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Más tarde, me di un baño y me puse un traje bueno. Antes de salir, me asomé al altar de santería que había montado Yara en su habitación y me quedé unos momentos allí con la cabeza inclinada. En realidad, no era más que una casa de muñecas cubierta de encaje blanco y velas. En cada piso de la casita había animalillos, crucifijos, nueces, conchas y figuritas de cara negra vestidas de blanco, así como varias imágenes de la Virgen María y una de una mujer con un cuchillo clavado en la lengua. Yara me había contado que era para evitar las habladurías sobre nosotros, pero no tenía la menor idea de lo que significaban las demás cosas, salvo, quizá, la Virgen María. No sé por qué incliné la cabeza ante el altarcito. Podría decir que deseaba creer en algo, pero en el fondo del corazón, sabía que la tienda de recuerdos de Yara era otra estúpida mentira, igual que la del nazismo.

De camino a la puerta cogí el backgammon de Ben Siegel y, entonces, Yara me agarró por los hombros y me miró directamente a los ojos, como buscando el efecto que pudiera haberme hecho en el alma su particular altarcito. Suponiendo, claro está, que tuviese yo semejante cosa. Algo encontró, porque dio un paso atrás y se santiguó varias veces seguidas.

– Te pareces a Eleguá -dijo-, el señor de las encrucijadas, el que guarda la casa de todos los peligros. Todos sus actos son justificados. Él sabe lo que no sabe nadie y siempre actúa según su juicio perfecto. -Se quitó uno de los collares que llevaba y me lo metió en el bolsillo superior de la chaqueta-. Para que te dé buena suerte en el juego -dijo.

– Gracias -dije-, pero no es más que un juego.

– Esta vez, no -dijo-. Para ti, no. Para ti no, amo.

10

Aparqué en Zulueta, a la vista de la comisaría de policía, y retrocedí andando hacia el Saratoga, donde había ya muchos taxis y coches, entre ellos, dos Cadillac 75 negros, los niños mimados de los funcionarios gubernamentales más importantes.

Crucé el vestíbulo del hotel hasta el patio monacal, en el que un juego de luces teñía el agua de la fuente de diferentes colores pastel y dejaba al caballo como perplejo… como si no se atreviese a beber de las exóticas aguas por miedo a que lo envenenasen. Me dije que era una metáfora perfecta para describir la experiencia de ir a un casino de La Habana.

Me abrió la puerta un portero vestido de impresionista francés acomodado. Era temprano, pero el local estaba muy animado, como una estación de autobuses a una hora punta, con la salvedad de las arañas de luces, y se oía mucho ruido de entrechocar de fichas y dados, de bolitas metálicas que daban vueltas en la ruleta con un sonido como de grifo que gotea en un fregadero de acero, de gritos de los ganadores y gruñidos de los perdedores, de tintineo de copas y, por encima de todo, la voz clara, enunciativa y sin emoción de los croupiers, que dirigían las apuestas y cantaban el nombre de las cartas y los números.

Eché un vistazo alrededor: habían llegado ya algunos famosos de la ciudad, como el músico Desi Arnaz, la cantante Celia Cruz, el actor de cine George Raft y el coronel Esteban Ventura, uno de los oficiales de policía más temidos de La Habana. Los jugadores deambulaban por allí con smoking blanco, jugueteando con las fichas y especulando sobre dónde les sonreiría hoy la suerte, si en la ruleta o en la mesa de craps. Bellas y elegantes mujeres con altos peinados y escotes de vértigo patrullaban por los laterales de la sala como panteras al acecho del hombre más débil al que dar caza y abatir. Una dio unos pasos hacia mí, pero me la quité de encima con un movimiento de cabeza.

Localicé a un hombre que parecía el director del casino. Me figuré que era el de los brazos cruzados y los ojos de árbitro de tenis; además, ni estaba fumando ni tenía fichas en la mano. Como tantos habaneros, llevaba un bigotito como un garabato de escolar y más gomina en el pelo que grasa una hamburguesa cubana. Vio que lo miraba y lo saludaba con una inclinación de cabeza, descruzó los brazos y echó a andar hacia mí.

– ¿Desea alguna cosa, señor?

– Soy Carlos Hausner -dije-. Tengo una reunión arriba con el señor Reles esta noche, a las once menos cuarto, pero, al parecer, antes debería encontrarme con el señor García para una partida de backgammon.

Debía de llevar en los dedos un poco de gomina del pelo, porque empezó a frotarse las manos como Poncio Pilatos.

– El señor García ya ha llegado -dijo al tiempo que se ponía en marcha-. El señor Reles me pidió que les reservara un rinconcito tranquilo, entre el salón privé y la sala principal de juegos. Me ocuparé de que nadie los moleste.

Fuimos hasta un lugar cerca de una palmera. García ocupaba una caprichosa silla de comedor que dominaba la vista de la estancia, ante una mesa dorada con sobre de mármol en la que había un tablero de backgammon preparado para jugar. A su espalda, en la pared amarillo canario, se veía un mural de estilo Fragonard, de una odalisca desnuda, tumbada y con la mano en el regazo de un hombre con cara de aburrimiento, tocado con un turbante rojo. Teniendo en cuenta el lugar que ocupaba la mano, el del turbante podía haber estado más animado. Puesto que García era el dueño del Shanghai, el lugar elegido para nuestra partida no podía ser más adecuado.

El Shanghai de Zanja era el teatro burlesco más obsceno y, por tanto, el más infame y popular de La Habana. A pesar de las setecientas cincuenta localidades que tenía, fuera siempre había una larga cola de hombres ansiosos -jóvenes marineros estadounidenses, en su mayoría- esperando su turno para pagar un dólar y veinticinco centavos por entrar a ver un espectáculo que habría hecho palidecer, por insulso, a cualquier cosa que hubiera visto yo en el Berlín de Weimar. Insulso y, paradójicamente, de buen gusto al mismo tiempo. El espectáculo del Shanghai no tenía ni pizca de buen gusto, principalmente gracias a la aparición en cartel de un mulato alto, llamado Supermán, cuyo miembro, en estado de erección, era tan grande como una aguijada de arrear ganado y, en la práctica, producía un efecto bastante parecido. En el momento cumbre del espectáculo, el mulato, animándose al grito de Tío Sam, escandalizaba a una serie de rubias de aspecto inocente. No era el mejor sitio para llevar a un sátiro de mentalidad liberal, cuanto menos, a una jovencita de diecinueve años.

García se levantó atentamente, pero, a primera vista, no me gustó, como no me habría gustado un chulo o, para el caso, un gorila con smoking, que es lo que parecía. Se movía con la parquedad de un robot, dejaba los gruesos brazos colgando rígidamente a los lados del cuerpo; con la misma rigidez, levantó uno y me tendió una mano del tamaño y color de un guante de halconero. Era calvo, con grandes orejas y labios gruesos. En total, su cabeza parecía robada de una excavación arqueológica egipcia… si no del Valle de los Reyes, sí quizá del barranco de los falsos y zalameros sátrapas. Noté la fuerza de su mano antes de que la retirase y se la metiese en el bolsillo de la chaqueta. La sacó con un puñado de billetes y lo dejó en la mesa, al lado del tablero.

– Es más divertido jugarse la pasta, ¿no le parece? -dijo.

– Claro -dije yo, y dejé el sobre que me había dado Reles junto a su pasta-, pero será mejor ajustar las cuentas al final de la velada, ¿o prefiere al final de cada partida?

– Me parece bien al final de la velada -dijo.

– En ese caso -dije al tiempo que devolvía el sobre al bolsillo-, no hay necesidad de enseñar nada, ahora que sabemos que los dos llevamos bastante.

Asintió y recogió sus billetes.

– Hacia las once tengo que ausentarme un rato -dijo-. Debo volver para supervisar la entrada del Shanghai, la del pase de las once y media.

– ¿Y el de las nueve y media? -pregunté-. ¿Se supervisa solo?