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– Ahí está el problema, madame, que no lo sabemos. Alguno de sus cien objetos debe de ser realmente inestimable porque, durante la siguiente semana, la primera del mes de julio, aparecieron por mi tienda tres notables caballeros de Pekín que querían comprar el cofre y que estaban dispuestos a pagar por él la cantidad de taels de plata que les pidiese.

– ¿Y no se lo vendió? -me sorprendí.

– No podía, madame. Se lo había ofrecido a Rémy el mismo día que llegó el lote en el Shanghai Express y, naturalmente, él lo había comprado. El cofre ya no estaba en mi poder y así se lo comuniqué a aquellos honorables caballeros de Pekín, a quienes no sentó nada bien la noticia. Insistieron mucho para que les diera el nombre del nuevo propietario pero, por supuesto, me negué.

– ¿Cómo sabe usted que eran de Pekín? -objeté, suspicaz-. Podrían ser miembros de la Banda Verde, disfrazados.

El anticuario Jiang sonrió tanto que sus ojos desaparecieron bajo los pliegues de sus orientales párpados.

– No, no -repuso, contento-. Los de la Banda Verde aparecieron una semana después, muy bien acompañados por un par de Enanos Pardos… de japoneses, quiero decir.

– ¡Japoneses…! -exclamé. Recordaba perfectamente lo que nos había dicho M. Favez a Fernanda y a mí sobre los nipones, aquello de que eran unos peligrosos imperialistas, dueños de un gran ejército, que llevaban mucho tiempo intentando apoderarse de Shanghai y de China.

– Déjeme seguir con orden, madame -me rogó el señor Jiang-. Me hace usted perder el hilo de los acontecimientos.

– Perdón -musité mientras observaba, sorprendida, cómo el barrigudo Paddy sonreía con satisfacción ante el reproche que me acababa de hacer el anticuario.

– Los distinguidos hombres de Pekín se marcharon de mi tienda bastante disgustados y no me cupo ninguna duda de que volverían o de que, al menos, iban a intentar localizar al propietario del cofre. Su actitud y sus palabras habían dejado muy claro que pensaban conseguir lo que querían por las buenas o por las malas. Yo sabía que el valioso objeto que ahora estaba en manos de Rémy era una pieza excelente, un original del reinado del primer emperador de la actual dinastía Qing, Shun Zhi, que gobernó China desde 1644 hasta 1661, pero ¿por qué tanto interés? Hay miles de objetos Qing en el mercado y muchos más desde el incendio del 27 de junio. Si hubiera sido una pieza Song, Tang o Ming [7] lo hubiera entendido, pero ¿Qing…? Y, en fin, para que termine usted de comprender mi extrañeza bastará con que le diga que, si bien al principio no me llamaron la atención las agudas voces de falsete de aquellos obstinados clientes, cuando caminaron hacia la puerta de mi establecimiento para marcharse ya no pude ignorar, viéndoles dar esos pasitos cortos con las piernas muy juntas y el cuerpo inclinado hacia adelante, que se trataba de Viejos Gallos.

– ¿De qué habla? -pregunté-. ¿Viejos Gallos?

– ¡Eunucos, Mme. De Poulain, eunucos! -profirió Paddy Tichborne con una risotada.

– ¿Y dónde hay eunucos en China? -observó retóricamente el señor Jiang-. En la corte imperial, madame, sólo en la corte imperial de la Ciudad Prohibida. Por eso le decía que eran caballeros de Pekín.

– Yo no les llamaría caballeros… -comentó desagradablemente el irlandés.

– ¿Qué son eunucos, tía? -quiso saber Fernanda. Por un momento dudé si responder a su pregunta, pero al instante decidí que la niña ya tenía edad de conocer ciertas cosas. Lo raro fue que me arrepentí:

– Son los criados de los emperadores de China y de sus familias.

Mi sobrina me miró como esperando alguna explicación más, pero yo ya había terminado.

– ¿Y por ser criados del emperador hablan con voz de falsete y caminan con las piernas juntas e inclinados hacia adelante? -insistió.

– Las costumbres de cada país, Fernanda, son un misterio para los forasteros.

El señor Jiang terció en nuestro breve diálogo.

– Espero, madame, que comprenda mi sobresalto cuando descubrí quiénes eran aquellos compatriotas vestidos a la occidental que salían, furiosos, por la puerta de mi tienda. Esa noche cené con Rémy y le conté lo sucedido, advirtiéndole que el «cofre de las cien joyas» podía ser peligroso para él. Pensé que lo mejor sería aconsejarle que me lo entregara y así yo podría vendérselo a aquellos Viejos Gallos, quitándonos ambos un conflicto de encima. Pero no me hizo ningún caso. Creyó que, como él no me lo había pagado todavía, mi intención era conseguir un precio mejor y se negó a devolvérmelo. Intenté hacerle comprender que alguien muy poderoso de la corte imperial, quizá el emperador mismo, quería recuperar el cofre y que esa gente no estaba acostumbrada a ver frustrados sus deseos. Hasta no hace muchos años hubieran podido matarnos y conseguir la pieza sin incumplir ninguna ley. Sin embargo, ya sabe usted, madame, cómo era Rémy -El anticuario, muy serio, se caló las gafas meticulosamente-. Muerto de risa, me aseguró que pondría el cofre a buen recaudo y que, si los eunucos volvían a mi tienda, él en persona acudiría a decirles que no estaba interesado en venderles nada.

– ¿Y no cambió de opinión tras la visita que le hicieron a usted los japoneses y la Banda Verde? -No daba crédito a la inconsciencia de Rémy, aunque, bien pensado, ¿de qué me sorprendía?

– No, no cambió de opinión. Ni siquiera cuando le informé de que el propio Huangjin Rong, el jefe de la Banda Verde y de la policía de la Concesión Francesa, me había advertido de que, si no les entregábamos el cofre antes de una semana, ocurriría algún desagradable accidente.

– ¿Sabían que el cofre lo tenía Rémy?

– Lo sabían todo, madame. Surcos Huang tiene espías por todas partes. Quizá usted no sepa de quién le estoy hablando pero Huang es el hombre más peligroso de Shanghai.

– M. Tichborne me habló anoche de él.

El periodista, al sentirse aludido, cruzó y descruzó las piernas.

– Créame si le digo -continuó el anticuario- que pasé auténtico miedo cuando le vi entrar en persona por la puerta de mi tienda. Ciertos individuos no merecen ser hijos de esta noble y digna tierra de China, pero no podemos hacer nada por evitarlo porque son el resultado de la mala suerte que persigue a mi país. Surcos Huang no se prodiga habitualmente de esta forma, por eso el asunto se convirtió, de pronto, en algo mucho más alarmante de lo que yo había pensado hasta entonces.

– ¿Y qué tienen que ver los japoneses con todo esto?

– Puede que la respuesta a su pregunta se encuentre en el interior del cofre, madame. En cierto modo, lamento no haberme quedado más tiempo con él antes de ofrecérselo a Rémy. Ni siquiera lo examiné. Romper las tiras de papel amarillo de los sellos imperiales hubiera significado menguar su valor. De haberlo hecho, quizá comprendería mejor lo que está ocurriendo hoy y por qué Surcos Huang en persona acudió a mi tienda acompañado por su lugarteniente, Du Yu Shen, Du «Orejotas», y por aquellos dos Enanos Pardos que se limitaron a quedarse quietos y a mirarme con desprecio.

El señor Jiang había conseguido asustarme. Empecé a notar la desazón de estómago que preludiaba las palpitaciones. ¿Cómo no iba a sentirme morir ante una situación de riesgo real como era la de poseer el dichoso cofre que querían los eunucos imperiales, los colonialistas japoneses y ese tal Surcos Huang de la Banda Verde?

– Quisiera hacerle llegar la pieza -balbucí.

– No se preocupe, madame. Lemandaré a un vendedor de pescado que es de mi total confianza. Envuelva usted bien el cofre en telas secas y haga que un criado lo coloque en uno de los cestos mientras aparenta comprar algo para la cena.

Era una buena idea. Como las mujeres acomodadas no podían salir nunca a la calle porque lo prohibía la tradición -y porque, evidentemente, no podían caminar con esos horribles pies mutilados llamados «Nenúfares dorados» o «Pies de loto»-, los vendedores ambulantes, en China, acudían continuamente a las casas para hacer sus negocios y entraban directamente hasta el patio de la cocina para ofrecer fruta, carne, verduras, especias, alfileres, hilos, ollas y cualquier otra clase de artículo doméstico. El vendedor de pescado del señor Jiang pasaría totalmente desapercibido entre tanto ir y venir.

Cuando terminó de hablar, el anticuario se puso en pie con movimientos elegantes y, aunque pareció apoyarse cansinamente en su bastón de bambú, observé que se levantaba con la misma asombrosa flexibilidad con que lo hacía la señora Zhong. Resultaba curioso cómo se movían los chinos, como si sus músculos se impulsaran sin esfuerzo, y, cuanto más mayores eran, más elásticos. No ocurría así con Fernanda y Paddy Tichborne, que tuvieron que desencajarse a empellones de sus butaquitas. A mí también me costó levantarme, aunque no por la misma razón, ya que, en mi caso, era la flojedad de piernas la que me dificultaba el movimiento.

– ¿Cuándo llegará a mi casa el vendedor de pescado? -quise saber.

– Esta tarde -me dijo el señor Jiang-, a eso de las cuatro, ¿le parece bien?

– Y después, ¿todo habrá terminado?

– Espero que sí, madame -se apresuró a decir el anticuario-. Esta pesadilla ya se ha cobrado una vida, la de su marido y amigo mío, Rémy De Poulain.

– Lo extraño es -murmuré, encaminándome hacia la puerta de la habitación seguida por Tichborne y Fernanda- que, desde que entraron en la casa aquella noche, no lo hayan vuelto a intentar. Durante más de un mes sólo han estado los criados y no son precisamente valientes.

– Aquel día no encontraron nada, madame, ¿qué sentido tendría volver? Por eso me preocupa su seguridad. Lo más probable es que estén esperando a que usted encuentre el cofre para obligarla a entregárselo. La Banda Verde conoce la situación financiera en la que Rémy la ha dejado y sabe que, antes o después, tendrá que deshacerse de todo lo que posee para saldar las deudas. Lo lógico es que usted, o alguien en su nombre, haga un inventario; que revuelva vitrinas y armarios, que vacíe rápidamente todos los cajones y que vaya vendiendo los objetos de valor que aparezcan. Es sólo cuestión de tiempo. Por eso la vigilan. En cuanto sospechen que tiene el cofre, irán a por usted.

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[7] Importantes dinastías de la historia de China: Tang (618-907 n. e.), Song (966-1279 n. e.), Ming (1268-1644 n.e.)