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– ¡Max! -Dora gritó su nombre esta vez.

Dio media vuelta y echó a correr, como si tuviera algún sitio adonde ir.

Reles dejó escapar un suspiro que casi me hizo sentir lástima de él. Vi que lamentaba tener que matarla, pero yo no le había dejado alternativa. Eso era ya evidente. Apuntó el arma y disparó en dirección a Dora. Sonó como un cañonazo de barco pirata. El tiro la abatió como un guepardo a una gacela y su cabeza pareció reventar con un pensamiento sonrosado, íntegramente compuesto de sangre y sesos.

Volvió a disparar, pero ya no apuntaba a Dora Bauer. Ella había caído de cara a mí, yacía en un charco de sangre roja y espesa que empezaba a extenderse por la cubierta, se estremecía un poco, pero seguramente estaba muerta. El segundo tiro fue para Gerhard Krempel. Lo pilló desprevenido y le levantó la tapa de los sesos como si fuese un huevo duro. El impacto fue tan fuerte que lo tumbó contra la barandilla, desde donde cayó al agua.

Un intenso olor a cordita impregnó el aire y se mezcló limpiamente con el acre del miedo cerval que tenía yo.

– ¡Ah, mierda! -gimió Reles mirando por la borda-. Quería hundirlos juntos con un peso, como en la ópera, una de esas óperas alemanas de mierda que no terminan nunca. -Puso el seguro a la pistola y la encajó en el acollador-. No hay más remedio que dejarlo ahí. No se puede hacer otra cosa. Y ahora, Dora. ¿Dora?

Meticulosamente, dio la vuelta alrededor del charco de sangre y le tocó la nuca suavemente con la punta de su zapato blanco. Después le dio un poco más fuerte, como para asegurarse de si estaba muerta. Sus ojos, inmóviles y abiertos de miedo todavía, me miraban acusadoramente, como si me hiciese responsable absoluto de lo que le había sucedido. Y tenía razón, naturalmente. Reles jamás podría confiar en ella.

Se me acercó, me miró los tobillos, me desató la soga a la que estaban sujetos los tres bloques de cemento y la ató con fuerza a los torneados tobillos de Dora.

– No sé por qué pone esa cara, Gunther. No voy a matarlo. Desde luego, la culpa de que ella haya muerto es suya.

– ¿Por qué cree que puede permitirse perdonarme la vida? -le pregunté, procurando contener el pavor que me producía la posibilidad de que, a pesar de lo que había dicho yo a modo de amenaza y de lo que había contestado él, finalmente me matase.

– ¿Quiere decir qué es lo que le impedirá mandar la carta a la Gestapo a pesar de todo, si consigue salir vivo de ésta?

Asentí.

Soltó su risita sádica y tiró con fuerza del nudo que ataba los tobillos de Dora a los bloques de cemento.

– Una pregunta muy buena, Gunther, y se la voy a contestar en cuanto mande a esta señorita al viaje más largo e importante de su vida. Eso se lo aseguro.

Los bloques de cemento estaban sujetos con la cuerda como la plomada de los pescadores. Gruñendo enérgicamente, los transportó de uno en uno hasta el costado del barco, abrió una compuerta de la barandilla y los fue empujando de uno en uno con la suela del zapato hacia el otro lado. El peso de los bloques tiró del cuerpo de Dora, le dio la vuelta y empezó a arrastrarlo hacia el costado.

Seguramente fue la sensación de que la movían lo que la hizo volver en sí. Primero gimió, después tomó aire sonoramente, levantando los pechos como dos carpitas de circo de color malva. Al mismo tiempo, estiró un brazo, se puso boca abajo, levantó un poco lo que quedaba de cabeza y habló. Me habló a mí.

– Gunther. Ayúdame.

A Max Reles le hizo gracia la sorpresa y se rió; empezó a sacar el automático para pegarle otro tiro antes de que los tres bloques la arrastraran hasta el otro lado de la compuerta, pero cuando terminó de quitar el seguro ya era tarde. Lo que quería decirme se perdió en un grito, cuando entendió lo que estaba sucediendo. Al segundo siguiente, cayó por el costado del barco.

Cerré los ojos. No podía hacer nada por ayudarla. Se oyeron dos aparatosos chapuzones seguidos. La boca que gritaba se llenó de agua y se hizo un silencio horrísono.

– ¡Dios! -dijo Reles, mirando al agua-. ¿Lo ha visto? Habría jurado que la puta estaba muerta. Es decir, usted me vio darle con el pie, claro. Le habría metido otro tiro, para ahorrarle eso. Si hubiera tenido tiempo… ¡Dios! -Sacudió la cabeza y soltó aire nerviosamente-. ¿Qué le parece?

Volvió a poner el seguro a la pistola y la encajó en el acollador. Sacó una petaca del abrigo y tomó un largo trago antes de ofrecérmela.

– ¿Otra de lo mismo, para la resaca?

Negué con un movimiento de cabeza.

– No, claro. Es lo malo de la intoxicación etílica. No soportará ni el olor del schnapps durante una buena temporada, por no hablar de beberlo.

– Cabrón.

– ¿Yo? La ha matado usted, Gunther. Y a él también. Desde el momento en que dijo lo que dijo, no me dejó alternativa. Tenían que morir. Me habrían puesto encima de un barril con los pantalones bajados y me habrían follado desde ahora hasta Navidad y yo no habría podido evitarlo. -Tomó otro trago-. Por otra parte, usted… Sé exactamente qué le impedirá hacerme eso mismo. ¿Se le ocurre el motivo?

Suspiré.

– ¿Sinceramente? No.

Soltó una risita y me entraron ganas de matarlo.

– Entonces, considérese afortunado de que esté yo aquí para contárselo, gilipollas. Noreen Charalambides. Ahí lo tiene. Se enamoró de usted y sigue enamorada. -Frunció el ceño y sacudió la cabeza-. Sólo Dios sabrá por qué. Porque es usted un perdedor, Gunther. Un liberal en un país lleno de nazis. Si eso no lo convierte en perdedor, fíjese en el agujero de la suela de su zapato de mierda. Porque, vamos a ver, ¿cómo pudo semejante mujer enamorarse de un imbécil irremediable que tiene los zapatos agujereados?

»Y lo que es igual de importante -prosiguió-, usted está enamorado de ella. No vale la pena negarlo. Verá, estuvimos charlando un rato ella y yo, antes de que volviera a los Estados Unidos, y me contó lo que sentían el uno por el otro. Debo decir que me decepcionó mucho, porque en el barco de Nueva York surgió algo entre nosotros. ¿Se lo contó?

– No.

– Ahora no importa. Lo único importante es que a usted le importa Noreen lo suficiente para evitar que la maten, porque pasaría lo siguiente: en cuanto bajemos de este barco, voy a mandar un telegrama a mi hermano pequeño, que vive en Nueva York. En realidad, es sólo hermano de padre, pero la sangre es la sangre, ¿verdad? Lo llaman Kid Twist, Chico Retorcido, porque eso es lo que es, el muy jodido. Bien, por eso y porque le gusta retorcer el cuello a los tipos que no le caen bien… hasta rompérselo. Eso fue antes de aprender lo que mejor sabe hacer, con un picahielo. El caso es que le gusta matar gente, resumiendo. Yo lo hago porque es necesario, como ahora, pero a él le gusta ese trabajo.

»Bien, ¿y qué le voy a decir en el telegrama, el que le voy a mandar? Le voy a decir lo siguiente: que si me pasa algo mientras esté en Alemania, si me detiene la Gestapo o cualquier otro percance, que busque a Mistress Charalambides y la mate. Con ese nombre, créame, no será difícil dar con ella. Puede violarla también, si le apetece un poco, que le apetecerá, y si está de humor, que suele estarlo.

Sonrió.

– Considérelo mi denuncia, si le parece, aunque, al contrario que la suya, Gunther, no tiene nada que ver con que ella sea judía. De todos modos, estoy seguro de que entiende a grandes rasgos lo que quiero decir. Yo lo dejo en paz a usted por la carta que ha escrito al Negociado de Asuntos Judíos de la Gestapo. Usted me deja en paz a mí por el telegrama que voy a mandar a mi hermano en cuanto vuelva a mi suite. Los dos estamos en jaque, igual que en el ajedrez, cuando la cosa queda en tablas. Mi póliza de seguros contrarresta la suya. ¿Qué me dice?