Aunque, como el propio Adamson acababa de decir, ¿por qué no? Al fin y al cabo, aquello era la Boca del Infierno.
Pese a todas las preguntas que le venían a la mente, el detective era consciente de que en aquel momento sus prioridades eran alejarse de allí lo antes posible y poner a salvo a Wiggins.
– Ayúdeme -le dijo a Adamson-. Entre los dos podemos llevarlo más rápido.
– No lo entiende, ¿verdad? No debe alejarlo de aquí. Al contrario, tiene que llevarlo de vuelta a la Boca del Infierno.
– No diga tonterías.
– Tiene que detener lo que han empezado, Holmes. Debe devolverlo al lugar al que pertenece.
– No tengo tiempo para esto, Adamson. Si va a ayudarme, perfecto. Si no es así, apártese de mi camino.
Adamson lo pensó unos instantes. Lanzó un vistazo fugaz a sus espaldas y, de pronto, pareció tomar una decisión.
– Me temo que ya no importa -dijo-. El momento ha pasado. Se han ido.
Holmes siguió la dirección de su mirada. En efecto, ya no quedaba nadie en la Boca del Infierno. Crowley y sus seguidores se habían ido.
– Vamos, lo ayudaré -dijo Adamson, inclinándose hacia Wiggins-. Tengo un coche cerca de aquí, lo llevaremos a la ciudad.
Holmes asintió. Entre los dos, llevaron el cuerpo febril y medio inconsciente hasta el automóvil de Adamson. Holmes se subió en la parte de atrás, con Wiggins, mientras Adamson se colocaba tras el volante.
Wiggins abrió de pronto los ojos y miró a su alrededor, incapaz de comprender dónde estaba.
– El dos -balbuceó-. Él me marcó. Sus ojos de jade. El dos.
– Tranquilo, muchacho, todo ha pasado -dijo Holmes.
Wiggins lo miró como si no lo conociera.
– Yo lo hice todo. Cazador y presa. Asesino y juez. El dos. Oh, Dios mío.
De pronto, su cuerpo se desmadejó contra el asiento y sus ojos se cerraron. Su respiración no tardó en convertirse en un susurro regular.
Adamson se volvió hacia Holmes.
– No ha pasado, está empezando. Y será peor, se lo aseguró.
Pero Holmes no le hizo caso. Se quitó su propio abrigo y cubrió con él el cuerpo inconsciente de su pupilo.
– Descansa, muchacho -susurró con voz tierna-. Descansa. Yo me ocupo de todo.
Por un instante, una sonrisa de paz pareció asomar al rostro inconsciente de Wiggins, pero no tardó en ser sustituida por un ceño fruncido. Bajo los párpados cerrados, sus ojos se movían frenéticamente.
Adamson seguía conduciendo el automóvil por la oscura y silenciosa carretera. No tardaron en llegar a Lisboa y, algún tiempo después, a la casa que Mycroft les había proporcionado.
Dejaron a Wiggins en su lecho y luego, sentados frente a un fuego reconfortante, Holmes y Adamson se miraron en silencio durante largo rato.
– Su aparición esta noche no ha podido ser más oportuna… o todo lo contrario, según se mire -dijo al fin el detective-. Supongo que usted era la persona que Crowley temía que llegara antes de que pudiera poner a punto su representación.
– Así es -respondió Adamson con una sonrisa torcida-. Aunque supe que preparaba algo, tardé en saber cuándo y, sobre todo, dónde. Llegué a Lisboa esta misma tarde, y el tiempo apenas me alcanzó para estar donde debía esta noche. De hecho, lo hice demasiado tarde para impedir lo que ha ocurrido.
– ¿Y qué es lo que ha ocurrido?
– ¿De veras quiere saberlo?
– No lo preguntaría de no ser así.
Adamson sacó una elaborada pitillera de plata y encendió un cigarrillo. Le ofreció otro al detective. Éste negó con la cabeza.
– Como quiera. Ya frustré los planes de Crowley una vez, hace más de treinta años, supongo que lo recuerda.
– Sí, se las apañó para que el libro de Al Hazrid, el Necronomicon, quedara fuera de su alcance, cómo voy a olvidarlo. Sobre todo teniendo en cuenta que, al hacerlo, estropeó uno de mis mejores casos.
– Lo siento. Tenía una deuda contraída con Winfield Scott Lovecraft y debía pagarla.
– Comprendo.
– Sí, lo hace, aunque no cree real buena parte de lo que pasó.
Holmes se encogió de hombros.
– Al contrario. Todo lo que pasó fue real. Las explicaciones para ello, sin embargo… Me temo que desde el momento en que entramos en el terreno de lo sobrenatural, no puedo aceptarlas. No existe nada sobrenatural, señor Adamson. La misma palabra es un oxímoron evidente. Nada puede haber que escape a las leyes de la naturaleza. Cierto que hay mucho que no sabemos o comprendemos, pero asignarle la categoría de «sobrenatural» a todo lo que no terminamos de entender no es otra cosa que pereza intelectual.
Adamson asintió.
– Puede que se sorprenda, pero estoy de acuerdo con usted. El problema es que quizá no estemos definiendo como «naturaleza» la misma cosa, usted y yo.
– Es posible.
– Seguramente para usted la desaparición de Lovecraft en medio de un banco de niebla tiene causas… llamémoslas tecnológicas, ¿no es así? Quizá un submarino experimental que hundió rápidamente su cúter y lo acogió a bordo, de modo que cuando ustedes llegaron a donde él estaba, ya no había rastro alguno de Lovecraft o de su barco. Del mismo modo, estoy seguro de que justifica el hecho de que mi apariencia sea exactamente la misma que la de hace treinta y cinco años con alguna explicación que incluya métodos similares al que usa usted. Su… llamémosla «jalea real», tal y como usted lo hace a falta de un término mejor, que le ha permitido frenar los efectos del proceso de envejecimiento.
– Ambas explicaciones me parecen perfectamente razonables y lógicas.
– Así es. Pero, ¿eso las convierte en ciertas?
– Quién sabe. Explican los acontecimientos de un modo satisfactorio para mí. Por lo tanto, a mi me bastan.
– Comprendo. Me temo, entonces, que nada lo que yo le diga esta noche va a servirle de mucho. Sin duda, para usted lo ocurrido en la Boca del Infierno tiene una explicación sencilla y racional. Y lo que le ha sucedido a su pupilo…
– Lamentable -dijo Holmes-, pero evidente, una vez todo ha salido a la luz. De hecho, confieso que debería haberlo visto antes, si en este caso mis sentimientos por Wiggins no hubieran perturbado mis capacidades de raciocinio. Me temo que ni siquiera yo soy ajeno a las veleidades de la emoción y, para desgracia de Wiggins, han nublado mi juicio.
– Sí, no esperaba que lo viera otro modo. Y tiene razón, lo que le ha pasado a su discípulo era evidente para cualquiera que supiese mirar. Pero hay más, señor Holmes, mucho más, y ésa es la parte que me temo que no creería si yo se la contase. Esta noche ha empezado algo terrible y oscuro que se prolongará durante los próximos años. Pero creo que tendrá tiempo de ir descubriéndolo por sí mismo.
Arrojó el cigarrillo a la chimenea, donde las llamas lo devoraron rápidamente.
– No hay mucho que pueda contarle. Al menos en estos momentos, cuando las explicaciones que podría darle no encajan en la concepción que usted tiene del universo. -Frunció el ceño-. No, eso no es cierto: encajan perfectamente en la concepción que tiene del universo, pero no en la… implementación concreta que usted ha elegido para esa concepción.
– Es posible. Así pues, dígame cuanto pueda.
– Eso haré. El resto, me temo, tendrá que ir descubriéndolo por sí mismo. Si de algo estoy seguro es de que su intervención en este asunto está lejos de acabarse, señor Holmes.
– Eso no me sorprende demasiado.
– No, supongo que no. Veamos, ¿por dónde empezar? ¿Hace treinta y cinco años, cuando evité que una pieza del poder cayera en manos de Aleister Crowley? Porque supongo que a estas alturas su hermano ya le ha puesto en antecedentes y no ignora que el Necronomicon está repartido en tres libros, en tres ejemplares distintos del mismo libro, en realidad, y que los tres son necesarios para reconstruir el libro completo. Lo que Winfield Lovecraft robó hace treinta y cinco años era sólo una parte de Al Azif, una parte que yo envié donde menos daño pudiera hacer, pese a que la criatura que ahora lo tiene en sus manos… bien, eso es algo que usted averiguará por sí mismo, tarde o temprano.