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Tuvo suerte, porque durante la cena, servida en el salón de baile de estilo barroco, le tocó sentarse con el sargento Huete y su señora, así como con un inspector apellidado Núñez que venía de Valencia y que aún estaba soltero. Pasó un buen rato charlando de nimiedades, de fútbol, sobre Madrid, y escuchando los chistes de Huete, que, dicho sea de paso, tenían fama en la comisaría.

Justo cuando empezaba a tocar la orquesta se ausentó a dar un paseo por aquel edificio que tenía estructura irregular, no en vano había ido creciendo poco a poco a costa de los pequeños inmuebles que lo rodeaban. Se perdió por aquí y por allá echando un vistazo a la gran galería que daba sentido y estructuraba al edificio, en cuyos laterales había distintas dependencias. Entró en la añeja biblioteca inglesa y se maravilló durante un rato de su hermosura, su tribuna superior de madera tallada y los miles de volúmenes que allí dormían. Salió para volver al salón y al llegar al patio romano-pompeyano se detuvo a echar un vistazo a la magnífica escultura de Venus de José Planes.

– Está buena, ¿eh? -dijo una voz de borracho tras de él.

Se giró y vio a Raimundo Pérez sentado en una silla, en un rincón. Estaba beodo. Como una cuba.

Tomó una silla y se sentó junto a él.

– Todas están buenas -afirmó, sabiendo que su interlocutor se las daba de mujeriego cuando en realidad no era más que un pobre putero de segunda, adicto al juego y al que su mujer ponía los cuernos con un fiscal guaperas que acababa de llegar del País Vasco; en quince años de servicio no había logrado ascender y seguía de agente uniformado.

La mente de Alsina había vislumbrado una buena oportunidad. Tras comprobar el cuadro de guardias del día 22, sabía que aquel pobre idiota estaba de servicio aquella fatídica noche.

– Yo me las follaría a todas -declaró con un eructo-. Soy un toro, Julito, soy un toro. Pero, claro, ¿tú qué sabrás?

– Sí, claro. A veces os envidio, ya sabes, a los que sois como tú, tan lanzados con las titis.

– Es un don, Julito, es un don.

– Ya, ya, pero es que, chico, yo me lanzo y me estrello siempre, y el caso es que en nuestro trabajo se presentan ocasiones a pares.

– Muchas, muchas, en el fondo son todas unas zorras y se pirran por los tipos con arma.

Decidió pasar a la ofensiva:

– ¿Ves? A eso me refiero precisamente. No me hagas mucho caso porque cuando uno bebe dice cosas que no se atrevería a decir, pero, Raimundo, yo te admiro, se cuentan unas historias sobre ti en comisaría…

– Ya, ya, no te preocupes, es normal. Pero tú también podrías lanzarte, hombre. No tienes mala planta, y la puta de tu mujer se largó dejándote el campo libre. Yo podría darte buenos consejos.

– Coño, Raimundo, me vendrían como Dios. Es que se me ponen los dientes largos de oír historias sobre ti; el otro día, por ejemplo, en la guardia del 22, la gente habla y no para de lo de la putita ésa.

Se había jugado un órdago.

El otro sonrió con expresión lasciva, y entonces, tras apurar un buen trago de su whisky, farfulló con la lengua apelmazada por el alcohol.

– Y que lo digas. Menuda zorra. Y de las de postín, ¿eh? Me vino a avisar el sargento Juárez: «Hay una puta de las caras en el calabozo; barra libre, ya me entiendes». No creas, Julito, que había cola. ¡Menuda hembra! Y encima se hizo la estrecha, se resistía…, pero mejor, así da más gusto. Se fue de allí bien servida. Que yo sepa, se la cepillaron lo menos siete, y hubo que darle unas cuantas hostias.

– ¿Se fue? -preguntó Alsina intentando disimular la repugnancia que aquel tipo le producía.

– Bueno, sí, ya me entiendes, se la llevaron.

– Joder, Raimundo, me hubiera gustado catarla, ¿dónde para?

– Se la llevaron los de la Político Social, algo habrá hecho, ya sabes, con esos no hago preguntas. Me parece que había molestado a los gerifaltes, pero en cuanto haya otra ocasión como esa, descuida que te aviso. Será por putas…

– Gracias, gracias. ¿Sabes cómo se llamaba? Es para tirármela si la veo por ahí, aunque sea pagando.

– No seas majadero; ¡un policía nunca paga con una puta, hostias!

Alsina miró a su interlocutor como simulando sentir una profunda admiración:

– ¿Ves? -dijo-. Ese tipo de cosas son las que me tienes que enseñar.

– ¡Para eso estamos, coño!

– ¿Y sabes cómo se llamaba? La zorra, digo.

– Ivonne, me parece -contestó el otro antes de comenzar a vomitar allí mismo.

Cuando Joaquín Ruiz Funes entró en el salón de baile saludando a unos y otros, se encontró a Julio Alsina sentado al fondo, en una mesa. Observaba cómo los demás bailaban y parecía deprimido, taciturno. Miraba fijamente un vaso vacío.

– Licor 43, ¿eh?

– No, Joaquín, Coca-Cola. Llevo cinco. Esta noche no pegaré ojo.

El otro, que ya llevaba una copa de champán en la mano, contestó:

– Pues entonces, yo a lo mío.

– ¿Querías verme?

– Sí, sí, he averiguado algo.

– Yo también, Joaquín. Estuvo detenida.

– Y se la llevaron al «Picadero»; los de la Político Social.

– Entró el día 22 y palmó el 24. Pasó dos días detenida en agujero. ¿Sabes qué le hicieron allí?

– No, no he podido llegar a tanto, Julio. Sé que la llevaron allí, en efecto, y ya sabes que cuando sacan a un detenido de comisaría es para torturarlo…

– Y luego matarlo.

– Exacto. La mayor parte de las veces no se les vuelve a ver el ¡pelo.

– Mierda.

– Deberías dejar este asunto.

– Sí, lo sé, pero sé adónde fueron las chicas, a Gea y Truyols.

– A una finca, supongo, porque allí no hay otra cosa aparte de conejos.

– Eso imagino. El asunto me parece claro: fueron a una fiesta de postín, supongo que a una cacería. Algo vieron, algo hicieron, quizá hablaron de más, pero el caso es que, fuera lo que fuese, les costó la vida. Supongo que la rubia debe de estar muerta también y quiero saberlo.

– Ten cuidado, amigo.

– Lo sé. Eso de los televisores no pinta mal. Quizá me lo piense.

– Harás bien, tú sabes que conmigo tienes futuro.

– Lo sé -contestó poniéndose de pie.

– ¿Y adónde coño te crees que vas?