No era un amigo, sino Meyer Lansky, y, por la voz, parecía disgustado.
– ¿Gunther?
– Sí.
– ¿Dónde demonios te habías metido? ¡Llevo toda la tarde llamando!
– Fui a ver a Dinah, la chica de Max Reles.
– ¡Ah! ¿Qué tal está?
– Como dijo usted. Se le pasará.
– Oye, Gunther, quiero hablar contigo, pero no por teléfono. No me gustan los teléfonos, no me han gustado nunca. Este número al que te he llamado, el 7-8075, es de Vedado, ¿no?
– Sí. Vivo en el Malecón.
– Entonces, prácticamente somos vecinos. Yo estoy en la suite del hotel Nacional. ¿Puedes venir aquí a las nueve?
Pensé en unas cuantas excusas para no ir, pero ninguna me pareció lo suficientemente aceptable para un gangster como Meyer Lansky, conque le dije:
– Claro, ¿por qué no? No me sentaría mal un paseo por la orilla del mar.
– Hazme un favor, de paso.
– Creía que ya me lo había pedido.
– De camino hacia aquí, tráeme dos paquetes de Parliament, haz el favor. Se nos han terminado en el hotel.
Eché a andar por el Malecón en dirección oeste, compré el tabaco de Lansky y entré en el mayor hotel de La Habana. Se parecía más a una catedral que la propia catedral de Empedrado. El vestíbulo era más grande que la nave de San Cristóbal; el bello artesonado del techo habría sido la envidia de muchos «palacios» medievales. Además, olía mucho mejor que la catedral, porque el denso tráfico era de seres humanos aseados e incluso perfumados, aunque, a mi experto entender, se notaba una gran escasez de empleados, como indicaban las largas colas de clientes en los mostradores de recepción, caja y conserjería: parecían colas de las ventanillas de una estación de tren. En alguna parte, alguien tocaba un piano pequeño, que me recordó a una clase de danza de una escuela de ballet para niñas. A lo largo del vestíbulo había cuatro relojes de péndulo. Cada uno marcaba una hora distinta y tocaban las campanadas uno detrás de otro, como si el tiempo fuese un concepto elástico en La Habana. Cerca de las puertas del ascensor había una pared decorada con un cuadro del presidente y su mujer, a tamaño natural, ambos vestidos de blanco, ella, con un traje sastre de falda y chaqueta y él, con un uniforme militar tropical. Parecían los Perón en versión recorte de presupuesto.
Subí al último piso del edificio en el ascensor. En contraste con el ambiente de estación de tren del vestíbulo, en el piso de ejecutivos reinaba un silencio sepulcral. Es muy posible que estuviera incluso más silencioso, puesto que en los sepulcros no suele haber moqueta de a diez dólares el metro cuadrado. Todas las puertas de las suites eran de lamas abatibles, para facilitar la ventilación del aire o del humo de los puros. Todo el piso olía a humidificador de plantación de tabaco.
Sólo la suite de Lansky tenía portero propio. Era un hombre alto, llevaba mangas cuadradas y tenía un pecho como una carreta. Me acerqué andando por el pasillo, más silencioso que Hiawatha, se volvió a mirarme y me dejé cachear; parecía que estuviera buscando su caja de cerillas en mis bolsillos. Como no la encontró, me abrió la puerta de una suite del tamaño de una sala de billar, no había nadie y todo estaba en silencio, pero, en vez de recibirme otro judío con la membrana pituitaria hiperactiva, me recibió una mujer menuda y pelirroja de ojos verdes y unos cuarenta años que parecía una peluquera neoyorquina y hablaba igual. Me sonrió cordialmente, me dijo que se llamaba Teddy y que era la mujer de Meyer Lansky; me invitó a pasar a la sala de estar, que tenía una serie de puertaventanas correderas; daban a un gran balcón que rodeaba toda la sala.
Lansky estaba sentado en un sillón de mimbre, a oscuras, mirando el mar, como Canuto.
– Ahora no se ve desde aquí -dijo-. El mar. Sin embargo, se huele y se oye. Escucha, ¿oyes el rumor?
Levantó el dedo como llamándome la atención sobre el canto de un jilguero en Berkeley Street.
Presté atención. A mí, que tengo un oído poco fiable, me sonaba muy parecido al mar.
– Fíjate cómo suena al acercarse y retirarse de la playa y vuelta a empezar. En este mísero mundo, todo cambia, menos ese sonido. Hace miles de años que suena exactamente igual. Nunca me canso de oírlo. -Suspiró-. Y, a veces, ¡casi todo lo demás me harta tanto…! ¿Te pasa alguna vez, Gunther? ¿Te hartas de todo?
– ¿Hartarme? Mister Lansky, a veces estoy tan harto de todo que me parece que estoy muerto. Si no fuera porque duermo bien, la vida se me haría insoportable.
Le di el tabaco. Iba a sacarse la cartera del bolsillo, pero se lo impedí.
– Quédeselo -le dije-. Me gusta que me deba usted dinero. Me parece más seguro que a la inversa.
Lansky sonrió.
– ¿Un trago?
– No, gracias. Prefiero estar despejado para hablar de negocios con Lucifer.
– ¿Eso le parezco?
Me encogí de hombros.
– Cada cual se conoce a sí mismo. -Me quedé mirándolo mientras encendía un cigarrillo y añadí-: Porque me ha llamado para eso, ¿no? Para hablar de negocios. No creo que quiera ponerse a recordar lo buen chico que era Max.
Lansky me clavó una mirada escrutadora.
– Antes de morir, Max me habló de ti. Me contó todo lo que sabía. Voy a ir al grano, Gunther. Max quería que trabajases con él por tres motivos. Eres ex policía, entiendes de hoteles y no perteneces a ninguna de las familias que hacen negocios aquí, en La Habana. Por dos de esos motivos y uno mío propio creo que eres el hombre adecuado para averiguar quién mató a Max. Déjame hablar, por favor. Lo único que no podemos permitirnos en esta ciudad es una guerra entre familias. Ya tenemos suficiente con los rebeldes, no necesitamos más problemas. No podemos confiar en que la policía investigue el caso como es debido. Seguro que ya lo sabías, por tu conversación de esta mañana con el capitán Sánchez. La verdad es que no es mal policía, no, en absoluto, pero me gustó lo que le dijiste. También me asombra que no te dejes intimidar fácilmente, al menos, por la policía… ni por mí ni por mis socios.
»El caso es que he hablado con algunos de los caballeros a los que conociste la otra noche y todos estamos de acuerdo en que no queremos que te pongas a dirigir el Saratoga, como te había ofrecido Max. Queremos que investigues su muerte. El capitán Sánchez te prestará toda la ayuda que precises, pero tienes carta blanca, como se suele decir. Lo único que queremos es evitar enfrentamientos entre nosotros. Si lo haces, Gunther, si investigas esa muerte, te deberé mucho más que dos paquetes de tabaco. En primer lugar, te pagaré lo que te iba a pagar Max y, en segundo, seré amigo tuyo. Piénsalo antes de decirme que no. Puedo ser muy buen amigo de quien me hace un buen servicio. En resumen, mis socios y yo estamos de acuerdo. Eres libre de ir donde quieras y de hablar con quien quieras: con los jefes, con los soldados… dondequiera que te lleven las pruebas. Sánchez no se interpondrá. Si le dices que salte, te preguntará hasta qué altura.
– Hace mucho tiempo que dejé la investigación, Mister Lansky.
– No lo dudo.
– Tampoco soy tan diplomático como entonces. No soy Dag Hammarskjöld. Y supongamos por un momento que descubro al homicida. ¿Qué pasará entonces? ¿Lo ha pensado ya?
– Esa preocupación déjamela a mí, Gunther. Tú procura hablar con todo el mundo y sacar a cada cual su coartada: Norman Rothman y Lefty Clark en el Sans Souci. Santo Trafficante, el del Tropicana y mi propia gente: los hermanos Cellini, del Montmartre, Joe Stassi, Tom McGinty, Charlie White, Joe Rivers, Eddie Levinson, Moe Dalitz, Sam Tucker, Vincent Alo… Sin olvidar a los cubanos, claro: Amadeo Barletta y Amleto Battisti (que no son familia), en el hotel Sevilla. Tranquilo, te daré una lista que te servirá de guía. Una lista de sospechosos, si lo prefieres, con mi nombre en primer lugar.