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– ¿Por ejemplo, a quien disparó siete tiros a su jefe en la habitación de al lado?

Asentí.

– ¿Cree que él tuvo algo que ver? -preguntó.

– Adelante, pregúnteselo a él.

– Supongo que no llegaremos a saberlo nunca. -Sánchez se quitó la puntiaguda gorra y se rascó la cabeza-. Es una pena -dijo.

– ¿El coche, otra vez?

– No haberlo interrogado antes.

17

Cuba no había dejado de recibir judíos desde los tiempos de Colón. En tiempos más recientes, los Estados Unidos habían rechazado a muchos, pero un gran número de ellos había hallado asilo entre los cubanos, quienes, por referencia al país de origen de la mayoría de acogidos en la isla, los llamaban «polacos». A juzgar por la abundancia de tumbas en el cementerio judío de Guanabacoa, en Cuba había más «polacos» de lo que parecía. El cementerio se encontraba en la carretera de Santa Fe, al otro lado de una impresionante verja de entrada. No era exactamente el Monte de los Olivos, pero las tumbas, todas de mármol blanco, se encontraban en un suave altozano que dominaba una plantación de mangos. Incluso había un pequeño monumento a las víctimas judías de la Segunda Guerra Mundial en el cual, se decía, habían enterrado pastillas de jabón, como símbolo de su supuesto destino fatal.

Habría podido contar a quien me hubiese escuchado que la extendida creencia de que los científicos nazis habían fabricado jabón con cadáveres de judíos era absolutamente falsa. La costumbre de llamarlos «jabón» se debía simplemente a una broma de muy mal gusto que circulaba entre los agentes de las SS, una forma más de deshumanizar -y, algunas veces, amenazar- a sus víctimas más numerosas. Sin embargo, puesto que, de manera regular y con fines industriales, se había utilizado cabello humano procedente de los internos de campos de concentración, habría sido más adecuado aplicarles el epíteto de «fieltro»: fieltro para coches, para relleno de tejados, para alfombras y en la industria de la automoción.

Eso no lo querían oír las personas que iban llegando al funeral de Max Reles.

En cuanto a mí, me quedé un tanto perplejo cuando, a la entrada de Guanabacoa, me ofrecieron una kipá. No es que no tuviese intención de cubrirme la cabeza en un entierro judío, puesto que ya llevaba puesto el sombrero. Lo que me extrañó fue la persona que las repartía. Era Szymon Woytak, el polaco cadavérico de la tienda de recuerdos nazis de Maurique. Él ya se había puesto una kipá, detalle que, sumado a su presencia en el funeral, me pareció una pista inequívoca de que también era judío.

– ¿Quién está despachando en la tienda? -le pregunté.

Se encogió de hombros.

– Cuando tengo que ayudar a mi hermano, siempre cierro un par de horas. Es el rabino que va a leer el kaddish por su amigo Max Reles.

– ¿Y usted qué hace, vende los programas del espectáculo?

– Soy el cantor. Canto los salmos y lo que solicite la familia del difunto.

– ¿También la canción del Horst Wessel?

Woytak sonrió pacientemente y entregó una kipá a la persona que venía detrás de mí.

– Mire -dijo-, hay que ganarse la vida de alguna manera, ¿verdad?

La familia no asistió, a menos que se considerase como tal al hampa judía de La Habana, naturalmente. Los principales allegados parecían ser los hermanos Lansky; también asistieron Teddy (la mujer de Meyer), Moe Dalitz, Norman Rothman, Eddie Levinson, Morris Kleinman y Sam Tucker. Había también muchos gentiles, aparte de mí, como Santo Trafficante, Vincent Alo, Tom McGinty y los hermanos Cellini, por nombrar sólo a unos pocos. Lo que me pareció interesante -y también habría podido interesar a teóricos de la raza del Tercer Reich como Alfred Rosenberg- era lo judíos que parecían todos sólo por llevar una kipá.

Además, acudieron al acto varios representantes del gobierno y de la policía, entre ellos, el capitán Sánchez. Batista no se presentó a las exequias de su antiguo socio por miedo a que lo asesinaran. Eso fue lo que me dijo Sánchez después.

Noreen y Dinah tampoco. Ni las esperaba. La ausencia de Noreen tenía una explicación fáciclass="underline" siempre había temido y detestado a Reles a partes iguales. Dinah había vuelto ya a los Estados Unidos. Puesto que era el mayor deseo de su madre, supuse que en esos momentos estaría demasiado contenta para asistir a un entierro. Por lo que yo sabía, se habría ido a la playa con López otra vez, pero eso no era asunto mío… o eso me decía a mí mismo una y otra vez.

Mientras los portadores del féretro se acercaban a la fosa a paso titubeante con su carga, el capitán Sánchez se me acercó por detrás. Todavía no éramos amigos, pero empezaba a caerme bien.

– ¿Cómo se titula esa ópera alemana en la que la víctima señala al autor de su muerte con el dedo?

– Götterdamerung -dije-. El ocaso de los dioses.

– A lo mejor tenemos suerte. A ver si Max Reles nos lo señala con el dedo.

– ¿Cómo se lo tomaría un tribunal de justicia?

– Estamos en Cuba, amigo mío -dijo Sánchez-. En este país, la gente sigue creyendo en el Barón Samedi. -Bajó la voz-. Y, hablando del señor vudú de la muerte, hoy también tenemos aquí, entre nosotros, a nuestro propio ser del mundo invisible. El que acompaña a las almas del mundo de los vivos al cementerio. Por no hablar de dos de sus más siniestras personificaciones. ¿Ve al hombre de uniforme marrón claro que parece el general Franco de joven? Es el coronel Antonio Blanco Río, jefe del servicio secreto del ejército cubano. Créame, señor, ese hombre ha hecho desaparecer más almas en Cuba que cualquier espíritu vudú. El que está a su izquierda es el coronel Mariano Faget, del ejército. Durante la guerra, era el jefe de una unidad de contraespionaje que descubrió a varios agentes nazis que pasaban a sus submarinos información sobre los movimientos de los cubanos y estadounidenses.

– ¿Y qué les pasó?

– Acabaron ante un pelotón de fusilamiento.

– Interesante. ¿Y el tercer hombre?

– Es un oficial de enlace de Faget con la CIA, el teniente José Castaño Quevedo. Un elemento peligrosísimo.

– ¿Y qué pintan aquí, exactamente?

– Han venido a dar el pésame. Lo cierto es que, de vez en cuando, el presidente pedía a su amigo Max que recompensase a esos hombres haciéndoles ganar en el casino. En realidad, casi nunca tienen que molestarse siquiera en jugar. Se limitan a entrar en el salón privé del Saratoga o de cualquier otro casino, por cierto; recogen unos cuantos puñados de fichas y las cambian por dinero. Por supuesto, el señor Reles cuidaba muy bien a esa clase de clientes y es de creer que su muerte les haya afectado mucho personalmente. Por ese motivo también tienen mucho interés en el progreso de su investigación.

– ¿Ah, sí?

– No lo dude. Aunque usted lo ignore, no está trabajando sólo por cuenta de Meyer Lansky, sino también de esos hombres.

– Ah, cuánto me alegro de saberlo.

– Con quien más cuidado debe tener es con el teniente Quevedo. Es muy ambicioso, una cualidad muy mala para los policías cubanos.

– ¿Usted no lo es, capitán Sánchez?

– Tengo intención de serlo, pero ahora mismo, no. Lo seré después de las elecciones de octubre. Hasta que sepa quién las gana, me conformo con muy poco en mi carrera. Por cierto, el teniente me ha pedido que le espíe a usted.

– ¡Qué presuntuoso, siendo usted capitán!

– En Cuba, el grado no da categoría. Por ejemplo, el jefe de la Policía Nacional es el general Cañizares, pero todo el mundo sabe que el poder lo tienen Blanco Río y el coronel Piedra, el jefe de nuestro Departamento de Investigación. De la misma manera, antes de llegar a la presidencia, Batista era el hombre más poderoso de la isla. Actualmente, el poder está en manos del ejército y de la policía, por eso le preocupa tanto al presidente que lo puedan asesinar. En cierto modo, en eso consiste su trabajo, en llamar la atención para que no la llamen otros. A veces es mejor aparentar lo que no se es. ¿No cree?