No es que Cuba no me gustase. Ni mucho menos. Había salido de Argentina con cien mil dólares americanos y vivía muy holgadamente en La Habana, pero suspiraba por un lugar sin insectos que picasen, donde la gente se fuese a dormir a una hora prudencial y donde las bebidas se tomasen sin hielo: estaba harto de ganarme un dolor de cabeza helado cada vez que iba a un bar. Otro motivo para querer volver a Alemania era que mi pasaporte argentino no duraría eternamente. Sin embargo, en cuanto estuviera allí sano y salvo, podría desaparecer sin peligro. Una vez más.
Naturalmente, de volver a Berlín, ni hablar. Por un motivo: la ciudad había quedado sin salida al mar, sitiada, en poder de los comunistas en la República Democrática de Alemania. Y por otro más: era fácil que la policía de Berlín me tuviese en busca y captura en relación con el homicidio de dos mujeres en Viena en 1949. No es que las hubiese matado yo. He hecho muchas cosas en mi vida de las que me siento menos orgulloso, pero jamás he matado a una mujer, sin contar a una soviética a la que pegué un tiro en el largo y tórrido verano de1941; pertenecía a un escuadrón de la muerte de la nkvD que acababa de matar en sus celdas a unos cuantos millares de prisioneros desarmados. Sin embargo, supongo que los rusos me considerarían un criminal, otra buena razón para no volver a Berlín. Hamburgo parecía mejor plan: se encontraba en la República Federal y no conocía a nadie allí. Y lo que es más importante: nadie me conocía a mí.
Entre tanto, vivía bien. Tenía lo que deseaba la mayoría de los habaneros: un apartamento grande en el Malecón, un gran coche americano, una mujer que me proporcionaba relaciones sexuales y una que me hacía la comida. Algunas veces, coincidían las dos en la misma persona. Sin embargo, mi apartamento de Vedado se encontraba a unas pocas y tentadoras manzanas de la esquina con la calle Cuarenta y Cinco y, mucho antes de que Yara se convirtiera en mi amante ama casa, había adquirido yo la costumbre de visitar con regularidad la casa de putas más famosa y lujosa de la ciudad.
Yara me gustaba, pero nada más. Se quedaba cuando le apetecía, no porque se lo pidiese yo, sino porque quería ella. Me parece que era negra, aunque en Cuba no es fácil distinguir esas cosas con certeza. Era alta y delgada, unos veinte años más joven que yo y tenía cara de caballito muy querido. No era prostituta, porque no cobraba por ello, solamente lo parecía. Casi todas las mujeres de La Habana lo parecían. Casi todas las prostitutas parecían la hermana menor de uno. Yara no lo era porque se ganaba mejor la vida robándome. No me importaba. Así me evitaba tener que pagarle. Además, sólo me robaba lo que creía que podía sobrarme. No escupía ni fumaba puros y era creyente de la santería, una religión que me parecía un poco como el vudú. Me hacía gracia que rezase por mí a unos dioses africanos. Seguro que funcionaban mejor que los dioses a los que había rezado yo.
Tan pronto como se despertó el resto de la ciudad, me fui por el paseo del Prado en mi Chevrolet Styline. Probablemente ese modelo fuera el más normal en Cuba y, muy posiblemente, uno de los de mayor tamaño. Tenía más metal que Aceros Bethlehem. Aparqué delante del Gran Teatro. Era un edificio neobarroco con una lujosa fachada tan atestada de ángeles que, evidentemente, el arquitecto debía de creer que era más importante ser dramaturgo o actor que apóstol. En estos tiempos, cualquier cosa es más importante que ser apóstol. Sobre todo en Cuba.
Había quedado con Freeman en el fumadero de la cercana fábrica de puros Partagas, pero era pronto, conque me fui al hotel Inglaterra y me puse a desayunar en la terraza. Allí me encontré con el típico elenco de personajes cubanos, salvo las prostitutas: todavía era demasiado temprano para ellas. Había oficiales navales estadounidenses de permiso, procedentes de un buque de guerra anclado en la bahía, algunas matronas turistas, unos cuantos hombres de negocios chinos del cercano Barrio Chino, un par de hampones con traje de sarga y pequeño sombrero Stetson y tres oficiales del gobierno con chaqueta oscura de raya diplomática, la cara más oscura que las hojas de tabaco y gafas más oscuras todavía. Tomé un desayuno inglés y luego crucé el bullicioso Parque Central, lleno de palmeras, y me acerqué a mi tienda predilecta de La Habana.
Hobby Centre, en la esquina de Obispo y Berniz, vendía maquetas de barcos, coches de juguete y, lo más importante para mis propósitos, trenes eléctricos. Yo tenía un Dublo de sobremesa con tres carriles. No se parecía en nada al que había visto en una ocasión en casa de Hermann Goering, pero me gustaba mucho. En la tienda, recogí una locomotora nueva con vagoneta que había pedido a Inglaterra. Tenía muchas maquetas inglesas, pero también había hecho varios elementos de mi juego yo mismo, en mi taller de casa. A Yara le desagradaba el taller casi tanto como temía el juego del tren. Le parecía que todo aquello era un poco demoniaco. No porque emulase el movimiento de los trenes de verdad. No; no era tan primitiva. Lo que consideraba un tanto hipnótico y demoniaco era que pudiese fascinar tanto a un hombre adulto.
La tienda estaba a pocos metros de La Moderna Poesía, la mayor librería de La Habana, aunque más bien parecía un refugio antiaéreo de cemento. Me cobijé en el interior y elegí un libro de ensayos de Montaigne en inglés, no porque ardiese en deseos de leer al autor, porque sólo lo conocía vagamente de oídas, sino porque me pareció un libro para mejorar y, la verdad, prácticamente cualquiera de Casa Marina podría haberme recomendado mejorar un poco. Pensé que, como mínimo, necesitaba empezar a ponerme gafas con mayor frecuencia. Por un momento creí tener una visión. Allí, en la librería, había una persona a la que había visto por última vez en otra vida, hacía veinte años.
Era Noreen Charalambides.
Sólo que no lo era. Había dejado de ser Noreen Charalambides, igual que había dejado yo de ser Bernhard Gunther. Hacía mucho tiempo que se había separado de Nick, su marido, y había vuelto a ser Noreen Eisner, que era como la conocía el mundo lector ahora, por ser autora de más de diez novelas de éxito y varias obras de teatro famosas. Estaba firmando un libro bajo la ferviente mirada de una empalagosa turista estadounidense, en la caja en la que iba yo a pagar el libro de Montaigne, es decir, que nos vimos los dos al mismo tiempo. De lo contrario, es fácil que me hubiese largado a la chita callando. Lo habría hecho porque estaba en Cuba con un nombre falso y, cuanta menos gente lo supiera, mejor. Y también por otro motivo: no estaba yo nada favorecido físicamente. Había dejado de estarlo en la primavera de 1945. Ella, por el contrario, no había cambiado nada. En su pelo castaño se veía alguna hebra blanca; también un par de arrugas en la frente, pero seguía siendo guapísima. Llevaba un bonito broche de zafiro y un reloj de oro. Escribía con una estilográfica de plata y de su brazo colgaba un caro bolso de cocodrilo.
Al verme, se tapó la boca con la mano, como si hubiera visto un fantasma. Y a lo mejor era cierto. Cuanto mayor me hago, más fácil resulta creer que mi pasado es el de otro y que no soy más que un espíritu en el limbo o un holandés errante, condenado a surcar los mares eternamente.
Me toqué el ala del sombrero sólo por comprobar si la cabeza seguía en su sitio y dije «Hola», pero en inglés, cosa que debió de confundirla un poco más. Pensando que no se acordaría de mi nombre, fui a quitarme el sombrero, pero no lo hice. Quizá fuese mejor así, hasta que le dijese el nuevo.
– ¿De verdad eres tú? -musitó.
– Sí.
Se me puso en la garganta un nudo más grande que un puño.
– Creía que habías muerto, con toda probabilidad. Lo daba por cierto, la verdad. No puedo creer que seas tú.
– A mí me pasa lo mismo, cada vez que me levanto por la mañana y me voy cojeando al cuarto de baño. Siempre tengo la sensación de que me han cambiado el cuerpo por el de mi padre mientras dormía.