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Sonrió casi como si hubiera estado a punto de proponerlo él también.

– De acuerdo.

Cogió el cubilete y, aunque no le tocaba abrir el juego, sacó un seis.

A mí me salió un uno. García ganó la tirada y al mismo tiempo marcó el tanto de barra. Se acercó más a la mesa, ansioso por recuperar su dinero. Una fina capa de sudor le cubrió la elefantiásica cabeza y, al verlo, le ofrecí doblarnos inmediatamente. García lo aceptó y quiso hacer lo mismo que yo, pero tuve que recordarle que todavía no había tirado yo. Me salió un cuatro doble, con lo que pude saltar su punto de barra con mis corredoras, con lo que de nada le sirvió, de momento.

García se estremeció ligeramente, pero se dobló de todas maneras y sacó un decepcionante dos y uno. Ahora tenía yo el cubo de apuestas y, con la sensación de contar con la ventaja psicológica, le di la vuelta, dije: Beaver y lo doblé efectivamente sin necesitar su consentimiento. Entonces me detuve y le ofrecí doblar, además del beaver. Se mordió el labio y, sabiendo que estaba en juego una pérdida de ochocientos pesos -además de lo que había perdido ya-, tendría que haberlo rechazado. En cambio, lo aceptó. Entonces me salió un seis doble, con lo que pude ganar el tanto de barra y diez más. La partida era mía, con una apuesta de mil seiscientos pesos.

Empezó a tirar con mayor inquietud. Primero le cayeron los dados de canto, luego le salió un cuatro doble, con lo que habría podido salir del agujero en el que estaba, de no haber caído uno de los dados en su tablero exterior y, por tanto, no valía. Recogió los dos furiosamente, los echó al cubilete y volvió a tirar con muchísima menos fortuna: un dos y un tres. A partir de ahí, las cosas se le deterioraron rápidamente y, poco después, le cerré el paso por mi casa, y además tenía dos fichas en la barra.

Empecé a sacar las mías del tablero, mientras él no podía mover. Corría verdadero peligro de no poder rescatar ninguna de las suyas antes de que terminase yo de sacar las mías. Eso se llamaba gammon y habría tenido que pagarme el doble de la apuesta total.

Tiraba ya como un loco, sin rastro de su anterior sangre fría. Cada vez que tiraba, no podía mover. Había perdido el juego, no le quedaba más que hacer que procurar salvarse del gammon. Por fin, pudo volver al tablero y correr hacia casa, mientras que a mí me quedaban sólo seis fichas por retirar. Sin embargo, le salían tiradas bajas y avanzaba despacio. Unos segundos después, la partida y el gammon eran míos.

– Gammon -dije en voz baja-, es decir, el doble de la apuesta. Calculo que son tres mil doscientos pesos, más los mil ciento cuarenta que me debía ya, son…

– Sé sumar -dijo bruscamente-. Se me dan bien las matemáticas.

Me resistí a la tentación de apostillar que lo que no se le daba bien era el backgammon.

García consultó la hora. Yo también. Eran las once menos veinte.

– Tengo que marcharme -dijo, y cerró el tablero bruscamente.

– ¿Piensa volver después del club? -pregunté.

– No lo sé.

– Bien. Estaré un rato por aquí, por si quiere tomarse la revancha.

Ambos sabíamos que no volvería. Sacó un fajo de cincuenta billetes de cien pesos, contó cuarenta y tres y me los entregó.

Asentí y dije:

– Más el diez por ciento para la casa, son doscientos cada uno. -Señalé con la mano los billetes que le quedaban-. A las bebidas invito yo.

Resentido, sacó otro par de billetes y me los dio. A continuación, bajó los cierres del feo tablero, se lo puso bajo el brazo y se largó rápidamente abriéndose paso entre los demás jugadores como un personaje de película de miedo.

Me metí las ganancias en el bolsillo y me fui de nuevo en busca del director del casino. Parecía que no se hubiese movido desde que había hablado con él.

– ¿Ha terminado el juego? -preguntó.

– De momento, sí. El señor García tiene que pasar por su club y yo tengo una reunión arriba con el señor Reles. Puede que después continuemos. Le dije que le esperaría aquí para darle la revancha, si quería, conque ya veremos.

– Les guardaré la mesa -dijo el director.

– Gracias. ¿Sería tan amable de avisar al señor Reles de que voy arriba a verlo?

– Por supuesto.

Le di cuatrocientos pesos.

– El diez por ciento de la apuesta. Supongo que es lo normal.

El director sacudió la cabeza.

– No es necesario. Gracias por ganarle. Hacía ya mucho tiempo que deseaba ver humillado a ese cerdo. Y, por lo que veo, la paliza ha sido de órdago.

Asentí.

– ¿Podría venir a mi despacho después de ver al señor Reles? Me encantaría invitarle a un trago para celebrar la victoria.

12

Con el backgammon de Ben Siegel, subí en el ascensor al octavo piso, el de la azotea de la piscina del hotel, donde me esperaban Waxey y otro ascensor. En esa ocasión, el guardaespaldas de Max me trató con un poco más de cordialidad, aunque sólo me di cuenta porque pude leerle los labios. Hablaba en voz muy baja, para lo grande que era, pero hasta más tarde no me enteré de que tenía las cuerdas vocales estropeadas a consecuencia de un tiro en la garganta.

– Lo siento -dijo-, pero tengo que cachearlo antes de que suba.

Dejé el maletín en el suelo, levanté los brazos y miré al infinito mientras él hacía su trabajo. A lo lejos, el Barrio Chino estaba iluminado como un árbol de Navidad.

– ¿Qué hay en el maletín? -preguntó.

– El tablero de backgammon de Ben Siegel. Me lo ha regalado Max, pero la combinación que me dijo para abrirlo no es correcta. Me dijo «seis, seis, seis». Una combinación muy bonita, si funcionase.

Waxey asintió y se apartó. Llevaba pantalones negros sueltos y guayabera gris, del mismo color que su pelo. Como no se había puesto la chaqueta, se le veían los brazos y pude hacerme una idea más aproximada de lo fuerte que debía de ser. Los antebrazos eran como bolos de bolera. Seguramente usaba camisas sueltas para ocultar el arma de la cadera, pero el orillo del faldón se le había quedado enganchado en la pulida culata de madera de un Colt Detective Special del 38, el mejor revólver de cañón corto que existía.

Sacó del bolsillo de los pantalones una llave sujeta con una cadena de plata, la introdujo en el panel del ascensor y le dio media vuelta. No tuvo que apretar ningún botón más. El ascensor inició la subida directamente. Se abrieron las puertas de nuevo.

– Están en la azotea -dijo Waxey.

Los olí enseguida: el tufo penetrante de un pequeño incendio forestal que desprenden varios habanos grandes. Después los oí: fuertes voces estadounidenses, estentóreas carcajadas masculinas, blasfemias sin parar, alguna que otra palabra o expresión en yiddish o en italiano, más carcajadas estentóreas. Al pasar por la sala vi los desechos de una partida de cartas: una mesa grande llena de fichas y vasos vacíos. Terminada la partida, habían salido todos a la pequeña azotea de la piscina: un grupo de hombres con trajes bien cortados y caras embotadas, pero ya no tan duros. Algunos llevaban gafas y chaqueta deportiva, con pañuelo bien doblado en el bolsillo superior. Todos parecían exactamente lo que afirmaban que eran: hombres de negocios, propietarios de hoteles, clubs o restaurantes. Quizá sólo un policía o un agente del FBI habría sabido identificar la verdadera personalidad de todos y cada uno de ellos: todos se habían hecho famosos en las calles de Chicago, Boston, Miami y Nueva York en la época de la Ley Volstead. En el momento en que puse el pie en esa azotea supe que me encontraba entre las mayores bestias del hampa de La Habana: los capos mafiosos con los que tanto gustaba de hablar el senador Estes Kefauver. Había visto en televisión algunas declaraciones de la Comisión del Senado. Esas retransmisiones habían introducido en la vida doméstica el nombre de muchos capos, entre otros, el del hombre bajo, nariz grande y pelo oscuro y bien cortado que se encontraba allí. Llevaba una chaqueta deportiva marrón con camisa abierta. Era Meyer Lansky.