Jake Lansky asintió.
– Yo opino lo mismo -dijo-, y padre también.
– ¿Y cómo es que sabes tanto de armas rusas?
– Estuve en Inteligencia durante la guerra, en el bando alemán -dije-. Después, pasé una breve temporada en un campo ruso de prisioneros de guerra alemanes. Me he cambiado el nombre porque tuve que matar a dos «ivanes» para huir de un tren que viajaba con destino a una mina de uranio de los Urales. No creo que hubiese vuelto jamás de allí. Muy pocos alemanes han vuelto de los campos soviéticos. Si me pillan algún día, puedo darme por muerto, Mister Lansky.
– Me imaginaba algo así. -Lansky sacudió la cabeza y miró al difunto-. Habría que cubrirlo con algo.
– Yo no lo haría, Mister Lansky -dije-. Todavía no. Es posible que el capitán Sánchez quiera hacer las cosas bien en este asunto.
– No te preocupes por él en absoluto -dijo-. Si te da algún problema, llamo a su jefe y lo aparta del caso. A lo mejor lo hago de todos modos. Larguémonos de aquí, no lo soporto un minuto más. Max era como un hermano para mí. Nos conocíamos desde los quince años, cuando vivíamos en Brownsville. Era el chaval más espabilado que había visto en mi vida. Con la educación adecuada, habría llegado adonde hubiese querido. Incluso a la presidencia de los Estados Unidos.
Salimos a la sala de estar. Allí estaban Sánchez, Waxey y Dalitz. Habían guardado el arma en una bolsa de plástico y la habían dejado encima de la mesa en la que Max y yo habíamos comido hacía menos de cuarenta horas.
– ¿Y ahora, qué? -preguntó Waxey.
– Lo enterramos -dijo Meyer Lansky-. Como a los buenos judíos. Es lo que le habría gustado. Cuando la policía termine con él, tendremos tres días para hacer los preparativos y demás.
– Déjamelo a mí -dijo Jake-. Será un honor.
– Hay que decírselo a la chica esa -dijo Dalitz.
– Dinah -susurró Waxey-, se llama Dinah. Iban a casarse. Los iba a casar un rabino, iban a romper la copa de vino y todo eso. Ella también es judía, por si no lo sabías.
– No lo sabía -dijo Dalitz.
– Se le pasará -dijo Meyer Lansky-, pero hay que decírselo, desde luego, aunque se le pasará. A los jóvenes siempre se les pasa todo. Tiene diecinueve años, toda la vida por delante. Que Dios lo acoja en su seno, pero siempre me pareció que era demasiado joven para él, aunque, ¿qué sé yo? No se puede condenar a nadie por desear un poquito de felicidad. Para un hombre como Max, Dinah era lo máximo a lo que podía aspirar. Sin embargo, tienes razón, Moe, hay que decírselo a la chica.
– ¿Qué es lo que hay que decirme? ¿Ha pasado algo? ¿Dónde está Max? ¿Qué hace aquí la policía?
Entonces vio la pistola en la mesa. Supongo que lo demás lo adivinó, porque empezó a chillar con una potencia que habría despertado a los muertos.
Pero esta vez no despertó a ninguno.
14
Waxey se llevó a Dinah de vuelta a Finca Vigía en el Cadillac Eldorado rojo. Dadas las circunstancias, quizá debería haberla llevado yo. Habría podido ayudar un poco a Noreen a aliviar la pena de su hija, pero Waxey no deseaba otra cosa que librarse de la penetrante mirada escrutadora de Meyer Lansky, como si tuviese la impresión de que el gangster judío sospechara que había tenido algo que ver en la muerte de su jefe. Por otra parte, es mucho más probable que mi presencia sólo hubiera sido un estorbo. No era yo buen paño de lágrimas. Ya no. Había dejado de serlo desde la guerra, cuando tantas mujeres alemanas tuvieron que aprender a llorar solas por necesidad.
Era una pena, pero se me había agotado la paciencia para soportarla. ¿De qué servía sufrir por la muerte de las personas? No podía devolverles la vida, eso seguro. Tampoco podían ellos agradecértelo de ninguna manera. Los vivos siempre ganan a los muertos, aunque los muertos no lo sepan. Si alguna vez volvieran, lo único que nos reprocharían sería que nos las hubiéramos arreglado como fuera para superar su pérdida.
Eran aproximadamente las cuatro de la tarde cuando tuve fuerzas para conducir hasta la casa de Hemingway a dar el pésame. No lamentaba la muerte de Max Reles, a pesar de que me había privado de un sueldo de veinte mil dólares al año; sin embargo, por Dinah, estaba dispuesto a fingir.
El Pontiac no estaba allí, sólo había un Oldsmobile con protector solar que creí reconocer.
Me abrió la puerta Ramón y encontré a Dinah en su dormitorio. Estaba sentada en un sillón, fumando un puro, vigilada de cerca por un búfalo de agua de expresión triste. El búfalo me recordó a mí y era fácil comprender por qué estaba triste: Dinah tenía una maleta abierta encima de la cama, llena de ropa suya cuidadosamente doblada, como si fuera a marcharse del país. Junto al brazo del sillón, en una mesita auxiliar, había una bebida y un cenicero de madera dura.
Tenía los ojos enrojecidos, pero parecía que ya se le habían agotado las lágrimas.
– He venido a ver qué tal estás -dije.
– Pues, ya lo ve -dijo con calma.
– ¿Te vas a alguna parte?
– De modo que sí que era detective.
Sonreí.
– Eso me decía Max, cuando quería pincharme.
– ¿Y lo conseguía?
– En aquella época, sí, aunque ahora es difícil pincharme. Me he vuelto mucho más impermeable.
– Max ya no puede decir ni eso.
Lo dejé pasar.
– ¿Qué le parecería si le dijese que lo ha matado mi madre? -me preguntó.
– Que es una idea brutal y que te la guardases para ti. No todos los amigos de Max son tan olvidadizos como yo.
– Pero vi el revólver -dijo-, el arma homicida, en el ático del Saratoga. Era el de mi madre, el que le regaló Ernest Hemingway.
– Hay muchos como ése -dije-. Vi muchísimos durante la guerra.
– El de mi madre no está en su sitio -dijo Dinah-. He ido a comprobarlo.
– No, no, no. ¿Te acuerdas, el otro día, cuando me dijiste que se las daba de suicida? Me lo llevé, por si se le ocurría quitarse la vida. Tenía que habértelo dicho en su momento, lo siento.
– Miente -dijo ella.
Tenía razón, pero no se lo iba a decir.
– No, no es cierto -repliqué.
– El revólver ha desaparecido y ella también.
– Estoy seguro de que todo tiene una explicación muy sencilla.
– Sí, que lo ha matado ella. Ella o Alfredo López. El coche que hay ahí fuera es suyo. A ninguno de los dos les gustaba Max. Una vez, Noreen prácticamente me dijo que quería matarlo para que no me casara con él.
– Dime, en realidad, ¿qué sabes del difunto novio?
– Sé que no era exactamente un santo, si se refiere a eso. Nunca dijo que lo fuese. -Se sonrojó-. ¿Adónde quiere ir a parar?
– Solamente a esto: Max no era un santo, desde luego, nada más lejos. No te va a gustar saberlo, pero vas a escucharme. Max Reles era un gangster. Durante la Ley Seca se dedicó al tráfico de alcohol sin el menor escrúpulo. Abe, su hermano menor, era uno de los mafiosos más activos, hasta que lo tiraron por la ventana de un hotel.
– No quiero saber nada de eso.
Dinah sacudió la cabeza y se levantó, pero la obligué a sentarse otra vez.
– Pues lo vas a saber -dije-. Vas a enterarte de todo lo que tengo que decir, porque hasta ahora nadie te lo ha contado y, si te lo han contado, has escondido la cabeza bajo el ala como un estúpido avestruz. Vas a oírlo todo, porque es la verdad. Hasta la última palabra. Max Reles participó en las extorsiones más crueles que han existido. En los últimos tiempos, formaba parte de un sindicato del crimen organizado que empezó en los años treinta con Charlie Luciano y Meyer Lansky. Se quedó en el asunto porque no le importaba cargarse a sus rivales.