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– Pues el 38 se las traía, porque eso puede hacerlo un 45, pero no un 38. ¿Me permite echar un vistazo a la bala, capitán?

Sánchez me la pasó.

La miré y asentí.

– No; creo que tiene usted razón, capitán, parece un 38, en efecto, pero, en ese caso, la dispararon a mayor velocidad de lo normal.

– ¿Cómo, por ejemplo?

– No tengo ni idea.

– ¿Ha sido usted investigador, señor?

– Hace mucho tiempo. No tenía la menor intención de insinuar que no supiera usted hacer su trabajo, capitán. Estoy seguro de que tiene sus propios métodos para llevar una investigación, pero Mister Lansky me pidió mi opinión y se la di.

El capitán Sánchez dio una calada a su pequeño cigarrillo y a continuación lo tiró al suelo allí mismo, en el lugar de los hechos.

– Ha dicho que el coronel Ventura estaba en el casino anoche -recapituló-. ¿Eso significa que usted también?

– Sí. Estuve jugando al backgammon hasta las diez cuarenta y cinco; a esa hora subí aquí a tomar un trago con el señor Reles y sus invitados. Mister Lansky y su hermano se encontraban entre ellos, así como Mister Dalitz, el caballero que está en la sala, y Waxey. Estuve aquí hasta las once treinta, hora en que nos marchamos todos, porque Reles debía prepararse para hacer la llamada al presidente. Yo había quedado con mi oponente de la partida de backgammon, el señor García, propietario del teatro Shanghai, en que volveríamos al casino a seguir jugando. Lo esperé, pero no volvió. Entre tanto, tomé un trago con el señor Núñez, el director del casino. Después me fui a casa.

– ¿Sobre qué hora?

– Acababan de dar las doce treinta. De eso estoy seguro porque los fuegos artificiales terminaron unos minutos antes de que cogiese yo el coche.

– Ya. -El capitán encendió otro cigarrillo y dejó escapar un poco de humo entre sus blanquísimos dientes-. En tal caso, usted mismo pudo haber matado al señor Reles, ¿no es así?

– En efecto. También pude haber sido yo el cabecilla del asalto al cuartel de Moncada, pero el caso es que no. Max Reles acababa de darme un puesto de trabajo sumamente bien remunerado y ahora me he quedado en la calle, conque, como comprenderá, el móvil del crimen no se sostendría.

– Así es exactamente, capitán -dijo Meyer Lansky-. Max acababa de nombrar director general al señor Hausner, aquí presente.

El capitán Sánchez asintió como aceptando la corroboración de Lansky en mi descargo, pero todavía no había terminado conmigo y me maldije por haberme precipitado a responder, cuando Lansky me preguntó sobre la muerte de Max Reles.

– ¿Cuánto hacía que conocía al difunto? -me preguntó.

– Nos conocimos en Berlín hará unos veinte años, pero no habíamos vuelto a vernos hasta antes de anoche.

– ¿Y le ofreció el empleo sin más ni más? Debía de tener una óptima opinión de usted, señor Hausner.

– Por algo sería, supongo.

– A lo mejor lo coaccionó usted con algo; algo que sucedió en el pasado.

– ¿Insinúa que lo chantajeé, capitán?

– Sí, en efecto, sin la menor duda.

– Hace veinte años, puede, cuando, en efecto, teníamos con qué coaccionarnos el uno al otro, pero ahora ya no tenía nada con lo que amenazarlo.

– ¿Y él? ¿Tenía algo con lo que ejercer poder sobre usted?

– Desde luego. Podría decirse así, ¿por qué no? Me ofreció dinero por trabajar en su hotel. Es una de las cosas que más poder dan en esta isla, que yo sepa.

El capitán se echó la gorra hacia atrás y se rascó la frente.

– Sigo sin entenderlo. ¿Por qué? ¿Por qué le ofreció ese trabajo?

– Como le he dicho, por algo sería, pero si quiere que especule un poco, capitán, supongo que le gustó que yo no abriese la boca en veinte años, que mantuviese la palabra que le había dado y que me atreviese a mandarlo a tomar por el culo.

– Quizá también se atreviese a matarlo.

Sonreí y sacudí la cabeza.

– No, verá por qué se lo digo -dijo el capitán-. Max Reles ha vivido muchos años en La Habana. Es un ciudadano honorable que cumple la ley y paga sus impuestos. Es amigo del presidente. De pronto, se encuentra con usted después de veinte años y, al cabo de dos o tres días, se lo cargan. Es toda una coincidencia, ¿no le parece?

– Visto así, no sé por qué demonios no me detiene. Desde luego le ahorraría tiempo y complicaciones, porque no tendría que dirigir una investigación de homicidio en regla, con pruebas forenses y testigos que me hubiesen visto disparar. Lo normal, vamos. Lléveme a comisaría, ¿por qué no? Puede que me saque una confesión por la fuerza antes de terminar su turno. Supongo que no sería la primera vez.

– No crea todo lo que lee en Bohemia, señor.

– ¿No?

– ¿De verdad cree que torturamos a los sospechosos?

– En general, el asunto me trae sin cuidado, capitán, pero puede que vaya de visita a la isla de Pinos, pregunte a algunos prisioneros qué opinan ellos sobre el asunto y vuelva a contárselo a usted. Al menos, dejaré de tocarme las narices en casa unos días, para variar.

Sánchez no me escuchaba. Uno de sus agentes le había traído un revólver envuelto en una toalla, como una corona de laurel u olivo silvestre, y lo estaba mirando. Oí decir al agente que lo habían encontrado en la cesta de la lavandería del octavo piso. La culata tenía una estrella roja y, desde luego, parecía el arma homicida, sobre todo, por el silenciador.

– Se diría que el señor Hausner tenía razón, ¿no le parece, capitán? -dijo Meyer Lansky.

Sánchez y el agente dieron media vuelta y se fueron a la sala de estar.

– Más oportuno, imposible -dije a Lansky-, ¡y qué agradecido está ese estúpido!

– ¿No te lo acaba de decir? A mí me ha gustado lo que le has dicho. Me recuerdas a mí. Supongo que es el arma homicida.

– Apostaría una fortuna. Es un Nagant de siete balas. Seguro que encuentran siete balas, entre el cuerpo de Max y las paredes.

– ¿Un Nagant? Nunca había oído esa marca.

– La diseñó un belga, pero la estrella roja de la culata significa que es de fabricación rusa -dije.

– Rusa, ¿eh? ¿Es decir, que a Max lo han matado unos comunistas?

– No, Mister Lansky, me refería al revólver. Esa clase de arma la usaban los escuadrones soviéticos para matar a oficiales polacos en 1940. Les metían un tiro en la nuca y los enterraban en el bosque de Katyn, pero después echaban la culpa a los alemanes. Al final de la guerra, había revólveres de ésos por toda Europa. Curiosamente, a este lado del Atlántico no llegaron tantos, menos aún con silenciador Bramit. Sólo por eso, este homicidio parece obra de un profesional. Lo que son las cosas, señor, resulta que todas las pistolas hacen algo de ruido aunque lleven silenciador. Waxey lo habría oído. Sin embargo, la Nagant es la única que se puede silenciar por completo. No tiene espacio entre el tambor y el cañón. Lo llaman sistema de fuego cerrado, es decir, que puede suprimirse al cien por cien el ruido que haga el cañón, siempre y cuando, claro está, se le acople un silenciador Bramit. Es un arma perfecta para matar clandestinamente. Además, el Nagant también justificaría la velocidad superior de la bala del 38, suficiente para hacer saltar un ojo que se interpusiera en su trayectoria. En resumen, quiero decir que el homicida no tuvo necesidad de aprovechar el ruido de los fuegos artificiales para matar a Max Reles. Pudo haberlo hecho sin que nadie oyese nada a cualquier hora, entre la medianoche y esta mañana, cuando Waxey lo encontró muerto. Ah, y por cierto, es un arma que no se encuentra en los establecimientos habituales. Menos aún, con silenciador incluido. En la actualidad, los «ivanes» prefieren el Tokarev TT, que es mucho más ligero. Un arma automática, por si no lo sabía.

– No, no lo sabía -reconoció Lansky-, pero da la casualidad de que sé más de los rusos de lo que pueda parecer, Gunther. Mi familia era oriunda de Grodno, una población de la frontera entre Rusia y Polonia. Mi hermano Jake y yo nos marchamos de pequeños, huyendo de los rusos. Jake, aquí presente, conocía a uno de los agentes polacos a los que mataron. Ahora todo el mundo habla del antisemitismo alemán, pero, en el caso de mi familia, los rusos no fueron mejores. Puede que hasta peores.