Выбрать главу

– ¿Qué significa? Sencillamente, que en el mecanismo del Nagant, cuando se arma el martillo, primero gira el tambor y luego lo empuja hacia adelante y cierra el espacio que, en todos los demás revólveres, queda entre el propio tambor y el cañón. Al quedar cerrado ese hueco, aumenta la velocidad del tiro y, lo que es más importante, convierte al Nagant en el único revólver que se puede silenciar por completo. Goldstein estuvo en el ejército durante la guerra y posteriormente lo destinaron a Alemania. Supongo que cambiaría el arma con un soldado del Ejército Rojo, como hicieron muchos soldados.

– ¿Y crees que ese faygele fabricó el silenciador con sus propias manos? ¿Es eso lo que quieres decir?

– Era homosexual, Mister Lansky -dije-, pero eso no le impedía manipular con precisión las herramientas de trabajar metales.

– Entendido -musitó Alo.

Sacudí la cabeza.

– El dibujo estaba escondido en su escritorio y, si le digo la verdad, no creo que pueda encontrar mejor prueba.

Meyer Lansky asintió. Cogió de la mesilla de café un paquete de Parliaments y encendió un cigarrillo con un encendedor de plata de sobremesa.

– ¿Qué te parece, Jake?

Jake puso una cara rara.

– Bernie tiene razón. En estas situaciones, es difícil encontrar pruebas, pero, desde luego, ese dibujo es lo que más se le aproxima. Como muy bien sabes, Meyer, los federales han basado casos enteros en pruebas mucho más inconsistentes. Por otra parte, si fue ese tal Goldstein quien acabó con Max, era de los nuestros y, por lo tanto, no hay cuentas que ajustar con nadie. Era judío y del Saratoga. Así, todo sigue limpio y ordenado, tal como queríamos. Francamente, no se me ocurre mejor solución para el asunto. Los negocios pueden continuar sin interrupciones.

– Eso es lo más importante -dijo Meyer Lansky.

– Pero, ¿cómo se suicidó? -preguntó Vincent Alo.

– Se abrió las venas en una bañera de agua caliente -dije-, al estilo romano.

– Eso sí que es estilo, al menos, para variar -dijo Alo.

Meyer Lansky se estremeció. Estaba claro que no le gustaba esa clase de bromas.

– Sí, pero, ¿por qué? -preguntó-. ¿Por qué se quitó la vida? Con el debido respeto, Bernie, había conseguido matarlo, ¿no es eso? Más o menos. Entonces, ¿por qué iba a quitarse él de en medio también? Nadie sabía su secreto.

Me encogí de hombros.

– Hablé con algunas personas del club Palette. La gracia de su espectáculo consiste en que algunas chicas son de verdad y otras, de pega, pero no se nota la diferencia. Parece ser que, al principio, Irving Goldstein tuvo ese problema: la chica de la que creía haberse enamorado era en realidad un hombre. Cuando descubrió la verdad, intentó aceptarlo, pero entonces Max se enteró. Algunas personas del Palette creen que, al final, lo venció la vergüenza. Creo que es posible que hubiera pensado en suicidarse, pero antes de hacerlo, se le ocurrió vengarse de Max.

– ¿Quién sabe lo que puede pasarle por la cabeza a un tipo así? -dijo Alo-. Estaría confuso o algo.

Meyer Lansky asintió.

– De acuerdo, me lo creo. Has hecho un buen trabajo, Gunther. Lo has solucionado rápidamente y sin ofender a nadie. No habría podido pedir nada mejor ni en La Zaragozana.

Era el nombre de un famoso restaurante de Habana Vieja.

– Jimmy, paga a este hombre. Se lo ha ganado.

Vincent Alo dijo:

– Claro, Meyer -y salió de la suite.

– ¿Sabes, Gunther? -dijo Lansky-. El año que viene, nuestros negocios van a subir como la espuma, aquí en La Habana. Van a aprobar una nueva y ventajosa ley. La ley de los hoteles. Todos los establecimientos nuevos estarán exentos de impuestos, lo cual significa que en esta isla ganaremos mucho más dinero del que nadie se imagina. Estoy pensando en abrir aquí el mayor hotel y casino del mundo, aparte de Las Vegas. El Riviera. En un sitio así, me vendría muy bien un hombre de tus características. Harías lo mismo que ibas a hacer en el Saratoga.

– Lo pensaré, Mister Lansky, no lo dude.

– Ahora se va a ocupar Vincent del Saratoga.

Vincent había vuelto al balcón. Llevaba una bolsa de fichas de juego de tamaño familiar. Sonreía, pero la emoción no le llegaba a los ojos. Era comprensible que le hubiesen puesto el apodo de Jimmy Ojos Azules. Los tenía tan azules como el mar del otro lado del Malecón e igual de fríos.

– Eso no parece veinte mil dólares -dije.

– Las apariencias engañan -dijo Alo. Aflojó la cuerda que cerraba la bolsa y sacó una placa morada de mil dólares-. Aquí hay diecinueve más como ésta. Llévate la bolsa a la caja del Montmartre y te darán el dinero. Así de fácil, mi kraut amigo.

El neoclásico Montmartre de la calle P con la 23 quedaba a un corto paseo del Nacional. Había sido un canódromo y ocupaba una manzana entera; era el único casino de La Habana que estaba abierto las veinticuatro horas del día. Todavía no era la hora de comer y el Montmartre estaba ya a pleno rendimiento. A tan temprana hora, casi todos los clientes eran chinos, aunque, por lo general, lo eran también a lo largo de todo el día. No parecían tener mucho interés en el gran espectáculo, Una noche en París, que anunciaba en ese momento el sistema de megafonía del casino.

Por otra parte, mientras me alejaba de la ventanilla de caja con cuarenta reproducciones del presidente William McKinley en mi poder, Europa me parecía ya un poco más cercana y atractiva. No había rechazado directamente la oferta de un empleo a tiempo completo con Lansky por un solo motivo: no quería decirle que me marchaba del país. Podría haber despertado sospechas. En cambio, pensaba ingresar el dinero en el Royal Bank of Canada, en la misma cuenta en la que guardaba mis ahorros, y después, armado con mis nuevas credenciales, largarme de Cuba lo antes posible.

Crucé la verja del Nacional en dirección al coche que pensaba dejar a Yara como regalo de despedida casi saltando de contento. No contemplaba el futuro con tanto optimismo desde el reencuentro con mi difunta esposa, Kirsten, en Viena, en el mes de septiembre de 1947. Tan optimista estaba, que se me ocurrió ir a ver al capitán Sánchez, por si descubría que podía hacer algo a favor de Noreen Eisner y Alfredo López.

En el fondo, el optimismo no es sino una esperanza ingenua y equivocada.

20

El Capitolio, construido en tiempos del dictador Machado, era un edificio del mismo estilo que el estadounidense de Washington D.C., pero resultaba demasiado grande para una isla del tamaño de Cuba. Lo habría sido incluso para Australia. Dentro de la rotonda había una estatua de Júpiter de diecisiete metros de altura; se parecía al óscar de la Academia y la verdad es que a muchos turistas que visitaban el edificio les parecía que la película era buena. Ahora que tenía el plan de marcharme de Cuba, se me ocurrió que podría hacer unas cuantas fotografías. ¿Para recordar lo que echase de menos, cuando estuviese viviendo en Bonn y me acostase a las nueve de la noche? Si Beethoven hubiese vivido en La Habana -sobre todo, a la vuelta de la esquina de Casa Marina-, casi seguro que se habría considerado afortunado si hubiera llegado a escribir un solo cuarteto de cuerda, no digamos dieciséis. En cambio, en Bonn, se podía vivir toda la vida sin darse cuenta siquiera de que se era sordo.

La comisaría de Zulueta se encontraba a unos minutos del Capitolio, pero no me importó hacerlos a pie. Hacía unos pocos meses, delante de esa misma comisaría, había muerto un profesor de la Universidad de La Habana al explotar la bomba que los rebeldes habían colocado por equivocación en su coche, un Hudson negro de 1952, idéntico al del subdirector del Departamento Cubano de Investigación. Desde entonces, siempre había tenido la precaución de no dejar mi Chevrolet Styline en los alrededores de la comisaría.

La comisaría ocupaba un antiguo edificio colonial con la fachada estucada y desconchada y contraventanas verdes de lamas abatibles. Sobre el pórtico cuadrado colgaba, inerte, una bandera cubana que parecía una toalla playera de colores llamativos que se hubiese caído de la ventana del piso de arriba. En el exterior, los desagües no olían muy bien. En el interior, apenas se notaba, si no se respiraba.