– Capitán, en eso ha consistido mi vida.
18
Un par de días después, me encontraba en el Tropicana viendo el espectáculo mientras esperaba para hablar con los hermanos Cellini. Dominaban el escenario las carnes desnudas. En grandes cantidades. Intentaban cubrirlas con el encanto de lentejuelas y triángulos estratégicamente situados, pero sin resultado: seguía siendo lomo con queso, lo cocinaran como lo cocinasen. En general, daba la impresión de que los chicos habrían estado mucho más animados vestidos de cóctel. Las chicas tampoco parecían contentas, en su mayoría. Sonreían, desde luego, pero las sonrisas de sus rígidas caritas no podían ser más postizas, como puestas de fábrica. Entre tanto, bailaban con la alegría de vivir de niñas que saben que el menor fallo coreográfico significa el regreso a Matanzas o cualquiera que fuese su mísero pueblo de origen.
El Tropicana estaba situado en la avenida Truffin, en el barrio habanero de Marianao, en los exuberantes y cuidados jardines de una mansión que ya no existía y que había sido propiedad del embajador estadounidense en Cuba. En el lugar de la casa habían construido un edificio rabiosamente moderno, con cinco bóvedas semicirculares de cemento reforzado entre techos de cristal, que creaban el efecto de un espectáculo semisalvaje bajo las estrellas y entre árboles. Al lado de ese anfiteatro, que parecía de película pornográfica de ciencia ficción, había un techo de cristal de menor tamaño que albergaba el casino, dotado incluso de un salón privado con puerta blindada en el que podían jugar los representantes del gobierno sin temor a que los asesinasen.
Todo aquello me interesaba tan poco como el espectáculo o la música de la orquesta. A lo que más atención prestaba era a la ceniza del puro que estaba fumando y a las caras de los borrachines de las otras mesas: mujeres demasiado maquilladas y con los hombros desnudos y hombres con el pelo engominado, corbata de imperdible y traje de jugador de críquet. Las chicas desfilaron un par de veces entre las mesas sólo para que el público pudiese verles el traje más de cerca y se preguntase cómo era posible que una cosa tan diminuta pudiese ser la salvaguarda de su decencia. Todavía me rebosaba el asombro por los ojos cuando, sorprendentemente, vi entrar en el club y dirigirse hacia mí a Noreen Eisner. Esquivó a una chica que era todo pecho y plumas y se sentó enfrente de mí.
Noreen debía de ser la única mujer del Tropicana que no enseñaba escote o todo lo enseñable. Llevaba un traje de color malva de falda y chaqueta con bolsillos, zapatos de tacón y un collar de perlas de dos vueltas. La orquesta tocaba tan alto que no podía decirme nada -ni yo oírla- y tuvimos que quedarnos mirándonos como tontos, tamborileando en la mesa impacientemente, hasta el final del número. Me dio tiempo de sobra a preguntarme qué asunto tan urgente la habría obligado a desplazarse hasta allí desde Finca Vigía. Por descontado, no parecía una coincidencia. Supuse que habría ido antes a mi apartamento y Yara le habría dicho dónde encontrarme. Es posible que Yara le soltase que me había negado a llevarla conmigo al club y, desde luego, la llegada de Noreen no habría servido para convencerla de que mi visita al Tropicana se debía a motivos estrictamente laborales, tal como le había dicho. Seguro que, cuando volviese a casa, tendríamos algo parecido a una escena.
Esperaba que Noreen hubiese venido a contarme lo que quería oír yo. Desde luego, estaba suficientemente seria. Además de sobria, para variar. Llevaba un bolso de noche de color azul marino, adornado con unas florecillas de tela. Abrió el cierre plateado, sacó un paquete de Old Gold y encendió un cigarrillo con un mechero lacado en gris perla con brillantitos incrustados, lo único que llevaba a tono con el Tropicana.
La orquesta, como todas las de La Habana, se alargó un poco más de lo soportable. No tenía yo pistola en Cuba, pero, de haberla tenido, me habría entretenido tirando al blanco contra las maracas o la conga… o, en realidad, contra cualquier otro instrumento latinoamericano que estuviera sonando en ese momento. Cuando ya no pude soportarlo más, me levanté, tomé a Noreen de la mano y salimos.
En el vestíbulo, me dijo:
– Conque es aquí donde pasas los ratos libres, ¿eh? -Habló en alemán, por la fuerza de la costumbre-. ¡De lo que te sirve Montaigne!
– Para que lo sepas, escribió un ensayo sobre este lugar y la costumbre de vestir ropa… o no vestirla. Según él, si naciésemos con la necesidad de ponernos enaguas y pantalones, la naturaleza nos habría dotado de un pellejo más grueso que nos protegiese de los rigores del tiempo. En general, me parece muy bueno. Casi siempre acierta. Creo que lo único que no explica es por qué has venido a verme aquí desde tan lejos. Tengo mis propias ideas al respecto.
– Vamos a pasear al jardín -dijo en voz baja.
Salimos. El jardín del Tropicana era una selva paradisiaca de palmeras cubanas y altísimas huayas. Según la ciencia popular cubana, la dulce pulpa del fruto de esos árboles enseña a las niñas a besar. No sé por qué, me pareció que Noreen no estaba pensando en besarme, ni muchísimo menos.
En el centro del serpenteante sendero de entrada había una gran fuente de mármol que en otra época había adornado la entrada del hotel Nacional. Era un pilón redondo, rodeado por ocho ninfas desnudas de tamaño natural. Se rumoreaba que los propietarios del Tropicana habían pagado tres mil pesos por ella, pero a mí me recordaba a una de las antiguas escuelas de cultura de Berlín, de las que montó Alfred Koch en el lago Motzen, para matronas alemanas con sobrepeso que se divertían jugando desnudas a tirarse balones medicinales. A pesar de lo que diga Montaigne sobre el asunto, me alegraba de que la humanidad hubiese inventado el hilo y la aguja.
– Bien -dije-, ¿qué querías contarme?
– No es fácil decirlo.
– Eres escritora, seguro que se te ocurre algo.
En silencio, dio una calada al cigarrillo, pensó en lo que le acababa de decir y, por último, se encogió de hombros como si, a pesar de todo, se le hubiese ocurrido algo. Habló con suavidad. A la luz de la luna, estaba más adorable que nunca. Verla me producía un dolor sordo de deseo, como si el perfume de las flores blancas verdosas de la huaya poseyera una esencia mágica que hacía enamorarse de reinas como ella a idiotas como yo.
– Dinah ha vuelto a los Estados Unidos -dijo, sin ir al grano todavía-, pero ya lo sabías, ¿verdad?
Asentí.
– ¿Se trata de Dinah?
– Me preocupa, Bernie.
Sacudí la cabeza.
– Se ha ido de la isla. Ha ido a Brown. No sé qué es lo que puede preocuparte ahora, porque, ¿no era eso lo que querías?
– Desde luego, pero es que cambió de opinión tan repentinamente… respecto a todas las cosas.
– Han matado a Max Reles. Es posible que eso haya tenido algo que ver en su decisión.
– Conoces a algunos de los gangsters con los que se relacionaba, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Saben ya quién pudo haber matado a Max?
– No tienen la menor idea.
– Bien. -Tiró el cigarrillo e inmediatamente encendió otro-. Creerás que me he vuelto loca, pero, verás: se me pasó por la cabeza que quizá Dinah haya tenido algo que ver con el crimen.
– ¿Por qué lo dices?
– Porque ha desaparecido mi pistola, la que me regaló Ernest Hemingway. Era un revólver ruso. Lo tenía por ahí, en casa, pero ahora no lo encuentro. Fredo, Alfredo López, ya sabes, mi amigo abogado, tiene un amigo en la policía y le ha dicho que a Reles lo mataron con un revólver ruso. Eso me hizo pensar… si no habría sido Dinah.
Sacudí la cabeza. No quería decirle que Dinah, a su vez, había sospechado de ella.
– Pues por todo eso y por la facilidad con que parece que ha superado el golpe, como si en realidad no hubiera estado enamorada de ese hombre. Y, a ver, ¿a ninguno de esos mafiosos le pareció sospechoso que Dinah no acudiese al funeral? ¿Como si no le importase nada?