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– Cállese -dijo-. Eso no es cierto.

– Él mismo me contó que, en 1933, su hermano y él mataron a dos hombres, los hermanos Shapiro. A uno de ellos lo enterró vivo. Cuando terminó la Ley Seca, empezó con los chanchullos de la construcción, parte de los cuales se desarrollaron en Berlín, que fue cuando lo conocí. En Berlín mató a un hombre de negocios alemán llamado Rubusch, porque no se dejó intimidar por él. Lo vi matar a otras dos personas con mis propios ojos. Una era una prostituta llamada Dora, con quien mantenía relaciones. Le pegó un tiro en la cabeza y la arrojó a un lago. La mujer todavía respiraba, cuando llegó al agua.

– Lárguese -me espetó-. Salga de aquí ahora mismo.

– A lo mejor ya te ha contado tu madre lo del hombre al que se cargó en un transatlántico, cuando coincidieron los dos en un viaje de Nueva York a Hamburgo.

– No la creí ni lo creo a usted ahora.

– Seguro que sí. Lo crees todo, porque no eres tonta, Dinah. Siempre has sabido la clase de hombre que era. A lo mejor te gustaba, a lo mejor, estar al lado de un hombre así te daba un ligero estremecimiento morboso. Los habitantes de las sombras ejercen una especie de fascinación sobre todos nosotros. Puede que sea eso, no lo sé y, la verdad, no me importa. Sin embargo, si no sabías la clase de gangster que era Max Reles, seguro que tenías alguna sospecha. Muchas sospechas, en realidad, por los amigos de los que se rodeaba. Meyer y Jake Lansky, Santo Trafficante, Norman Rothman y Vincent Alo: gangsters, del primero al último, y Lansky, el más infaustamente famoso de todos. Hace sólo cuatro años, compareció ante un comité del Senado que investigaba las redes del crimen organizado en los Estados Unidos. Max también, por eso se trasladaron a Cuba.

»Sé con certeza que ha matado a seis personas, pero apuesto a que han sido muchas más, gente que le irritaba o que le debía dinero o, sencillamente, que le estorbaba. También me habría matado a mí, pero encontré la manera de impedírselo. Descubrí un secreto suyo, una cosa que nadie debía saber. A Max lo han matado a tiros, pero él tenía un arma secreta, un picahielo que clavaba a la gente por el oído. Ya ves la clase de hombre que era, Dinah. Un gangster podrido y quitavidas, como otros tantos de los que montan hoteles y casinos aquí, en La Habana; probablemente cualquiera de ellos tuviera motivos para desear que desapareciese del mapa.

»Conque ya sabes, deja de decir sandeces contra tu madre. Te aseguro que no ha tenido nada que ver con la muerte de Max. O cierras el pico o conseguirás que la maten por tu culpa. Y a ti también, si, por casualidad, te metes en medio. No digas a nadie lo que me has dicho a mí. ¿Entendido?

Enfurruñada, asintió.

Señalé el vaso que tenía al lado del brazo.

– ¿Estás bebiendo eso?

Lo miró y negó con un movimiento de cabeza.

– No, el whisky ni siquiera me gusta.

Alargué el brazo y lo cogí.

– ¿Te importa?

Me eché todo el contenido en la boca y lo paladeé antes de tragármelo poco a poco.

– Hablo más de la cuenta -dije-, pero esto ayuda, te lo aseguro.

– De acuerdo -dijo ella-. Es cierto. Sospechaba lo que era, pero me asustaba dejarlo. Me asustaba que pudiese hacer una tontería. Al principio, sólo era por divertirme un poco. Aquí me aburría. Max me presentaba a gente a la que yo sólo conocía por la prensa: Frank Sinatra, Nat King Cole… ¿Se lo imagina? -Asintió-. Es verdad, y todo lo que me ha contado… me lo olía.

– Todos nos equivocamos. Bien sabe Dios que yo he cometido unos cuantos errores. -Había un paquete de tabaco en la maleta, encima de la ropa. Lo cogí-. ¿Te importa? Lo he dejado, pero en este momento me vendría bien un cigarrillo.

– Adelante.

Lo encendí rápidamente y me tragué el humo antes emprenderla con el whisky.

– ¿Adónde piensas ir?

– A los Estados Unidos. A la Universidad Brown de Rhode Island, como quería mi madre. Supongo.

– ¿Y lo de cantar?

– Supongo que se lo contó Max, ¿no?

– La verdad es que sí. Por lo visto, creía que tenías mucho talento.

Dinah sonrió con tristeza.

– No sé cantar -dijo-, aunque parece que Max pensaba lo contrario, no sé por qué. Supongo que me creía la mejor para cualquier cosa, incluso para cantar, pero lo cierto es que ni canto ni actúo. Durante un tiempo fue divertido fingir que podía, pero en el fondo sabía perfectamente que eran castillos en el aire.

Entró un coche por el camino. Miré por la ventana, que estaba abierta, y vi aparcar al Pontiac al lado del Oldsmobile. Se abrieron las portezuelas y se apearon un hombre y una mujer. No iban vestidos de playa, pero de ahí venían, precisamente, no hacía falta ser detective para darse cuenta. Alfredo López llevaba arena casi hasta las rodillas, así como en los hombros, mientras que Noreen la llevaba por todas partes. No me vieron. Estaban muy encandilados, sonriéndose y sacudiéndose la arena mientras subían los peldaños hacia la puerta principal. Cuando Noreen me vio en la ventana, se le quebró la sonrisa un poco. Quizá se ruborizase. Puede que sí.

Bajé al vestíbulo y nos encontramos en el momento en que entraban por la puerta. Su sonrisa se había transformado en expresión de culpabilidad, pero eso no tenía nada que ver con la muerte de Max Reles. De eso estaba seguro.

– Bernie -dijo ella, cohibida-, ¡qué agradable sorpresa!

– Si tú lo dices…

Se acercó al carrito de las bebidas y empezó a prepararse un trago largo. López parecía acobardado, fumaba un cigarrillo y fingía que leía una revista de un revistero tan grande como un quiosco de prensa.

– ¿Qué te trae por aquí? -preguntó ella.

Hasta el momento, se las había arreglado muy bien para no mirarme a los ojos. Tampoco es que yo se lo facilitara, exactamente, pero ambos sabíamos que yo sabía lo que habían estado haciendo López y ella. En realidad, hasta se olía en el aire, como la fritanga. Pensé en darle una breve explicación y largarme cuanto antes.

– He venido a ver qué tal estaba Dinah -dije.

– ¿Por qué no iba a estar bien? ¿Ha pasado algo? -Noreen me miraba; la preocupación por su hija le hizo superar momentáneamente la vergüenza-. ¿Dónde está? ¿Se encuentra bien?

– Está bien -dije-; es Max Reles el que no se encuentra en su mejor momento ahora mismo, teniendo en cuenta que anoche le metieron siete balas en el cuerpo. El caso es que ha muerto.

Noreen dejó de prepararse la bebida.

– Ya -dijo-. Pobre Max -entonces hizo una mueca-. ¡Qué cosas digo! Estoy hecha una auténtica hipócrita, ¡como si de verdad lamentase su muerte! Tampoco me sorprende nada, teniendo en cuenta quién era. -Sacudió la cabeza-. Siento parecer tan insensible. ¿Cómo se lo ha tomado Dinah? ¡Ay, Señor! ¿No estaría con él, verdad, cuando lo…?

– No, ella no estaba -dije-, no le ha pasado nada. Está empezando a superarlo, como puedes suponer.

– ¿Tiene la policía alguna idea sobre quién ha podido ser? -preguntó López.

– Muy buena pregunta, sí señor -dije-. Tengo la impresión de que esperan que el caso se resuelva solo. O bien, que lo resuelva cualquier otro.

López asintió.

– Sí, seguro que tienes razón, naturalmente. El ejército de La Habana no puede ponerse a indagar a fondo, porque se arriesga a levantar todas las liebres, si, por casualidad, el autor del homicidio resulta ser otro gangster de la ciudad. En Cuba nunca ha habido guerra entre los hampones, al menos, no han matado a ningún capitoste. Me imagino que lo último que desea Batista es una guerra de mafiosos a la puerta de su casa. -Sonrió-. Sí, me complace decir que la política va a complicar el asunto perversamente.

Tal como resultaron las cosas, el asunto se complicó mucho más aún.

15

Llegué a casa sobre las siete y cené el plato frío que me había dejado Yara preparado y tapado. Mientras comía, ojeé el periódico de la tarde. Había una bonita foto de Marta, la mujer del presidente, inaugurando una escuela en Boyeros, y algo sobre la próxima visita de George Smathers, un senador de los Estados Unidos; sin embargo, de Max Reles, ni una palabra, ni siquiera en la sección de defunciones. Después de comer me preparé un trago, cosa que no me dio mucho trabajo. Sólo me serví vodka de la nevera en un vaso limpio y me lo bebí. Me disponía a ocupar el lugar del amigo muerto de Montaigne -me pareció una buena definición de «lector»- cuando sonó el teléfono, lo cual me hizo pensar que, a veces, el mejor amigo es el amigo muerto.