trabajaba en la tienda de regalos del museo.

—Hola —dijo—. Estoy buscando un objeto en concreto, un pisapapeles de malaquita.

—¿Malaquita?

—Es un mineral verde, ya sabe, una piedra ornamental.

—Oh, sí, claro. Las que tienen pequeños dinosaurios. Tenemos una con un tiranosaurio, una con un estegosaurio y otro con un triceratops.

—¿Cuánto cuesta el triceratops?