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– Cabrón -dijo levantándose bruscamente.

– Cierto, pero, ya ves, así al menos puedes estar segura de que lo de la pasta es verdad de la buena. Porque la hay, vaya si la hay, suficiente para empezar una nueva vida en París o comprarte un piso en un barrio elegante de Londres. ¡Dios! Hay tanto que podrías comprarte todo Bremerhaven.

Se echó a reír y desvió la mirada.

– No me creas, si no quieres. A mí tanto me da, pero piensa lo siguiente, Dora, querida. Un tipo como Max Reles y la clase de gente a la que tiene que pagar por seguir en el negocio. No son de los que se conforman con un cheque personal. Los chanchullos son cuestión de pasta, Dora. Lo sabes. Lo único que hace falta para que funcionen es mucha pasta.

Se quedó en silencio unos momentos, como si estuviera pensando en otra cosa. Seguramente se imaginaba a sí misma paseando por Bond Street con un sombrero nuevo y un buen fajo de billetes de libra en la liga. No me importó imaginármela yo también. Era muy preferible a pensar en mi situación.

Max Reles reapareció en cubierta, seguido de cerca por Krempel. Reles llevaba un grueso abrigo de pieles y un gran Colt 45 automático colgado del cuello con un acollador, como si temiera perderlo.

– Siempre digo que, con las armas, todo cuidado es poco, cuando se va a matar a un hombre desarmado -dije.

– Yo sólo mato a gente desarmada -se rió Max-. ¿Me tomas por un loco capaz de enfrentarse a un hombre armado? Soy un hombre de negocios, Gunther, no Tom Mix.

Dejó el Colt en el acollador, rodeó a Dora con un brazo y le hizo presionarse la entrepierna con los dedos. Todavía llevaba el puro en la otra mano.

Dora no se molestó en retirarle la mano y Max se puso a frotarle el conejo. Parecía que ella incluso quería pasárselo bien, pero me di cuenta de que estaba pensando en otra cosa. Probablemente en la cisterna de la suite 114.

– Un hombre de negocios como Little Rico -dije-. Sí, eso está claro.

– ¡Vaya! Tenemos aquí a un aficionado al cine, Gerhard. ¿Y Veinte mil leguas de viaje submarino? ¿La ha visto? Es igual. Dentro de unos minutos la vivirá en directo y sabrá lo que es bueno.

– Es usted quien va a saber lo que es bueno, Reles, no yo. Verá, tengo una póliza de seguros. No es con Germania Life, pero servirá y surte efecto en el instante en que muera yo. No es usted el único que tiene contactos, amigo americano. También los tengo yo y le aseguro que no son los mismos que sus amigotes alemanes.

Reles sacudió la cabeza y apartó a Dora a un lado.

– Es curioso que nadie piense nunca que se va a morir, pero, por muy llenos que estén los cementerios, siempre hay sitio para un cadáver más.

– No veo cementerios por aquí cerca, Reles. Lo cierto es que me ha dado una alegría trayéndome aquí, al agua, porque nunca he pagado cuota de entierro.

– De verdad que me cae muy bien -dijo-. Se parece usted a mí.

Retiró el percutor del Colt y me apuntó al centro de la cara. Lo tenía tan cerca que veía el fondo el cañón, adivinaba el mecanismo del seguro y olía el aceite. Con un Colt 45 automático en la mano, Tom Mix habría podido impedir la irrupción de las películas habladas.

– De acuerdo, Gunther. Veamos sus cartas.

– Hay un sobre en el bolsillo de mi abrigo que contiene los borradores de una carta dirigida a un amigo mío. Un tipo que se llama Otto Schuchardt. Trabaja en la Gestapo, a las órdenes del subcomisario Volk, en Prinz-Albrecht Strasse. Puede corroborar los nombres fácilmente. Cuando desaparezca del Adlon, otro amigo mío del Alex, un comisario de investigación, enviará la copia limpia de esos borradores a Schuchardt. Entonces, lo asarán a usted con mantequilla.

– ¿Y qué interés puede tener en mí la Gestapo? Soy ciudadano estadounidense, como bien ha dicho usted.

– Un tal capitán Weinberger me enseñó lo que el FBI había mandado a la Gestapo de Wurzburgo. Nada concluyente. Sólo es usted sospechoso de unas cuantas cosas. No hay para tanto, dirá usted; sin embargo, sobre el homicida de su hermano menor, Abe, el FBI sabe lo suficiente, así como sobre su padre, Theodor. Un tipo muy interesante, desde luego. Por lo visto, cuando se fue a vivir a América, la policía de Viena lo buscaba por un homicidio perpetrado con un picahielo. Naturalmente, siempre es posible que todo fuese un montaje. Los austriacos tratan a los judíos mucho peor que nosotros, aquí en Berlín, pero eso era lo que quería decir yo a mi amigo Otto Schuchardt. Resulta que él trabaja en lo que la Gestapo llama el Negociado de Asuntos Judíos. Supongo que se hará una idea de la clase de gente que le interesa.

Reles se dirigió a Krempel.

– Trae aquí su abrigo -dijo. Después me miró con mala cara-. Si descubro que miente sobre este asunto, Gunther -me apretó la rodilla con el Colt-, antes de tirarlo por la borda le pego un tiro en cada pierna.

– No miento. Lo sabe perfectamente.

– Lo veremos, ¿no es eso?

– Me intriga la reacción que tendrán todos sus amigos nazis cuando descubran lo que es, Reles. Von Helldorf, por ejemplo. ¿Recuerda lo que pasó cuando descubrió lo de Erik Hanussen, el vidente? ¡Cómo no va a acordarse! Esta embarcación era de Hanussen, precisamente, ¿verdad?

Con un movimiento de cabeza señalé un salvavidas que estaba sujeto a la baranda. Tenía escrito el nombre de la embarcación: URSEL IV. Era la que había visto por la ventana del despacho de Von Helldorf, en el Praesidium de Potsdam. Eso me arrancó una sonrisa.

– ¿Sabe? Pensándolo bien, es muy curioso, Reles, que sea precisamente usted quien tenga el Ursel. ¿Le vendió Von Helldorf esta bañera o no es más que un préstamo de amigo aristócrata que se va a llevar una gran decepción cuando descubra la verdad sobre usted, Max? Que es judío. Una decepción tremenda, diría yo. Incluso se sentirá traicionado. Conozco a los polis que encontraron el cadáver de Erik Hanussen y, según me dijeron, lo torturaron antes de acabar con él. Incluso me dijeron que lo habían hecho en este mismo barco, para que nadie lo oyera gritar. Von Helldorf es implacable, Max, y desequilibrado. Le gusta fustigar. ¿Lo sabía? Claro, que también podría ser usted su judío mimado. Dicen que hasta Goering tiene uno últimamente.

Krempel volvió con mi abrigo hecho un guiñapo en una mano y, en la otra, el sobre con los borradores de la carta que había entregado la víspera al botones del Adlon para que la echara al correo. Max Reles la leyó con una mezcla de ansiedad y vergüenza.

– Es asombroso lo que somos capaces de llegar a hacer en caso de necesidad -dije-. Jamás pensé que escribiría una carta a la Gestapo para denunciar a alguien. Por no hablar de que el fundamento de la denuncia sea la discriminación racial. En cualquier otra circunstancia, me habría dado asco a mí mismo, Max, pero, tratándose de usted, ha sido un auténtico placer. Casi deseo que me mate. Valdría la pena sólo por pensar en la cara que pondrían todos ellos, incluido Avery Brundage.

Reles estrujó la carta con un puño muy enfurecido y la arrojó por la borda.

– No pasa nada -dije-. Guardé una copia.

El Colt 45 seguía en la otra mano. Parecía un hierro 4 de golf.

– Es listo, Gunther. -Soltó una risita, pero la falta de color de su cara me indicó que no era auténtica-. Ha jugado bien esas cartas, lo reconozco. Sin embargo, aunque le perdone la vida, seguiré metido en un buen lío. Sí, señor, un lío tremendo. -Dio unas caladas al puro y lo tiró por la borda-. Aun así, me parece que tengo la solución. Sí, creo que sí.

– Sin embargo, tú, querida mía -se volvió a Dora, que había sacado la polvera del bolso y estaba retocándose el perfilado de los labios-, sabes demasiado.

Se le cayó la polvera. A nadie nos extrañó, porque Reles la estaba apuntando a ella con el Colt, en vez de a mí.

– ¿Max? -Sonrió, nerviosamente, quizá, pensando por medio instante que era una broma-. ¿Qué dices? Te quiero, mi amor. No te traicionaría jamás, Max. Lo sabes, ¿verdad?

– Los dos sabemos que no y, aunque creo que tengo una manera de garantizar que Gunther, aquí presente, no llegue a denunciarme a la Gestapo, en tu caso no es lo mismo. Me gustaría que se me ocurriese otra solución, de verdad, pero eres lo que eres.