– ¿Conoce mi teatro?
Lo dijo como si fuera el Abbey de Dublín. Tenía la voz que me esperaba: demasiados puros y ejercicio insuficiente. Una voz de hipopótamo revolcándose: sucia y llena de dientes amarillentos y de gas. Peligrosa también, seguramente.
– Sí -dije.
– Puedo volver después -dijo-, para darle la revancha, si quiere recuperar la pasta.
– También puedo hacerle yo el mismo favor.
– Respondo a su pregunta anterior. -Los gruesos labios se estiraron como una vulgar liga rosa-. El pase de las once y media siempre es el más problemático. A esas horas, el público ha bebido más y, a veces, los que no pueden entrar arman jaleo. La comisaría de Zanja queda cerca, por suerte, pero, como sabrá, hay que incentivar a las patrullas para que intervengan.
– La pasta manda.
– En esta ciudad, sí.
Miré al tablero, aunque sólo fuera por no verle la fea cara ni respirar su fétido aliento. Se olía desde un metro de distancia. De pronto me quedé perplejo, al darme cuenta de lo tremendamente obsceno que era lo que miraba. Los picos blancos y negros, con forma de triángulo alargado que tienen todos los tableros de backgammon, eran en ése falos en erección. Entre ellos o envolviéndolos, como modelos de pintor, había desnudos femeninos. El dibujo de las fichas reproducía culos de mujeres blancas y negras y los cubiletes de los jugadores tenían forma de seno femenino; encajaban el uno con el otro formando un pecho que habría sido la envidia de cualquier camarera de la Oktoberfest. Únicamente los cuatro dados de los jugadores y el de doblar las apuestas podían considerarse decorosos.
– ¿Le gusta mi juego? -preguntó con una risita que olía a baño podrido.
– Me gusta más el mío -dije-, pero está cerrado y no me acuerdo de la combinación, de modo que, si le apetece jugar con éste, no tengo inconveniente. Soy de criterios amplios.
– Por fuerza, si vive en La Habana, ¿no? ¿Vamos a puntos o a apuestas?
– Estoy desganado, no me apetece tanto cálculo. Quedémonos con el dado de doblar. ¿Lo dejamos en diez pesos la partida?
Encendí un puro y me senté. A medida que el juego avanzaba, se me fueron olvidando los detalles pornográficos del tablero y el fétido aliento de mi oponente. Íbamos más o menos igualados hasta que García sacó dos dobles seguidos más y, al pasar de cuatro a ocho, me pasó el dado de doblar. Dudé. Los dos dobles seguidos bastaron para aconsejarme prudencia con el dinero que ponía en juego. Nunca había sido yo de los que sacan porcentajes calculando la diferencia de posiciones con respecto al otro jugador. Prefería basarme en el desarrollo del juego y en acordarme de las tiradas que me iban saliendo. Me pareció que no tardaría en sacar un doble que compensase los tres suyos, conque cogí el cubilete y me salió un cinco doble, que era exactamente lo que necesitaba en ese preciso momento; nos quedamos los dos a punto de empezar a sacar las fichas del tablero, más o menos igualados.
Estábamos ya cada cual con las últimas fichas en casa -él, doce; yo, diez-, cuando me volvió a ofrecer doblar la apuesta. Los números estaban a mi favor, siempre y cuando no le saliera el cuarto doble y, como me parecía improbable, lo acepté. Cualquier otra decisión habría sido lo que los cubanos llaman no tener «cojones» y, sin duda, habría tenido efectos desastrosos en el resto de la velada. La apuesta estaba en 160 pesos.
Le salió un cuatro doble, con lo que me igualaba y aumentaban sus posibilidades de ganar la partida, a menos que me saliera otro doble a mí. Ni siquiera parpadeó cuando me salieron un uno y un dos en un momento tan inoportuno y sólo pude sacar una ficha del tablero. A él le salieron un cinco y un seis y sacó dos. Me salieron un cinco y un tres y saqué dos. Luego le salió otro doble a él y sacó cuatro: le quedaban sólo dos y a mí, cinco. No me habría salvado ni un doble.
García no sonreía. Se limitó a coger su cubilete y a tirar los dados con menos emoción que si hubiera sido la primera tirada del juego: insignificante, todavía quedaba toda la partida por delante. Sólo que la primera había terminado y la había perdido yo.
Retiró del tablero las dos últimas fichas y volvió a meter la manaza en el bolsillo del smoking, pero, a diferencia de la primera vez, sacó una libreta negra de piel y un lapicero mecánico de plata, con el que escribió en la primera página el número 160.
Eran las ocho y media. Habían transcurrido veinte minutos… muy caros. Por muy pornógrafo y muy cerdo que fuese, no se podía decir nada malo de su suerte ni de su pericia en el juego. Comprendí que iba a ser más difícil de lo que había pensado.
11
Empecé a jugar al backgammon en Uruguay. Me enseñó un antiguo campeón en el café del hotel Alhambra, en Montevideo. Sin embargo, la vida en Uruguay era cara, mucho más que en Cuba, y fue el principal motivo por el que me había ido a vivir a la isla. Por lo general, en La Habana jugaba en un café de la Plaza de Armas con un par de libreros que vendían libros de segunda mano y sólo apostábamos unos centavos. Me gustaba el backgammon porque era limpio, por la disposición de las fichas en los puntos y el orden con que se iban sacando del tablero hasta terminar la partida. Esa limpieza y ese orden característicos me asombraban porque me resultaban muy alemanes. También me gustaba por la mezcla de suerte y destreza que requería; hacía falta más suerte que en el bridge y más destreza que en el blackjack. Sin embargo, para mí, su mayor atractivo era el componente de riesgo contra la banca celestial, el competir con el mismísimo sino. Me complacía pensar que cada tirada de dados era una invocación a la justicia cósmica. Así había vivido la vida yo, en cierto modo: a contrapelo.
En realidad, no estaba jugando con García -él no era más que la cara fea de la suerte-, sino contra la vida misma.
Y así, volví a encender el puro, a darle vueltas en la boca, y llamé a un camarero.
– Póngame una garrafa pequeña de schnapps de melocotón, frío pero sin hielo -le dije.
No pregunté a García si quería tomar algo. No me importaba. Lo único que me importaba en ese momento era darle una paliza.
– ¿No es bebida de mujeres? -dijo.
– No creo -dije-. Tiene cuarenta grados, pero piense usted lo que quiera.
Cogí mi cubilete.
– ¿Y usted, señor? -El camarero seguía allí.
– Daiquiri con lima.
Seguimos con el juego. García perdió la siguiente partida a puntos y también la siguiente, cuando no se dobló. Cada vez cometía más errores, dejaba solas, a mi merced, fichas que no debía y se doblaba cuando no convenía. Empezó a perder mucho y, hacia las diez y cuarto, le había ganado más de mil pesos y estaba muy satisfecho de mí mismo.
El argumento a favor del darwinismo que mi oponente tenía por cara seguía sin acusar emoción alguna, pero supe que estaba nervioso por la forma en que tiraba los dados. En el backgammon, es costumbre tirarlos dentro de la propia casa; los dos deben quedar planos sobre una cara. Sin embargo, en la última ronda, García no había dominado bien la mano y los dados habían caído al otro lado de la barra o montados. Según las reglas, esas tiradas no eran válidas y debía volver a tirar; una de las veces se quedó sin un útil doble que le había salido.
Además, había otra razón por la que yo lo había puesto nervioso. Teníamos la apuesta en diez pesos y propuso que la aumentásemos. Eso es señal segura de que quien lo propone ha perdido mucho y está ansioso por recuperarse lo antes posible. Sin embargo, eso significa incumplir el principio fundamental del juego, que son los dados los que dictan cómo hay que jugar, no el dado de doblar ni el dinero.
Me apoyé en el respaldo y tomé un sorbo de schnapps.
– ¿En cuánto ha pensado?
– Digamos que cien pesos la partida.
– De acuerdo, pero con una condición: que entre en juego la regla beaver.