– Les he contado una trola, les he dicho que eres un policía que investiga un caso de una descarriada a la que yo atendía en el Auxilio Social.
– Ah…
– Es por mis padres. No creas, me gustaría charlar un rato.
El detective quedó pensativo por un momento. Luego sacó su bloc de notas y dijo:
– Mira, esto es lo que haremos.
Minutos después, Rosa pulsó el timbre del cuarto derecha en el lujoso portal de la avenida de José Antonio cuyo número le había anotado Julio.
– ¿Quién es? -contestó una voz femenina.
– Rosa -contestó según lo convenido.
La puerta se abrió y encaró el recibidor hasta llegar al ascensor. El corazón le latía desbocado, como si estuviera haciendo algo malo, como si fuese a un encuentro amoroso de los que sólo se daban en las novelas de amor. Entró en el ascensor, que olía a limpio.
Llegó al cuarto piso y le abrió una joven bien parecida:
– Pase.
La siguió y, tras atravesar un lujoso pasillo con el suelo de madera y con alguna que otra escultura griega, llegó a un amplio salón donde le aguardaban Julio y un caballero bien parecido.
– Éste es mi amigo Joaquín -dijo él.
– Bienvenida a mi casa, Rosa, los amigos de Julio son mis amigos. ¿Quiere usted tomar algo? ¿Un café? ¿Una Coca-Cola? ¿Un licorcito?
– Un café -contestó sonriente.
Ruiz Funes hizo un gesto a la criada, quien fue a buscar lo que le pedían. Rosa tomó asiento en un sofá junto a Alsina mientras el anfitrión fumaba en pipa en una butaca, ante ellos. Tenía un libro en el regazo que le daba un aire ciertamente sofisticado.
– ¿Qué lee? -preguntó ella intentando entablar conversación.
– Algo prohibido; no quiera saberlo o tendría que denunciarme.
Los tres rieron la ocurrencia de Joaquín.
– Puede usted tutearme -dijo Rosa mirando a Alsina como buscando su aprobación.
– Me dice mi amigo Julio que tenéis ciertas dificultades para poder charlar con tranquilidad sobre el caso. Bien, mi casa es vuestra casa, y descuida, Rosa, que mientras yo sea el dueño de esta vivienda, aquí estarás a salvo, pues me encargaré personalmente de que vuestros encuentros se mantengan dentro de los estrictos límites de la decencia. Este tunante está vigilado por mí, y ésa es garantía más que suficiente.
Ella sonrió. Aquel tipo le leía el pensamiento.
Ruiz Funes siguió hablando:
– Pero… Me dice Julio que habéis hablado con el cura del pueblo. Contadme, contadme…
La joven y el policía en excedencia le narraron la extraña historia que les había relatado el sacerdote.
– Vaya… ¿Hablamos entonces de sucesos paranormales? -preguntó el anfitrión con aire divertido.
– No creo en esas cosas -sentenció Julio.
– ¿Y qué otra explicación cabe? -intervino la joven.
– Creo que hay algún asesino operando en la zona y la superstición ha hecho el resto. Aquella es gente humilde, creen en supercherías.
– ¿Un asesino, dices? -repitió Joaquín.
– Sí, y me temo que alguien importante. Todo apunta a don Raúl o a míster Thomas, el americano.
Entonces les contó su entrevista con Jonás y el asunto de la paliza de los hombres de don Raúl a Pepe «el Bizco».
– Eso no cuadra con tu historia de un asesino múltiple, sino con una simple lección de un cacique a los lugareños -observó Ruiz Funes.
Alsina asintió. El dueño de la casa aprovechó para recordar lo que les había dicho el tonto del pueblo sobre unos «ángeles blancos». Resultaba llamativo, sí. Los tres se miraron como dudando.
Quedaron pensativos durante un buen rato; habían llegado a un punto muerto.
En aquel momento, Rosa dijo de repente:
– Debo irme, es tarde.
– Sí, sí -asintió Alsina-. Sal tú primero.
Ruiz Funes los miró sonriendo con cariño. Sabía lo que era eso, una vida de subterfugios, de encuentros fugaces y de simulación. Así era aquel mundo en que vivían, y que a veces le asqueaba.
Alsina madrugó mucho al día siguiente, pues quería acercarse hasta Torre Pacheco, la localidad más populosa del campo de Cartagena, donde esperaba hacer ventas provechosas. Salió a la calle a las ocho menos cuarto tras tomar un buen café y se encontró en el portal con Clarita, que vomitaba apoyada en el marco del enorme portón. Se acercó solícito y le apartó el pelo de la cara para que no se manchara. Entre arcada y arcada, la adolescente acertó a decir:
– Me ha sentado mal el desayuno.
Entonces observó que detrás de él surgían los inquilinos del bajo, los plataneros, Blasa y Joaquín. Ella, que ya le había visto protagonizar aquel incidente con la joven en el pequeño garaje en que don Serafín encerraba el seiscientos, se lo quedó mirando con muy mala cara. Como reprobándole algo. Continuaron su camino.
Alsina decidió avisar a la madre de la chica, pero ella se apresuró a decir:
– No, no, no la molestes. Estoy bien, estoy bien.
Se quedó mirándola pensativo. Tenía realmente mala cara y estaba pálida como la cera.
– Me ha sentado mal el desayuno.
– Ya. Lo has dicho antes.
La joven lo miró con mala cara y abandonó el portal de camino al colegio sin despedirse. El policía salió de allí a toda prisa y subió al coche algo molesto por la mirada de «la platanera». Durante el trayecto tuvo mucho tiempo para pensar. Una joven de conducta algo alocada, bueno, una niña, con náuseas matinales de las que no quería que su madre supiese nada. Estaba embarazada. Pensó en don Serafín. ¿Sería suyo? Definitivamente, aquel tipo estaba metido en un buen lío. Por si no fuera poco padecer, sufrir y mantener a aquella insoportable prole, había dejado embarazada a una adolescente. A una vecina. Quizá debía avisarle. No. No era asunto suyo. Él solito se lo había buscado. Bastantes problemas tenía ya él.
Su mente volvió al caso: Ivonne y Veronique habían acudido a una fiesta, probablemente en la finca de don Raúl. Seguro que para atender a los americanos. Después de aquello, la Político Social fue por Ivonne. De Veronique nada se sabía. ¿Qué habían hecho? ¿Habrían robado algo?
Quizá se pasaron de listas y hablaron de su famoso diario. Sí, era lo más lógico. Por eso se llevaron a la chica al «Picadero», donde había sido torturada antes de que la hicieran volar desde la torre de la catedral. Seguro que la hicieron hablar y recuperaron el diario, sabían resultar muy convincentes. Le asqueaban. ¿Y Veronique? Muerta, seguro. No le cabía la menor duda.
Luego pensó en aquel desgraciado de Honorato Honrubia, que supuestamente había despachado a Antonia García. Era inocente. La prueba de cargo que le había endosado el muerto era falsa, eso era seguro. Y luego estaba lo del robo de la fotografía en casa de la joven, el día de su sepelio. No faltaba nada más, ni dinero ni joyas, sólo la foto. Por esos días el tal Robert ya se había ido a América, luego el robo debía de haberlo perpetrado algún amigo. Sara López, la madre de la chica, decía que un amigo de Robert, Richard, se había quedado turbado al ver la instantánea. ¿Por qué?